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maría teresa lezcano
Domingo, 7 de junio 2020, 00:13
Tal día como hoy nacía Alois Hitler, que tendría el infame honor de engendrar a Adolf, y moría el Jefe Seattle, quien le vendió al hombre blanco sus territorios para evitar la masacre de su pueblo.
Siete de junio de 1837, municipio de Dollersheim, Baja Austria. Nace Alois Schicklgruber, hijo de una campesina soltera de cuarenta y dos años cuyo certificado de bautismo del neonato, al no colar la excusa de la inmaculada concepción, adornó el correspondiente sacerdote con el adjetivo de «ilegítimo». Antes de convertirse en el padre de la bestia, pasó Alois a apellidarse Hiedler tras las nupcias de su madre con Johan Georg Hiedler, aunque la nominativa ratificación oficial no se completaría hasta bien alcanzados los treinta y nueve años y nunca se pudo confirmar si el padre biológico de Alois fue el mencionado Hiedler o un tal Leopold Frankenberger, de origen judío para mayor escozor de su posible nieto de profesión führer.
En el ínterin equilibrista entre los dos apellidos, Schicklgruber/Hiedler se marchó a Viena como aprendiz de zapatería y, tras haber remendado suelas y empeines durante cinco años, se dejó reclutar por el gobierno austriaco para unirse a los guardias fronterizos, de dónde fue escalando puestos en el funcionariado de aduanas. Llegado el momento del cambio apelativo de Schicklgruber a Hiedler, al registrador de la oficina del gobierno encargado de rubricar el nuevo acompañamiento nominal de Alois le tembló el pulso o le dio un astigmatismo súbito, no se sabe, y el apellido que le endilgaron fue el de Hitler, de tal manera que el infame Adolf, que por lo demás era aún por aquellos días un espermatozoide encanijado, hubiera debido en realidad haber sido Adolf Hiedler.
Antes sin embargo de la fecundación en la señora Hitler del óvulo adolfino, habían nacido cinco pequeños Hitler de cuyo total tres no alcanzarían la adolescencia, bien podría haber ocurrido lo mismo con el sexto pero el azar es siempre caprichoso y a menudo retorcido y éste creció lo suficiente para llevar a cabo un holocausto de ritmo wagnerianao. Previamente a todo esto, Alois se fue al bar donde bebía diariamente su copa de vino mientras leía el periódico y allí le dio un colapso por derrame pleural, treinta años antes de que su hijo Adolf se convirtiera en canciller de Alemania y cuarenta antes de que el cerco de Stalingrado le empezara a desequilibrar el nacionalsocialismo al retoño invasor. Tschüss.
Veintinueve años después del nacimiento austriaco de Alois Hitler, moría en la reserva suquamish de Port Madison, Washington, el Jefe Seattle, nacido como See-ahth. Fue Seattle hijo de Schweabe, líder de la tribu amerindia suquamish y de una nativa duwamish, y ganó su reputación de guerrero y de líder emboscando y derrotando a tribus vecinas que codiciaban los territorios de Seattle y le caían en cascada desde la Cascade, que no era un gran chorro de agua sino una cadena montañosa; defensa territorial que iba alternando con atacar a su vez a los chemakun y a los s´klallam que habitaban la llamada Península Olímpica y a los que olímpicamente sacudía a machetazo para no perder el hábito guerrero.
Mientras tanto el entonces presidente de los Estados Unidos de América, a la sazón Franklin Pierce, le había echado el ojo a los whashingtonianos territorios del Jefe Seattle y le envió a éste una misiva en la que le hacía una oferta de compra de todas sus tierras a cambio de una reserva pacífica. El Jefe Seattle le remitió entonces a Pierce la famosa carta que comenzaba diciendo «El gran jefe blanco de Washington ha ordenado hacernos saber que quiere comprar las tierras. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras» y concluía con «La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia», evitando de este modo la masacre a la que su pueblo sería sometido.
Una vez realizada la compraventa, se dijo Seattle, de perdidos al río y de reservados a católicos, y se hizo bautizar con toda su prole por si el el dios del hombre blanco existía y sus praderas era mayores que las que le habían quedado tras el tratado que, al tiempo que había evitado la probable extinción de su pueblo, lo había desacreditado ante numerosas tribus aliadas que le adjudicaron apelativos de toda índole, siendo los más benignos el de cobarde y traidor. Como el propio Seattle dijo en la carta dirigida al gran jefe Pierce: «No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Mas tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo». Oh, man.
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