Vecinos con alma de colonos
Los pueblos de agricultores que construyó el franquismo hacen memoria tras 50 años
J. J. BUIZA
Domingo, 7 de febrero 2010, 02:51
Pura Sánchez fue la primera vecina de Los Llanos. Habitaba en un cortijo abandonado cuando vio que las máquinas estaban allanando un terreno cercano. No tardó en averiguar que el Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (Iryda) iba a levantar allí uno de los más de 300 pueblos de colonización que se crearon en España entre 1939 y 1975.
Tras la devastación de la Guerra Civil, el régimen franquista vio necesario aumentar la producción agrícola con una reforma agraria, creando así el Instituto Nacional de Colonización -posteriormente el Iryda- para transformar en regadío grandes superficies de secano. Llegaron a ser 700.000 las hectáreas expropiadas para ser adjudicadas a los nuevos colonos. En Antequera, incluso, en 1968 se desecó la Laguna de Herrera para entregarla como tierra de cultivo a los nuevos vecinos de Los Llanos. En toda la provincia fueron nueve los poblados creados, según recoge el libro 'Pueblos de colonización durante el Franquismo', editado por la Junta de Andalucía. La mayoría de ellos se levantaron en el Valle del Guadalhorce, aunque también en la comarca de Antequera. De ello hace unos 50 años aproximadamente.
No en vano, Pura, de 65 años, tiene que remontarse más de cuatro décadas atrás para recordar el día que llegó a la pedanía antequerana. Con apenas 21 años, se fue con su marido y sus hijos a un cortijo abandonado y compraron cabras y vacas. Pero el estado del inmueble era tan ruinoso que los peritos y la Guardia Civil ordenaron de inmediato que la primera casa del pueblo que se estaba creando fuera para ellos. Les dieron también siete hectáreas de tierras. Pagaban anualmente un canon al Iryda y, años más tarde, pudieron tener las escrituras.
Sin embargo, el origen de Los Llanos se remonta más atrás. En 1956 se publicó un decreto por el que se declaraba de interés nacional la colonización y en el 67 se adjudicaron las obras de construcción del poblado por 21 millones de pesetas, según ha podido averiguar el maestro y escritor Juan Campos. En 1977 los colonos firmaron sus primeros contratos, aunque muchos llevaban cultivando tierras desde principios de los 70. «Los primeros seis años no fueron oficiales, no había nada escrito ni se pagaba nada», recuerda José María Cortés. Los primeros colonos que llegaron procedían de Peñarrubia, pueblo del Guadalteba que quedó bajo el pantano del Guadahorce-Guadalteba en 1961, «pero no les gustaron las tierras y se fueron», recuerdan José María y Rafael Paradas. Ambos se trasladaron al pueblo en 1972 para cultivar sus tierras. En el contrato de José María figura una tasa de 46.134 pesetas al año durante dos décadas por las tierras y las casas y 14.665 pesetas durante diez años más para terminar de pagar la vivienda. «No te pedían apenas nada para ser colono: tener buena conducta, llevar un tiempo en la agricultura y poco más», recuerda José María, quien como Rafael y Pura han vendido sus tierras pero siguen viviendo en una de las 23 casas que se construyeron junto al colegio, la iglesia, la casa del cura y las de los maestros.
Navahermosa, una pedanía de Sierra de Yeguas, también se fundó hace unos 50 años por los colonos. Al igual que en Los Llanos, se hizo un primer reparto de tierras en los años 50 y entre finales de esa década y principios de los 60 se puso en pie el pueblo. Tardó tres años en construirse y a muchos de los que participaron en las obras les ofrecieron convertirse en colonos. Si en Los Llanos la población procedía de Antequera, en Navahermosa la población llegó de Sierra de Yeguas. Al principio tenían que hacerse varios kilómetros al día para trabajar las tierras y a veces se quedaban a dormir en pequeñas chozas que ellos mismos construyeron hasta que por fin se levantó el pueblo. «Hicieron 67 casas, aunque no todas se ocuparon», explica Ignacio Gálvez, quien junto a Bartolomé Notario recuerda «que en los orígenes el canon se pagaba en grano».
Otro de los primeros poblados de colonos que se construyó en la provincia fue el de Villafranco del Guadalhorce (1962), llamado así, dicen, en honor al caudillo. Poco después se levantarían, casi a la vez, Santa Rosalía, Aljaima, Cártama Ampliación, Torrealquería, Cerralba y Zalea, todos ellos situados en el entorno del Valle del Guadalhorce, tierras ricas en regadíos que el Instituto Nacional de Colonización se esforzó en aprovechar. Para ello, se encargaron de traer desde Valencia a agricultores más duchos en esas técnicas para enseñarlas al resto de campesinos malagueños, que hasta la fecha se habían ganado la vida con cultivos sobre todo de secano.
«La teoría era que había que cultivar las parcelas que me dieron como colono piloto», recuerda Juan Ruiz, de 72 años. Junto a él acudieron desde el Levante sus compañeros Pascual y Vicente, que acabaron en distintas aldeas. A Juan le tocó Cerralba, a la que llegó con 27 años y que acabaría convirtiéndose en su lugar de residencia. Todavía hoy, allí le llaman 'El Valenciano', apodo que le pusieron en realidad a casi todos aquellos primeros colonos que llegaron desde esa comunidad. «Cuando vine aquí todo esto era campo. Yo vivía en un barracón que había donde me hicieron una pequeña casa sin luz y con el agua de una alberca», comenta. Con mil duros que le dio su padre y otros mil que le dejó su tío, Ruiz se plantó en las tierras del Guadalhorce con su mujer y una hija de nueve meses.
Durante una década vivió en el campo, hasta que construyeron el poblado de Cerralba, con 80 y tantas casas, una de las cuales fue para él. En la vecina Zalea, los hermanos Francisco y Gabriel Rosas eran unos niños cuando llegaron al pueblo. Tras años viviendo en un cortijo en medio de la nada, a su padre le arrendaron una parcela, una casa, un mulo, un carro y varias vacas. Fue hace ahora más 40 años, pero los recuerdos que les quedan son buenos. «En el campo no teníamos ni luz, ni agua, ni nada... llegar aquí fue una alegría». Por primera vez, Paco, Gabriel y sus hermanos se vieron rodeados de niños con quienes jugar, aunque también hubo que trabajar duro. Pese a que su padre ya falleció, la familia todavía conserva la antigua casa, una de las más grandes de Zalea y que se mantiene casi igual que el primer día. Sin embargo, ni allí ni en los núcleos cercanos apenas queda nadie que viva de la agricultura, que hace tiempo que dejó de ser rentable.
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