
La jueza Alaya juega al despiste en su reboda
La instructora del caso de los ERE fraudulentos cambió de planes en el último momento para evitar a los periodistas La magistrada renueva sus votos matrimoniales en una capilla de Sevilla y rodeada solo de sus íntimos
CECILIA CUERDO
Martes, 18 de marzo 2014, 12:47
Acostumbrada a crear expectación con sus actuaciones, la jueza Mercedes Alaya no defraudó siquiera el día de su reboda con su marido, un reputado auditor llamado Jorge Castro. La juez jugó al despiste con sus invitados y la prensa hasta el último minuto. Y acabó dando plantón en una de las iglesias más conocidas de Sevilla, con listas kilométricas de espera para casarse, para renovar sus votos matrimoniales en una pequeña capilla ubicada en el barrio de Santa Cruz ante la que, por fin, se pudo captar una de sus escasas imágenes sonriendo.
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Alaya siempre se ha mostrado muy celosa de su vida privada, y conocer cualquier detalle personal se convierte en tarea titánica. Por eso no es de extrañar que le molestara que se acabara filtrando su deseo de volver a casarse con el padre de sus cuatro hijos treinta años después para compensar una primera boda apresurada cuando ambos eran muy jóvenes (apenas 20 años) y estaban centrados en sus estudios.
En esta ocasión, además, la pareja había decidido tirar la casa por la ventana, y pensaron en un lugar emblemático: la basílica de Jesús del Gran Poder, una de las imágenes más conocidas de la Semana Santa sevillana. Después vendría un gran banquete en una céntrica casa palacio de la ciudad hispalense y, al día siguiente, una celebración más informal y relajada. Supuestamente en una finca en el campo. Y todo ello en la misma semana en que había fijado una fianza de 29 millones para la exconsejera andaluza de Economía y exministra de Fomento Magdalena Álvarez como promotora del sistema de ayudas irregulares. Pero a la vuelta de una mini escapada a Nueva York, una suerte de 'luna de miel' previa, la jueza cambió de planes y, como siempre, con total hermetismo. Desde primera hora de la mañana, una decena de medios de comunicación esperaban ante las puertas de la basílica, donde todo estaba preparado ante el altar para recibir a los novios y sus invitados. Algunos espontáneos incluso se habían sentado en los bancos del interior para tener sitio privilegiado «en la boda de la Ayala esa». «Si hombre, la que tiene cogidos a esos de la Junta», aclaraban.
Pero la plana mayor de la iglesia se quedó en la puerta compuesta y sin novia. Y es que una hora antes del mediodía, el escaso centenar de invitados -familiares y algunos amigos, solo los más cercanos- recibieron por mensaje de móvil la dirección exacta de la celebración. Se trataba de una pequeña capilla en el oratorio de San Felipe Neri, escondida entre callejuelas del barrio de Santa Cruz, e ironías del destino, en la calle Estrella. Vestido de impoluto chaqué y en un pequeño claustro interior, Jorge Castro iba recibiendo al centenar de asistentes acompañado por el párroco, el padre Pedro, que a medida que pasaban los minutos iba su malestar con la tardanza, ya habitual en los juzgados, de la novia. Ayer, 45 minutos. «En 25 años nunca se han retrasado más de diez minutos», protestó el cura al tener que cancelar la misa prevista a las 13 horas.
La jueza de rostro hierático llegó a bordo de un vehículo de alta gama azul marino, que apenas cabía por la estrecha calle. De hecho, en una de las maniobras para apostarlo lo más pegado posible a la capilla y evitar la toma de imágenes acabó golpeando a un fotógrafo y a uno de los cuatro agentes de Policía que escoltaban a Alaya. Ajena a lo ocurrido, la jueza descendió con un traje largo de encaje, en color blanco roto y con una pequeña cola elaborado en un pequeño taller de costura de la misma calle.
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Algunos vecinos comentaban que un estilista habitual entre artistas, reconocido incluso con premios Goya, era el encargado de maquillarla. Pero el pelo, semi recogido con un aderezo en tonos cobre, y un pequeño ramo de rositas blancas fue lo poco que se pudo vislumbrar antes de que las puertas se cerraran a cal y canto para preservar a la vista de los curiosos la eucaristía y el breve intercambio de palabras entre el matrimonio. Tal vez por las prisas, los votos resultaron inaudibles a parte de los asistentes por la falta de un micrófono.
Una hora más tarde, con la Policía ordenando la zona, el matrimonio salió a la calle en medio de una lluvia de pétalos lanzadas por las damas de honor. Pese a la expectación, no se oyeron ni gritos ni piropos, salvo un «sonría, Señoría» que, ahora sí, acabó alegrando el gesto de la jueza antes de subir al coche.
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