
ANTONIO PANIAGUA
Viernes, 22 de abril 2011, 03:32
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Jorge Luis Borges decía que el psicoanálisis era una rama de la literatura fantástica. El filósofo francés Michel Onfray llega a una conclusión parecida en su libro 'Freud. El crepúsculo de un ídolo' (Taurus). Lo hace con una sólida argumentación basada en la relectura de sus obras y en el discernimiento crítico de los impugnadores de las teorías freudianas. La obra ofrece un retrato nada amable sobre Sigmund Freud, cuyas cartas reflejan a un hombre angustiado, errante, codicioso, ingenuo, fóbico y cocainómano, obsesionado en conseguir fama y riqueza. El libro ataca el papanatismo existente en torno a Freud, al que Onfray pinta como un médico negligente y ávido de dinero.
Una de las primeras cosas que llama la atención de Onfray es el empeño del vienés en labrarse pronto una reputación universal. Poco antes de cumplir los 29 años quemó todos sus diarios, notas y correspondencia con el fin de borrar huellas y hacer más difícil el trabajo de sus biógrafos. El propio Freud confesó a su prometida y futura esposa, Martha Bernays, esa labor incendiaria. Para el pensador francés, Sigmund Freud albergaba la ilusión desde muy joven de asombrar al mundo con sus descubrimientos, aunque todavía ignoraba con qué tesis podría estremecer a la humanidad.
El autor no se anda con zarandajas. «El psicoanálisis es una disciplina que pertenece al ámbito de la psicología literaria, procede de la autobiografía de su inventor y funciona a las mil maravillas para comprenderlo a él y solo a él», aduce Onfray. A juicio del filósofo, Freud elevó a la categoría de verdades irrefutables sancionadas por la ciencia obsesiones propias. En una carta a su amigo Silberstein, un Freud adolescente revela el amor platónico que abrigaba hacia una niña de 13 años y aduce que si está enamorado de la madre de la joven es porque tiene la edad de ser su propia madre. Esta experiencia, personal y subjetiva, se convierte en verdad universal en 'Tótem y tabú'. «Digámoslo de otra manera: las relaciones concretas que mantenía con el sexo femenino fueron por lo menos tortuosas», escribe el biógrafo. Razones no le faltan. «Freud sintió durante toda la vida atracción sexual por su madre, al punto de extrapolar una teoría general del complejo de Edipo; se casó con una joven mientras cortejaba a la hermana; fue amante de su cuñada y psicoanalizó a la amante de su hija y a los hijos de la amante», argumenta.
Misógino
Onfray desmonta el mito de Freud, al que tacha de misógino, falócrata, homófobo, falsario y de crear una religión secular con discípulos organizados en una estructura jerárquica y piramidal. Una de las peores acusaciones que lanza Onfray contra Freud es la de «cocainómano depresivo». El médico empleó esta droga «para darse ánimos en las veladas mundanas», como euforizante sexual y como medio para curar a su amigo Fleischl-Marxov de su adicción a la morfina.
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Unas misivas a su amigo más cercano, Wilhem Fliess, acreditan una deontología dudosa. Un ejemplo lo encarna Emma Eckstein, una paciente aquejada de hemorragias de nariz y a la que Freud diagnosticó histeria. El vienés decidió llevar a cabo una operación de nariz, dirigida por Fliess. Las secuelas de la intervención quirúrgica son horripilantes: edema, pestilencia, deformación del rostro. Ordena una segunda operación y según reconoce en una carta del 8 de marzo de 1895, dejaron olvidado en la cavidad nasal «un pedazo de gasa de al menos medio metro».
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