

Secciones
Servicios
Destacamos
La historia del XIX en Málaga es la historia de sus grandes familias, auténticas artífices del esplendor de una ciudad que desde mitad de siglo acogió con los brazos abiertos a todo aquel que viniera a probar suerte, a poner a prueba su talento y a hacer fortuna. Fue el caso de las grandes sagas de los Heredia y los Larios, que han llenado páginas y páginas de los libros de historia no sólo por los fabulosos legados que amasaron sus patriarcas, Manuel Agustín Heredia y Martín Larios, sino por las relaciones familiares -muchas cruzadas- que se establecieron entre ambas. Ya fuera por negocios o por matrimonios en común, ambas familias llevaron existencias paralelas y, al menos en esas primeras generaciones, disfrutaron de todos los lujos y ventajas que representaba el ser (y saberse) parte de esa nueva burguesía que puso los pilares de la Málaga de hoy.
Ahora bien, no todos corrieron la misma suerte en lo que se refiere a la administración y la conservación de sus fortunas. En el caso de los Larios, sus descendientes consiguieron no sólo mantener el legado de Martín sino ampliarlo; pero en el de los Heredia no ocurrió lo mismo. De nada sirvió que Manuel Agustín fuera considerado el primer gran capitalista de España y de que a su muerte dejara una herencia que al menos garantizaba el confort de las generaciones futuras. La ruina de gran parte de la familia fue un hecho y todos aquellos que interpretaban las relaciones Larios-Heredia no sólo en términos de amistad, sino también en el de la competencia no siempre sana, dieron por ganadores a los primeros en el podio simbólico de una ciudad que durante décadas creció al abrigo de ambos.
Ese declive, paulatino y asumido por sus descendientes, tuvo en Amalia Heredia Livermore (Málaga, 1830-1902), décima hija de los doce que tuvieron el todopoderoso industrial riojano e Isabel Livermore Salas, un efecto directo y, además, compartido por el resto de la saga. Su caso es digno de mención porque la suya tendría que haber sido una vida plácida y acomodada, no sólo por la fortuna que heredó de su padre, sino por su matrimonio con otro de los grandes representantes de aquellas familias que dieron lustre a la ciudad: Jorge Loring Oyarzábal (1822-1900), marqués de Casa Loring y, al igual que su suegro, un hombre de negocios brillante e incluso visionario.
Los marqueses de Casa Loring pasarían a la historia local como una de las parejas más relevantes e influyentes en todos los órdenes, desde el económico al político y, por supuesto, el social. También porque hicieron de su residencia, la finca de La Concepción -que adquirieron tras su boda- el epicentro de esa vida soñada y ganada gracias a la cuna pero también a los negocios del cabeza de familia. El palacete y el jardín exótico al que dieron forma después de una luna de miel de seis meses recopilando especies botánicas de todo el mundo eran la joya de la corona, pero también su espectacular colección de arte y antigüedades, otro palacete en Madrid que el matrimonio utilizaba en sus numerosas visitas a la capital y una residencia en Hoyo de Esparteros que Amalia recibió en herencia tras la muerte de su padre.
Pero aquel legado, llamado a solucionar o al menos a hacer más confortable la existencia a los hijos vivos de los nueve que tuvieron, experimentó un considerable declive en los últimos años del matrimonio Loring Heredia. Tanto es así que esa ruina quedó reflejada en los dos últimos testamentos que hizo Amalia, dos documentos de gran valor histórico rescatados por la profesora de Historia de la UMA Eva Ramos Frendo en un extraordinario estudio publicado en la revista 'Isla de Arriarán' en 2005.
Ambos escritos, redactados respectivamente en 1896 y en 1898, están realizados en puño y letra por la propia Amalia unos años antes de morir, y en ellos se refleja el anhelo de la gran dama de la burguesía malagueña por dejar a sus hijos una vida a la altura de la existencia «acomodada y feliz» que ella llevó. Pero también las dudas sobre el patrimonio que tanto ella como su esposo amasaron, sobre todo en el caso de que fuera ella la que falleciese en primer lugar y Jorge Loring quedara viudo. «Les suplico a mis hijos -escribe Amalia- no le pidan [a su padre] cuenta del caudal que yo aporté al matrimonio, porque a pesar de los buenos deseos e incesantes trabajos de mi marido, ha estado en ocasiones muy mermado nuestro capital, habiendo yo aceptado siempre las consecuencias de todas las operaciones que ha hecho, y siendo evidente para mis hijos que, gracias a su laboriosidad, he vivido toda mi vida con decoro y comodidad y le he merecido a mi marido las atenciones más exquisitas y la mayor comodidad».
En ese primer testamento, Amalia se encomienda al deseo de que los últimos años de vida de su marido «sean más tranquilos y pueda dejar un buen caudal a sus hijos», consciente, sin duda, de que la situación financiera de la familia ya no era la más boyante, y con la súplica a sus vástagos que «no hostilicen a su padre para que entregue nada y pueda vivir como si yo no faltara».
Pero no fue fácil ese equilibrio, de hecho no hizo falta que fallecieran Amalia y Jorge para que la familia se diera cuenta de que la ruina era un hecho: un año después de ese primer testamento, en 1897, la pareja se vio obligada a vender al Museo Arqueológico Nacional parte de sus valiosos bronces jurídicos, entre ellos la Lex Flavia Malacitana, un conjunto de cinco tablas de origen romano con los estatutos de la nueva ciudad malacitana con los que el matrimonio Loring Heredia fortalecieron su fabulosa colección de arte. Aquella transacción se realizó, probablemente, cuando Jorge Loring ya estaba enfermo y, según recoge la profesora Ramos Frendo, «sin sus facultades bastante claras para dirigir sus negocios». A la venta de la Lex Flavia se sumó, también en esos años, la del palacete de Madrid donde la pareja pasaba largas temporadas, de modo que tampoco eso pudo quedar como legado para sus hijos.
