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La aventura de vivir

La aventura de vivir

Desde hace unos meses, en vez de dar la vuelta al mundo no paro dedar vueltas a la cabeza

José Antonio Garriga Vela

Sábado, 21 de enero 2017, 01:26

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Dice que no le gustan los lunes, pero las semanas pasan demasiado rápidas y entonces quisiera que el primer día no acabara nunca. Hablamos del calendario, las fechas que señalamos cada inicio de año, las onomásticas, las vacaciones, los compromisos. Después el destino tiene la última palabra. Le digo que el mes de enero es similar al lunes y ella se queda pensando. Tampoco le atrae enero, prefiere la primavera, el verano, la luz. Yo elijo la estación otoñal, la relaciono con largos viajes. Desde hace unos meses, en vez de dar la vuelta al mundo no paro de dar vueltas a la cabeza, otra esfera achatada por los polos que tampoco descansa. Me dice que habría que vivir el presente y dejarnos de pamplinas. Asiento sin pronunciar palabra.

Estamos desayunando frente al mar, luce el sol de invierno, una brisa suave acaricia la playa vacía. Un buque blanco navega despacio por el horizonte, sin prisas, como si tuviera todo el tiempo por delante. «Últimamente olvido los días de la semana», sonríe al oírme. «Te ha pasado siempre», contesta. Es cierto que me ha sucedido siempre, aunque no tanto como ahora. Me viene a la memoria el título de la primera novela que escribí y que apenas ha leído nadie. Unas páginas mecanografiadas que contienen la historia del guerrero que venció al tiempo. Más de cuarenta años con la misma obsesión y ahora parece ser que, al fin, lo estoy consiguiendo. «¡Bravo!», grita ella en silencio, y añade: «Nosotros, como ese barco del horizonte, también tenemos todo el futuro por delante».

Estamos profundizando demasiado para ser un lunes por la mañana temprano. No quiero ni mencionar que el futuro no existe, porque entonces nos podemos tirar el día entero hablando de los tiempos del verbo y la vida. Pasado, presente, futuro, qué más da. El buque blanco desaparece y distingo otro acercándose. El café despeja la mente, después ya me encargaré de obstruirla o despejarla con otras bebidas. A veces es preciso taponarla para disfrutar el presente. No quiero que se hunda ningún barco en el mar seco del desconsuelo. Me mira y sé que está leyendo mis ideas. No le agrada lo que ve y agita la palma de la mano delante de mis ojos como si quisiera espantar los microbios infecciosos del pensamiento. «Vamos a pasear», dice. Buena idea. Ambos sentimos el inmenso placer de caminar serenamente, sin prisas, sin dolor, sin miedos; igual que uno de esos barcos que pasan la vida sobre el mar. Lo contemplamos alejarse y regresar como si no lo hubiéramos visto nunca. «¿Qué misterio encerrarán sus bodegas?», pregunta. Y añade inmediatamente señalándome la sien: ¿Qué aventura ha puesto en marcha la sala de máquinas?

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