Marbella en 1920 SUR.ARCHIVO

El otro Miramar, un hotel pionero en el desarrollo de la Costa del Sol

Tribuna de la Historia ·

A mediados de la década de 1920 en la capital se había consolidado una pequeña pero notable planta hotelera de lujo con el Caleta Palace o el Miramar. A esta reducida nómina de pioneros hay que sumar el Miramar de la Huerta de San Ramón, junto al casco urbano de Marbella

Víctor Heredia

MÁLAGA

Domingo, 15 de diciembre 2019, 20:06

A mediados de la década de 1920 Europa parecía superar los traumas y los efectos de la Gran Guerra. Una cierta estabilidad se asentaba en el continente y la prosperidad alegraba tímidamente la economía después de los desastres de la guerra. Lo que sí emergía con fuerza eran unas enormes ganas de disfrutar del momento, de aprovechar las posibilidades de viajar y de conocer mundo olvidando los horrores del pasado. Los viajes de placer se generalizaron entre aquellos que podían permitirse ese lujo y el turismo experimentó un gran impulso.

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El litoral malagueño ya aparecía entonces como un destino casi desconocido pero con unas amplias posibilidades. La suavidad del clima durante todo el año, la existencia de playas apenas holladas y soleadas (justo cuando se empezaba a valorar el turismo cálido) y el exotismo de una región atrasada respecto al frío norte europeo y cercana a África, eran ingredientes suficientes para atraer a un todavía reducido grupo de turistas que llegaban por vía marítima al puerto de Málaga o, en mayor cantidad, al de Gibraltar. La colonia británica era un buen punto de partida para iniciar el recorrido a bordo de un automóvil por una costa que aún no tenía nombre propio pero que reunía múltiples atractivos.

Entre ellos no estaba precisamente el de una oferta de alojamiento de calidad. Solo en la capital malagueña se había consolidado una pequeña pero notable planta hotelera de lujo con establecimientos como el Caleta Palace, reconstruido en 1919, o el Miramar, inaugurado como Príncipe de Asturias en 1926, además de otros de menor tamaño como la Hacienda Giró (que después de la guerra reabriría como Hotel Belaire), el Regina y los hoteles de la calle Larios. En el litoral occidental de la provincia apenas había alojamientos dirigidos para esa nueva y creciente clientela de alto poder adquisitivo. Aparte de las tradicionales fondas y pequeños hoteles urbanos pensados para dar albergue a viajantes de comercio o viajeros ocasionales, sin pretensiones ni ganas de gastar demasiado, la oferta era escasísima. A finales de la década abrió sus puertas en Torremolinos el Castillo de Santa Clara, cuando su propietario, Mr. Langworthy, lo arrendó a los Hawker para que funcionara como hotel aprovechando su magnífica ubicación en la Punta de Torremolinos.

Por aquel tiempo también empezó a funcionar la Fonda de la Cala de los Pinos, en Las Chapas, modesto establecimiento situado en la playa y regido por el alemán Reinhold Tschuschke, que antes había tenido un restaurante en Málaga y antes aún había recorrido Europa con su corte de enanos en un espectáculo denominado Liliput. Aquí, entre la sierra y la playa, el escritor hispanocubano Alberto Insúa encontró su particular paraíso en la que él llamaba Costabella a finales de 1930.

También a principios de los años treinta el matrimonio británico Owen puso en marcha el Orilla del Mar en Calahonda, que ofrecía un minigolf en sus instalaciones y se anunciaba como un oasis de paz entre los pinares y el mar y junto a la carretera que iba a Gibraltar. La pensión diaria costaba entre 18 y 20 pesetas. En 1934 Carlota Alessandri inauguraba el Parador de Montemar que ampliaba la aún modesta capacidad de alojamiento de Torremolinos con siete habitaciones en la zona próxima a La Carihuela.

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Todos estos establecimientos se caracterizaban por su pequeño tamaño, su clientela casi exclusivamente extranjera (y en su mayor parte de origen británico) y un trato familiar que ofrecía ciertas comodidades añadidas a las bondades de un litoral paradisíaco con un clima sumamente benigno.

A esta reducida nómina de hotelitos pioneros hay que sumar el Hotel Miramar que existió en la Huerta de San Ramón, junto al casco urbano de Marbella. El Miramar tenía una peculiaridad que lo distinguía de los mencionados, ya que estaba gestionado por españoles. En concreto, por el matrimonio formado por José de Laguno Cañas y Agustina Zuzuarregui Sotto-Clonard. Antes de llegar a Marbella José y Agustina habían vivido en Madrid, donde él trabajaba en el Banco Hispano Americano, hasta que se trasladaron a Cuba, isla en la que poseían dos fincas en las cercanías de Baracoa, la ciudad más antigua del país. En 1929 vendieron las dos propiedades, La Asunción y Las Prietas, justo en los momentos previos al desplome de la Bolsa de Nueva York.

