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Del escritor sediento alactor monstruoso

Albas y ocasos ·

Tal día como hoy nacía James Joyce, que se convertiría en miembro destacado del modernismo anglosajón y en uno de los escritores más influyentes del siglo XX, y moría Boris Karloff, inmortalizado por sus películas de terror.

María Teresa lezcano

Domingo, 2 de febrero 2020, 01:21

2-2-1882 / 13-1-1941

James Joyce

Dublín, dos de febrero de 1882. Nace James Augustine Aloysius Joyce, cuyo futuro universo literario, pese a pasar la mayor parte de su vida adulta fuera de irlanda, siempre estaría vinculado a su ciudad natal. Su padre, vendedor de licores y dueño de un garito cercano a su casa, se arruinó cuando James tenía nueve años, probablemente porque Joyce senior, de nombre John Stanislaus, se bebió el negocio con notable fruición, propiciando, además de la desgracia familiar, el modelo de borracho y gandul que recogería en herencia su hijo como el Earwicker de su novela Finnegans Wake. La bancarrota familiar, además de dejar al padre sin whisky del bueno, dejó al hijo sin el aristocrático colegio al que asistía, el cual se vio sustituido por una escuela gratuita de los Hermanos de la Doctrina Cristiana en la que rumiaría sus primeras rebeliones contra el conformismo irlandés. A los veinte años se marchó a París con la finalidad de estudiar medicina pero se quedó anclado en la anatomía femenina y en la literatura y regresó a Dublín a tiempo para conocer al terrorista que inspiraría el Kevin Egan de su Ulises, para ver morir a su madre y aventurar los primeros apuntes de su Retrato de un Artista Adolescente, y para reanudar la sedienta tradición familiar y tal vez también patria, tras lo cual regresó al continente y se instaló en Trieste con Nora Barnacle, de la que se separó para huir a Roma y seguir bebiendo sin injerencias conyugales. Regresó sin embargo a Trieste, donde Nora acababa de dar a luz en la sala de indigentes de un hospital, aunque la paternidad le daba al hijo del licorero cada vez más sed y pronto se cansó de beber en Italia y huyó nuevamente a Dublín para emborracharse célticamente mientras se iba inoculando los gérmenes ambientales que le contagiaría a su Ulises. Tras huir de la Gran Guerra en Zúrich, Joyce regresa a París, donde su casa se convierte en punto de encuentro de escritores de habla inglesa en Francia, aunque alterna varias estancias en Suiza para operarse de los glaucomas que le venían encegueciendo y para internar a su hija Lucía en un sanatorio susceptible de atajarle la esquizofrenia furiosa que nunca la abandonaría. Fue en Zúrich donde a James se le perforó el duodeno de tanto usarlo etílicamente, y en cuyo cementerio Fluntern fue y sigue enterrado. Desde su tumba no se atisba el mar norteño de su Irlanda natal aunque si se oyen los rugidos de los leones del zoológico de Zurich. Menos da una piedra dublinesa.

23-11-1887 / 2-2-1969

Boris Karloff

Ochenta y siete años después del nacimiento dublinés de James Joyce, moría en Sussex William Henry Pratt, Boris Karloff para la eternidad cinematográfica. Pratt vio la luz en Londres, como él mismo gustaba de señalar «un año antes de que en el Soho Jack el destripador se dedicara a desventrar mujeres. ¿No es una curiosa premonición?», y Boris Karloff nació en un trayecto canadiense en tren para incorporarse a una compañía teatral de la Columbia británica. De Vancouver emigró Karloff a Estados Unidos, donde comenzó descargando automóviles en Los Ángeles y continuó descargando papeles varios en películas mudas y sonoras hasta que a Bela Lugosi, por aquellos días en la cima del cine de terror, se le ocurrió rechazar el papel del monstruo de Frankenstein por la escasez de diálogos y el exceso de maquillaje que ocultaría su talento natural; personaje que Karloff prohijó con tanta paciencia como efectividad: cinco horas diarias de maquillaje, con cera endurecida en los labios, cera derretida en los párpados, mandíbula postiza, betún en las uñas, cemento y alquitrán en piernas y brazos hasta sumar treinta y tres kilos de andamiaje corporal a los que había que añadir los zapatones con alzas de treinta centímetros. Tan impactante resultaba su aspecto en las distancias cortas que, al enfrentarse por primera vez a su presencia una de las secretarias de la Universal Pictures se desmayó de espanto. Como si no hubiera sufrido suficiente tortura caracterizadora, y con un intervalo peliculero que transcurrió con más pena que gloria, a Karloff le tocó pasar de nuevo por las manos maquilladoras de Jack Pierce para encarnar a La Momia, un alter ego de Imhotep que requería ocho horas de cotidiano embalaje corpóreo de gasas y vendas sobre pigmento animal y tres más para el desembalaje nocturno, y tras La Momia llegó Satanás y después de Satanás volvió Karloff a deslizarse bajo la piel del monstruo iniciático con 'La novia de Frankenstein' y 'El hijo de Frankenstein', esta última con Bela Lugosi interpretando al inefable Igor. Tras su muerte por neumonía a los ochenta y un años, a Karloff lo estrellaron dos veces, homenajeadamente hablando, en sendos enclaves del legendario Paseo de la Fama hollywoodense correspondientes al cine y a la televisión. Como dijo el propio Karloff: «Siempre he sido un monstruo muy feliz».

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