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Lawrence ocupa ahora la habitación de Lorca.
El compañero de piso de García Lorca

El compañero de piso de García Lorca

Lawrence Chillrud, un joven neoyorquino fan del Barça, ocupa la habitación en la que residió el poeta granadino durante su estancia en la Universidad de Columbia

Elena Martín López

Lunes, 12 de junio 2017, 00:51

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Las habitaciones suelen guardar secretos escondidos entre sus paredes. Cuartos de hospital donde la vida y la muerte han coincidido, suites de hotel que revelan historias prohibidas o despachos en los que se ha decidido el futuro del mundo. Algunos misterios son más fáciles de descifrar que otros, pero quien los descubre puede decir que ha encontrado un tesoro. Las habitaciones de las residencias universitarias no son una excepción. Hace unos meses, un grupo de amigos se encontraba en una de las estancias del John Jay, la icónica residencia de ladrillo enclavada en el vetusto campus de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Allí sentados, los jóvenes pupilos cavilaban sobre la vida y el futuro cuando uno de ellos preguntó: «¿Dónde estarán ahora todos aquellos que pasaron por nuestras habitaciones en el pasado?». Intrigados, empezaron a investigar sobre los antiguos ocupantes de sus dormitorios, y cuando le tocó el turno a Lawrence Chillrud, un estudiante neoyorquino de 18 años, el nombre de Federico García Lorca salió a relucir. En efecto, el poeta granadino había dormido entre sus cuatro paredes. «Alguien me comentó que en mi apartamento se había sido alojado un poeta famoso y tirando del hilo llegué a Lorca», cuenta a este periódico Lawrence, que reside actualmente en la estancia donde Lorca compuso buena parte de los versos de Poeta en Nueva York, una obra que debe mucho a lo que Federico veía a través de la misma ventana por la que también mira Lawrence todas las mañanas. En una de sus cartas a su familia, el genial escritor de Fuente Vaqueros, que había llegado a Columbia en junio de 1929 para estudiar inglés, describía el paisaje que se abría por esa ventana: «Mi habitación en John Jay es maravillosa, está en el duodécimo piso y puedo ver todos los edificios de la universidad, el río Hudson, y una vista lejana de los rascacielos blancos y rosados». 88 años más tarde de que estas líneas fueran escritas, Lawrence tiene una percepción parecida: «Las vistas son increíbles», dice asomando sus ojos por el cristal. Su figura enjuta encaja a la perfección en el pequeño habitáculo por el que se desliza con pasmosa agilidad tratando de recogerlo un poco ante la inoportuna visita de la periodista. «Intento mantenerla ordenada, pero no sé cómo se desordena», se disculpa entre risas retirando una taza de café y alguna caja con medicinas. Tampoco hay mucho más que ordenar. Apenas caben la cama, un armario empotrado, la mesa de estudio con una lamparita y una estantería con libros.

Al igual que Lorca atravesó una etapa de cierto desasosiego durante su época en el campus, Lawrence asegura que se encuentra en un momento incierto de su vida en el que aún no ha decidido hacia dónde encaminar su futuro. A la pregunta de qué está estudiando en Columbia responde con un sincero: «La verdad es que no lo sé... realmente estoy estudiando todo y a la vez nada, tengo asignaturas de humanidades y de ciencias y ahora, a final de curso, tendré que decidir qué carrera quiero hacer». El joven está a punto de concluir su primer año, el llamado Fundation Year, donde picotea un poco de todas las materias hasta dar con alguna que le guste. Entre las asignaturas de su programa destaca la de Literatura Universal, razón por la cual su estantería está repleta de grandes clásicos como El Quijote, Macbeth y La Odisea y obras de filosofía de Platón y Aristóteles. A Lorca promete incorporarlo pronto. Mientras Lawrence decide su vocación profesional (que garantiza no será la de poeta) se entretiene con otras actividades al margen de las académicas: su equipo de debate, con el que compite a nivel nacional contra otras universidades, y sus clases de swing. Es un buen orador, pero «un bailarín terrible», confiesa sin poder contener una larga carcajada. Además, como si estuviese reglado tener algún tipo de relación con España por vivir entre las paredes que arroparon a Lorca, Lawrence sigue de cerca la Liga, es fan del Barça (tiene una bufanda blaugrana colgada en la pared junto a otras dos del Manchester United y de Inglaterra) y un amante de la cultura española. Lleva cuatro años estudiando castellano y visita España con cierta frecuencia, concretamente Barcelona, donde vive un amigo de su padre (que es profesor-investigador en Columbia) que les invita todos los años. No ha estado nunca en Granada, aunque dice que le encantaría, «yes of course!», conocer la ciudad de la Alhambra y los rincones granadinos vinculados a su lejano compañero de habitación.

No le importa admitir que hasta aquella noche con sus colegas nunca había oído hablar de Federico García Lorca, ni de su dimensión como poeta y dramaturgo, ni de su asesinato en Granada en 1936, ni de lo simbólico de su figura, y menos aún de que es el «desaparecido más famoso, amado y admirado del mundo», como lo define su biógrafo, Ian Gibson, que sigue empeñado en buscar la fosa donde arrojaron el cuerpo de Federico tras su fusilamiento en la Guerra Civil. Pero ahora reconoce que siente curiosidad por leer a Lorca y descubrir el misterio que escondía aquel poeta en Nueva York cuando miraba a través de su ventana.

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