Sobre el resto del patrimonio en ese primer testamento, Amalia fija el siguiente reparto: a su hija Amalia Loring y su esposo, el político Francisco Silvela (su yerno favorito y hombre de máxima confianza), les deja la finca de La Concepción y las tierras anexionadas, así como todos los efectos que se encontraran en el interior de la finca, ya que era consciente de que sólo ellos serían capaces de mantener esa villa en manos de la familia. «Ellos serán la cabeza de mi familia cuando faltemos mi esposo y yo», escribe la matriarca, añadiendo el ruego de que en el caso de no poder mantenerla, vendan el resto de los bronces romanos «y otras antigüedades de valor».
La segunda gran propiedad de Amalia, que ella misma había recibido tras la muerte de su padre, Manuel Agustín Heredia, es la casa de Hoyo de Esparteros, que deja en herencia a su hija Concepción junto con los muebles, cuadros y efectos que había en ella. Al resto de vástagos y nietos los compensa con recuerdos y joyas familiares de gran valor para la saga: es el caso de otro de sus hijos, Jorge, a quien le lega los muebles del palacete de Madrid; o de Isabel, a quien cede dos cajas de cubiertos de plata. A María, otra de sus hijas, le deja «los encajes míos mejores llamados Argentan»; y a sus yernos, sus mejores libros -la biblioteca del matrimonio también tenía un incuestionable valor. Los nietos, en ese primer testamento, recibirían recuerdos más o menos valiosos en lo económico pero sí en lo sentimental: abanicos, encajes, joyas o cuadros.
Ese primer texto escrito de puño y letra por Amalia en 1896 experimenta un considerable cambio dos años después, sobre todo porque es ahí donde la gran dama de la burguesía malagueña admite sin rodeos que la situación económica de la familia «es cada vez más falta de recursos y temo vayamos pronto a una suspensión de pagos; y hasta que a mi muerte sea preferible para mis hijas no aceptar la herencia que pueda dejarles». Y añade: «Las pocas fincas que me quedan de las que me dejaran mis padres deseo vender para seguir pagando lo que pueda y todas esas consideraciones me hacen desistir de los donativos y recuerdos que instituía en mi anterior testamento de hace dos años, que dejo aquí para que mis hijas vean que las he tenido presentes a todas».
Sobre las causas de esa merma en la fortuna de los Heredia, al menos en la rama de Amalia y Jorge, la profesora Ramos Frendo explica que tienen que ver con el «porvenir de una mina». A pesar de que no se especifica el nombre, la especialista señala que Amalia pudo referirse a las minas de carbón de Belmez y Espinel (Córdoba) «y al capital que invirtieron en la creación del ramal que permitiera conectar dichas minas con Córdoba a través del ferrocarril, buscando así solucionar los problemas de la industria metalúrgica malagueña».
Pero no es sólo la ruina de la familia la que se cuela entre las líneas de ese segundo testamento. También la profunda angustia de Amalia, que deja constancia, literal, de que «al escribir este testamento estoy en la mayor amargura». En otro extracto de su escrito llega a decir que tiene «el alma traspasada de angustias». Las deudas, la enfermedad de su esposo por un ataque de hemiplejía, el asesinato de su hijo Manuel por parte del periodista Francisco de Asís García Peláez y la certeza ya clara de que sus hijos no van a llevar la vida acomodada de la que ella disfrutó dibujan la imagen de una mujer vencida por las circunstancias. La situación es tal que incluso La Concepción, su gran tesoro familiar, se encuentra hipotecada al marqués de Vallejo por 100.000 pesetas, poniendo en serio peligro el deseo de Amalia de que al menos ese bien quedara en manos de la familia Heredia.
Más allá de la crisis económica extrema, la esposa de Jorge Loring hace hueco en su testamento para que sus hijos sepan cómo quiere que sea su despedida: «Es mi voluntad que sea enterrada muy pobremente, sin una flor y a deshora, en el panteón mío y el de la familia Heredia, y al lado de mi esposo, si es posible». El lugar, el Cementerio de San Miguel, donde también reposan los padres de Amalia, Manuel Agustín Heredia e Isabel Livermore Salas, aunque en este último caso no en el panteón familiar sino en uno propio, y fastuoso, adosado a la capilla del camposanto.
La muerte de Amalia, en 1902, representó en efecto un duro golpe para sus hijos, que vieron cómo dos años antes fallecía su padre, Jorge Loring, y cómo esa vida que ambos pretendieron para sus descendientes no iba a ser posible. De hecho, menos de una década después de que Amalia Loring y Francisco Silvela heredaran la Finca de La Concepción, la familia tuvo que deshacerse de ella ante la incapacidad de afrontar las deudas que generaba la villa.
La transacción se cerró en 1911 y los compradores fueron Rafael Echevarría y Amalia Echevarrieta, un matrimonio de Bilbao que amplió los jardines y que mantuvo el esplendor de aquella joya botánica hasta la muerte de ambos y la posterior decadencia en la década de los 60. La situación se mantuvo hasta que en 1990 la finca fue adquirida por el Ayuntamiento de Málaga por 600 millones de las antiguas pesetas. Empezaba así un nuevo capítulo en ese pulmón verde ganado para la ciudad pero perdido para una de las familias que con más brillantez y tesón construyó la Málaga del XIX. El esplendor y la ruina de los Heredia, que con tanto dolor dejó recogidos Amalia en sus últimas voluntades.
Publicidad
Encarni Hinojosa | Málaga
Lucas Irigoyen y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.