De cómo un pimpi vendió la catedral de Málaga a un guiri por ciento cincuenta mil pesetas
Hace como dos años fue la última vez que lo vi. Era un hombre alto, de casi metro noventa, con largo bigote. Vestía traje de chaqueta de colores claros y se acompañaba de un bastón a manera de adorno, como los patriarcas gitanos. Solía verlo bajar por Dos Aceras -quizá viniese de Capuchinos o de la Cruz Verde– y llamaba la atención de los viandantes por su porte y elegancia. Parecía una persona salida de otra época. (Inciso: Si quieren saber cómo era, no tienen más que buscar una foto de Benito Pérez Galdós, con el que guardaba un gran parecido). Se paraba a hablar con los camareros de los restaurantes turísticos. No faltaba a misa los domingos en la catedral. A sus guardias les contó cómo, siendo joven, vendió la catedral a un guiri.
La noticia la publicó Diario SUR el 4 de mayo de 1971. Un anónimo periodista recogía el rumor extendido por la población de que alguien había vendido la Catedral de Málaga a un turista australiano por ciento cincuenta mil pesetas. El suceso se matizaba con expresiones como «según se dice», ya que contaba el cotilleo para «egocijo de nuestros lectores». El vendedor del primer templo de nuestra ciudad no fue otro que el pimpi del que les hemos hablado al principio de este artículo.
Un pimpi era un chavea que ayudaba a los marineros que llegaban a nuestro puerto en la búsqueda de tabernas y, a veces, de alguna compañía femenina. Con el paso del tiempo, el término vino a denominar en Málaga a los jóvenes que asistían en las tareas de descarga de los barcos y a los guías que acompañaban a los turistas. Pimpi es palabra malagueñísima. Juan Cepas, en su Vocabulario popular malagueño, lo define como «acompañante o guía de turistas».
Un día, un pimpi avistó en la plaza del Obispo a un turista que manifestaba por su atuendo ser portador de gran cantidad de divisas. Lo acompañó a visitar la catedral y al extranjero le sorprendió verla vacía. (Otro inciso: Considere el lector que, por entonces, Málaga no sufría la actual invasión turística). Decíamos que la iglesia estaba vacía, a lo que el pimpi explicó al australiano que la gente ya no iba a la catedral, que no aportaban el dinero necesario para mantenerla en las mejores condiciones, que el pueblo había dejado de ser católico y que las misas apenas contaban con la asistencia de fieles de antaño.
El guiri no paraba de elogiar la belleza del monumento y, entonces, el timador le contó la patraña de que el cabildo de la catedral había decidido vender el templo. «La noticia puso las orejas tiesas al inversionista que, acto seguido, se interesó por la posible venta de la catedral». En ese momento apareció –oportunamente– un señor bien trajeado que afirmó ser un capitoste muy importante que, precisamente, estaba encargado de la venta de la catedral.
Pero el australiano no se decidía. Su principal reparo estribaba en si era posible desmontar un edificio tan grande pieza a pieza, para poder embarcarlo y llevárselo a su país. El pimpi y su compinche le tranquilizaron al respecto. ¿No se estaba reconstruyendo en esos momentos un templo egipcio en la mismísima capital de España? ¿No se habían llevado hasta Roma obeliscos de la época de los faraones? ¿No se habían desarmado templos románicos, de muchísima más antigüedad que el que estaba viendo, y se habían vuelto a edificar en otros países lejanos? ¿Por qué no iba a poder desmontar la Catedral de Málaga? Además, es seguro que quedaría muy bien en cualquier ciudad australiana. No tenía nada más que reparar en la pureza de sus líneas y en la extraordinaria calidad de su piedra…
El inocente guiri picó y pagó allí mismo como señal nada menos que ciento cincuenta mil pesetas. (Un último inciso: En 1971 eso es lo que costaba un Seat de gama media). En el periódico donde recogemos esta sorprendente historia no se precisa a cuánto ascendía el coste total del primer templo de la diócesis, cantidad que debía de ser abonada más adelante por el turista para poder cerrar la operación.
Aseguraba el periodista del rotativo malagueño que «el rumor no ha podido aún ser confirmado». Desconocemos cómo acabó esta historia, que tiene visos de ser cierta, al menos en sus líneas fundamentales. Imaginemos que el turista acabó embarcando en algún suntuoso transatlántico y que, meses más tarde, apareció en el puerto un carguero dispuesto a llevarse la Catedral de Málaga piedra a piedra. Se descubrió entonces el engaño, noticia que recogió puntualmente nuestro periódico. Y el reportero fantasea figurándose al pimpi y a su compadre brindando con Pedro Ximénez a la salud del acaudalado australiano.
El segundo sospechoso: un turista americano
La historia de la venta de la Catedral de Málaga también ha sido recogida por José Luis Maldonado Pérez en la obra colectiva Memorias cortas de esfuerzos largos. Este malagueño recuerda que el estafado no era un turista australiano, sino americano, de los que les encantaba coleccionar cosas antiguas. En aquellos días –aunque este extremo no ha podido ser confirmado por este cronista– en la fachada de la catedral estaban instalados unos andamios, pues el templo pasaba por un proceso de limpieza y restauración. Nuestro pimpi se acercó al desprevenido turista y este le preguntó si es que estaban desmontando la catedral. A nuestro guía no se le ocurrió otra cosa que contestar que estaba en lo cierto: ya se había desarmado una torre, como podía comprobar, y el andamiaje que veía se había puesto para continuar con las labores de desmontaje. Y ni corto ni perezoso añadió que en el solar se iba a construir un rascacielos. El americano preguntó si la catedral estaba en venta, a lo que el pimpi contestó: «No sé. Me puedo enterar». Y así comenzó a urdirse esta divertida estafa.
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