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Decidieron regresar a España, desembarcando en Gijón para establecerse seguidamente en San Sebastián. Por consejo médico, a causa de la enfermedad de una de sus hijas (el matrimonio tuvo once vástagos), cambiaron el Cantábrico por el Mediterráneo, desplazando su residencia a Valencia. Pero este destino no les convenció y don José se decidió a hacer una encuesta postal entre los párrocos del litoral andaluz. Entre las respuestas recibidas la que más le interesó fue la de José García Morón, por entonces al frente de la parroquia de Marbella. Gracias a las gestiones del párroco se instalaron finalmente en la ciudad y adquirieron en 1930 la Huerta de San Ramón, una finca situada entre la carretera (que acababa de ser asfaltada) y la playa con viña, arboleda y huerta. Disponía de una casa de labor junto a la que construyeron un chalé grande para acoger a una familia ya más que numerosa. Animados a vivir de la producción agrícola de la finca, los decretos agrarios de la recién proclamada República les obligaron a contratar a más jornaleros de los que necesitaba la explotación y puso a la familia contra las cuerdas. Entonces, en una reunión familiar celebrada en Madrid surgió la decisión de emprender una aventura empresarial diferente: la apertura de un hotel. Seguramente en esta decisión influyó José Zuzuarregui, hermano de Agustina, abogado, concejal y promotor de las bondades del litoral marbellí.

Todas estas informaciones proceden de la prodigiosa memoria de doña Josefina de Laguno, hija de los fundadores del Hotel Miramar y testigo de su corta e intensa historia a sus actuales 99 años de edad. Después de hacer las reformas necesarias, la familia se instaló en la casa primitiva de la huerta y el chalé se transformó en un pequeño alojamiento de unas diez o doce habitaciones que fue inaugurado el domingo 15 de octubre de 1933. El día anterior las instalaciones fueron visitadas por cuatrocientas personas del pueblo, obsequiadas por los propietarios con una merienda. En el periódico malagueño «El Cronista» se publicó la noticia de la apertura, destacando la asistencia de las autoridades locales y la excelente ubicación del nuevo establecimiento, próximo al casco urbano y lindante con la mejor playa para baños de Marbella. Todavía se estaba completando el equipamiento del hotel con un frondoso parque, una pista de tenis y un aparcamiento. El corresponsal afirmaba con preclaro juicio: «Marbella es todavía la perla desconocida. Ha sido un gran acierto fomentar la industria hotelera y con ella el turismo en la pequeña ciudad, abriéndole cauces de progreso a su porvenir turístico magnífico». El convite se celebró en la terraza, que gozaba de unas magníficas vistas sobre el litoral y en la que lucía el letrero luminoso con el nombre del hotel.

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El nuevo establecimiento se inscribió como hotel de lujo y realizó una amplia campaña publicitaria en medios anglosajones y de Marruecos, editando un pequeño folleto en inglés y francés con un listado de los servicios y precios que ofrecía, costando la pensión completa 15 pesetas diarias. Su clientela procedía principalmente desde Gibraltar y de los hoteles más importantes de Málaga, como el Miramar o el Caleta Palace. Alojaban a grupos de estudiantes de Oxford y Cambridge en la temporada invernal y también recibieron huéspedes españoles como Bernabé Fernández Sánchez, creador del Ceregumil, o Norberto Goizueta, quien en 1934 adquirió la Hacienda Guadalmina. Uno de los atractivos del local era el restaurante, con un menú de carácter internacional. Fernando de Laguno añade a esta nómina de clientes al escritor y político Alberto Insúa, ya mencionado y buen conocedor de las excelencias de la costa de Marbella.

El prometedor futuro del hotel, que ya utilizaba en su publicidad el concepto de costa soleada, siendo quizás el primer uso de la idea de Costa del Sol, se truncó por el tenso ambiente social que vivía el país. Durante los meses iniciales de la Guerra Civil la familia vivió en un permanente estado de asedio, entre continuas amenazas de los milicianos y sobreviviendo gracias a la ayuda que recibían de los pescadores de la zona, agradecidos por la labor social que habían desarrollado abriendo una escuela nocturna. Los colchones y ropa de cama fueron requisadas para el hospital y no se pudieron recuperar hasta enero de 1937.

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El hotel reabrió, pero la demanda de alojamiento era muy escasa. Solo algunas familias del interior acudían a Marbella y los extranjeros habían desaparecido con la guerra. Los Laguno Zuzuarregui finalmente tomaron la triste decisión de abandonar esta aventura empresarial, trasladarse a Málaga y vender la finca. De esta manera la Guerra Civil puso un punto y final en la breve trayectoria hotelera del Miramar, al igual que ocurrió con otros similares como el Orilla del Mar, cuyos dueños se marcharon al comienzo de las hostilidades, o la fonda del alemán de Las Chapas. Para la Costa del Sol fue un largo punto y aparte, un parón en un camino que estaba apenas iniciado hacia el centro del turismo mundial.

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