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Prisioneros del campo en una ventana de los barracones.
«Estaba en la cola del crematorio cuando vi aparecer a los soldados americanos. ¿Se lo puede imaginar?»

«Estaba en la cola del crematorio cuando vi aparecer a los soldados americanos. ¿Se lo puede imaginar?»

El Ejército de EE UU liberó a 32.000 'cadáveres andantes' del campo de concentración de Dachau hace ahora 70 años. Tres judíos supervivientes han regresado al infierno acompañados desus ángeles de la guarda. «Ese día estaba demasiado débil para besarles los pies. Hoy lo haré»

daniel vidal

Miércoles, 6 de mayo 2015, 00:35

El joven soldado del Tercer Ejército de Estados Unidos Donald Greenbaum, de 20 años, no supo distinguir el olor que emponzoñaba el aire a más de un kilómetro del campo de concentración de Dachau. «Debe de ser alguna especie de gas que han soltado los nazis», especulaba James Gentry, uno de sus compañeros en el frente. Los americanos no sabían lo que se iban a encontrar más allá de las alambradas y aquella extraña pestilencia no ayudaba a despejar las dudas. Tres divisiones con cerca de 20.000 hombres avanzaban hacia Múnich, el corazón del movimiento nazi, a pocos días del final de la Segunda Guerra Mundial.

Pero las órdenes eran claras. Antes debían tomar Dachau, un pueblo a 13 kilómetros de la ciudad, donde había «un depósito de suministros del ejército alemán». Lo recuerda hoy con nitidez Donald Greenbaum, con su visera de veterano en ristre y una agilidad envidiable para sus 90 años. Convertido en un exitoso empresario, acaba de llegar a Múnich desde su tranquila casa con jardín de Filadelfia para asistir al preestreno mundial del documental 'Los liberadores' (Canal Historia). Una cinta que protagoniza junto a otros veteranos de guerra y exprisioneros judíos a los que salvaron del infierno de Dachau, hace esta semana 70 años. «La información que nos llegaba era que allí guardaban munición, combustible para sus tanques, alimentos para las tropas... Simplemente había que acabar con la resistencia, limpiar todo aquello y seguir adelante». Solo que aquella información no tenía nada que ver con la terrible realidad.

Las tropas reptaron por los campos de Baviera hasta divisar cuarenta vagones para ganado en la entrada de las instalaciones. El hedor era ya insoportable cuando alguien corrió una de las puertas del tren. Cientos de muertos, restos humanos descompuestos, apilados, dieron una macabra bienvenida a los imberbes soldados yanquis. Los nazis no querían testigos de sus atrocidades. Las chimeneas de los crematorios y cámaras de gas seguían funcionando a pleno rendimiento. Algunos prisioneros todavía guardaban cola en el patíbulo cuando irrumpieron los aliados.

Ernest Gross, un judío ortodoxo de origen rumano que había esquivado la muerte mintiendo sobre su edad, era uno de ellos. Tenía 15 años, pero dijo que 17 para poder trabajar. Y pesaba lo que pesaban sus huesos, 38 kilos. «Estaba convencido de que ese día sería el último de mi vida -relata ahora que ha cumplido los 86-. Había llegado en tren a las nueve de la mañana y estaba muy hambriento. Me pusieron en una larga fila para ir al crematorio. Poco a poco iba avanzando, me encontraba cada vez más cerca, hasta que vi el edificio. Entonces me dije: 'Media hora y ya no sufrirás más'. Pero de repente escuché unos disparos y vi aparecer un jeep americano con cuatro soldados. ¿Se lo imagina?».

El espigado Joshua Kaufman, otro superviviente de 87 años, sintió lo más parecido a un milagro: «Una semana más y allí no queda nadie vivo. ¿Sabe lo que supone ver a un soldado americano salir de su tanque y cómo huyen los alemanes? Para mí, es comprobar que Dios existe y que en ese momento ha bajado del cielo». Kaufman y Ernie Gross jamás volvieron a ver a sus padres después de pasar por Auschwitz, donde les separaron de sus familias antes de trasladarles a Dachau. Allí llegaron pensando en la muerte y, cosas del destino, allí han regresado esta semana para dar las gracias a sus rescatadores. Lo han hecho rodeados de sus familias, de sus orgullosos hijos, de otra generación que solo ha conocido a Hitler por los libros de Historia. La sensación de victoria se palpa en el ambiente. Ernest Gross no se separa de su ángel de la guarda frente a la Casa de América en Múnich, donde se proyecta el documental. «Es mi hermano», aclara. Se refiere a Donald Greenbaum, que con James Gentry, Daniel Gillespie o Herman Cohn le salvaron la vida 'in extremis'. Estaban todos.

Ernie y Donald tienen una relación muy especial. Se nota en sus gestos, en sus miradas cómplices, en las bromas que se gastan. Gracias a una nota publicada en un periódico local de Filadelfia sobre los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, se reencontraron hace una década y ahora quedan a comer todas las semanas y dan charlas y conferencias en escuelas e iglesias sobre sus experiencias en Alemania. No hay un solo segundo que perder. «Para mí es muy emocionante volver aquí y poder contar mi historia. No me lo quería perder. ¡Estamos hechos unos chavales!», se crece Gross, que anda un poco duro de oído. Las pesadillas que aún les atormentan de cuando en cuando no han conseguido minar su sentido del humor.

«Por aquel entonces yo ni siquiera sabía lo que significaban las palabras 'campo de concentración'», echa la vista atrás el veterano Jimmy Gentry, de 88 años. Los cincuenta oficiales de las SS y los pocos soldados leales al Führer que permanecían en Dachau depusieron las armas cuando alguien gritó: «¡Americanos, americanos! ¡Liberación!» Las puertas de algunos barracones se abrieron tímidamente, aquello no era ni un sueño ni otra burla de los captores. Los americanos lograron rescatar aquel 29 de abril de 1945 a 32.000 personas de aspecto cadavérico, auténticos muertos en vida, en su mayoría judíos de diferentes nacionalidades. Los reclutas les bautizaron como the walking dead (los muertos vivientes). Se calcula que otros 40.000 prisioneros, de los más de 200.000 que pasaron por Dachau, murieron calcinados, gaseados, fusilados, torturados en experimentos médicos o simplemente por efecto de la inanición.

«Como un animal»

No fue el caso de Joshua Kaufman. «No quería morir por nada», sentencia rotundo. «No quería rendirme y eso me dio la fuerza necesaria para seguir adelante. Decidí sobrevivir». Con todo lo que eso implicaba en Dachau, el primer campo de concentración que construyeron los nazis y que sirvió de inspiración para el resto de los centros de exterminio. Kaufman rebuscaba en los bolsillos de los muertos, en las ropas de aquellos que no podían más y se acababan suicidando. «Siempre encontraba algo de comida, algún trozo de pan lleno de orina, de heces o de cientos de piojos. Lo limpiaba un poco y me lo comía rápido, porque sabía que si alguien me veía me lo quitaría. Llenaba mi estómago y ya estaba feliz. Ya estaba feliz por un día, como un animal».

¿Cuál fue el peor momento en el campo?

¡Todos! ¡Todo fue una tortura! ¿Se imagina trabajar durante 24 horas al día, todos los días, mientras ves morir asesinadas a miles de personas como tú?

El polaco Ben Lesser, otro de los judíos que fueron rescatados hace 70 años y que se han reunido estos días con sus liberadores, no daba crédito a lo que estaba sucediendo a su alrededor. Su hermana y su hermano pequeño se habían convertido en humo negro mientras él seguía esperando un destino incierto: «¡Era el infierno enla Tierra! ¡No era la Edad Media, era el siglo XX!», intenta razonar. «¿Cómo es posible? Mi hermano y mi hermana... ¡Cenizas!». Lesser aún recuerda el día que entraron en Dachau y leyeron la frase 'Arbeit macht frei' (el trabajo libera). «Fue un cierto alivio. Pensábamos que trabajaríamos y nos darían comida, porque todos los que íbamos en el tren estábamos hambrientos». Un espejismo al que no pudieron enfrentarse muchos de los compañeros de viaje de Lesser, que ni siquiera llegaron a su destino. Murieron en un trayecto que duró semanas sin agua ni comida. Rodeados de excrementos.

«Los bebés lloraban, las madres gritaban. No había ni ventanas y los cadáveres empezaban a acumularse en los vagones», continúa con el relato Joshua Kaufman. Incluso después de la liberación siguieron falleciendo personas, como un primo de Ben Lesser llamado Isaac. Y lo más triste, por comer. «Dos americanos que estaban delante de nosotros abrieron una lata de 'spam' (carne enlatada). ¡Olía tan bien! Nos dieron un poco y ese fue el error». La grave desnutrición que sufrían les pasó factura: su cuerpo no resistió el contraste entre el terror de Dachau y la felicidad de un bocado de carne. «Enfermamos de disentería. Mi primo murió esa noche en mis brazos». Ben vivió para contarlo y al final pudo reunirse con una de sus hermanas que también logró resistir. Los dos únicos de toda la familia.

«No hace falta un carnicero»

Joshua Kaufman, que sigue repartiendo tarjetas de publicidad de su negocio de fontanería en Los Ángeles (con 87 años aún atiende emergencias las 24 horas), tuvo que hacer de todo en Dachau para salvar el pellejo. «Llevando sacos de cemento de 50 kilos, pelando patatas, descargando camiones de limones y... en el crematorio. Mi labor era separar los cuerpos que venían congelados de las cámaras de gas, pegados los unos a los otros por el dolor. Madres con sus hijos. Hermanos y hermanas... No hacía falta ser un carnicero para hacer ese trabajo, solo un asesino a sangre fría».

¿Se arrepiente de algo de lo que hizo en Dachau?

¿Arrepentirme? No. Era sencillo: si no hacías lo que te mandaban, te mataban. Y yo quería sobrevivir. Rendirse era muy sencillo, pero yo quería celebrar un día como el de hoy, rodeado de mi familia, de mis hijas.

Le mereció la pena

Judy, Malkie, Rachel y Alexandra Kaufman, la pequeña, de 34 años, son cuatro bellezas que no dejan de besar a su padre. Le sirven zumo, le llenan el plato, le dedican carantoñas, achuchones y algún que otro consejo en las entrevistas con los medios de comunicación mientras el señor Kaufman se sigue despachando: «Todo el mundo cree en algo, pero yo no creo en Dios. Creo en los soldados americanos, en América. Ellos son mi Dios. Ellos me salvaron». El anciano fontanero reparte te quieros mientras sus hijas dan las gracias a Donald Greenbaum y Herman Cohn, un veterano norteamericano de 93 años de origen alemán, que luce bastón y audífono, y cuya familia decidió exiliarse a Estados Unidos tras La Noche de los Cristales Rotos. A los 23 años, se enroló en el Séptimo Ejército y regresó a Alemania para plantar cara a los nazis. También participó en la toma de Dachau, como traductor en el hospital de campaña.

El día de la liberación, Joshua Kaufman no pudo dar las gracias a nadie. Los soldados le bajaron del carro de ganado en el que prácticamente esperaba la muerte, le cogieron en brazos y lo ingresaron en el hospital. «Se ocuparon de nosotros como si fuéramos bebés», agradece emocionado. Así que, después de 25 años viviendo en Israel, decidió mudarse a Estados Unidos y besar y abrazar a todos los militares americanos que se cruzara por la calle.

Joshua Kaufman sintió algo muy especial hace unos meses, cuando se reencontró con uno de los primeros reclutas que entraron en el campo de concentración. Daniel Gillespie era un brillante tirador que formaba parte de la división Arco Iris de infantería del Séptimo Ejército. Hoy, con 89 años, todavía sufre estrés postraumático como consecuencia de las horrendas escenas que le asaltaron en Dachau.

Joshua y Daniel se conocieron en Los Ángeles. Residían a apenas una hora en coche, pero ni se lo imaginaban. La producción de Los liberadores hizo posible la escena que sirve de preámbulo en el documental, dirigido por Emanuel Rotstein. Pone los pelos de punta. Kaufman espera junto a la playa con su innegociable gorra negra, mientras Gillespie, encorvado, se acerca a duras penas con la ayuda de un andador. Se saludan al modo militar. Un efusivo Kaufman le besa la mano, la cara... «Nunca olvidaré cuando me bajaron del carro. Estaba demasiado débil para besaros los pies. Ahora lo voy a hacer». Así que aparta el andador, se pone de rodillas y cumple su promesa: «Que Dios te bendiga».

Joshua Kaufman ha pasado de ser 'the walking dead' a «'the walking history'» (la historia viviente), como resume su hija Malkie. Por eso, insisten en seguir transmitiendo un mensaje pocas veces repetido: «El perdón y la reconciliación es posible, pero no el olvido. Es necesario para que esta barbarie no vuelva a suceder».

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