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Veramixture @veramixture
Stories | La generación del matrimonio

Un matrimonio políglota

Tirar la copa ·

Ángelo Néstore

Sábado, 31 de mayo 2025, 00:02

No hubo rodillas dobladas. Ni cartas de amor. Ni velas.

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Era 2011. Me estaba atando los cordones para ir a clase de chino en la ... Escuela Oficial de Idiomas. Martín, mi pareja, dormitaba en la cama en la hora de la siesta. Desde la puerta, mochila al hombro, le grité: '¿Te quieres casar conmigo? Piénsalo y me lo dices cuando vuelva'. Le lancé un beso y cerré de un portazo.

No fue una escena romántica, pero sí profundamente política. El Partido Popular acababa de amenazar con derogar el matrimonio igualitario y una oleada de parejas queer, yo entre ellas, nos lanzamos a firmar el contrato. Parecía que había que agotar el stock antes de que desapareciera. Una estampida provocada por el miedo, no muy distinta a esas huelgas en Asia por exceso de producción: reacciones colectivas al borde del colapso, movimientos reflejo ante el riesgo de perderlo todo.

Firmar era un gesto ambivalente. Por un lado, el abrazo al derecho conquistado; por otro, la sospecha de estar entrando en un teatro cuyas reglas no habíamos escrito nosotres. Porque cuando decimos 'os declaro', encorsetamos el lenguaje, lo atrapamos en la trampa de una fórmula. Convertimos el río de los afectos, siempre desbordante, contradictorio, tumultuoso, en un estanque al que llamamos 'mar' y le tatuamos encima un puñado de metáforas cursi-mal.

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Desde lo queer no se debe renunciar a los beneficios del matrimonio, pero tampoco tiene que reducirse a un modelo único

En los años que siguieron, aprendí que el matrimonio no es un final feliz, sino un umbral. Un punto de partida desde el que preguntarnos: ¿y ahora qué? ¿Qué hacer con esta herramienta del sistema? ¿Cómo apropiárnosla sin que nos devore? ¿Cómo llenarla de nuestras prácticas, nuestros ritos, nuestras disidencias?

Paul B. Preciado —Derrida, Benjamin y Austin mediante, como una suerte de muñecas rusas— lo explicó mejor que nadie: el 'os declaro' no describe una realidad, la produce. Es un performativo con fuerza de ley, con la capacidad de moldear la vida. Pero ¿quién tiene derecho a usarlo? ¿Y a qué costo?

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Desde las identidades queer no se debe renunciar a los beneficios que el matrimonio ofrece: poder acompañar a mi pareja en el hospital sin que nadie me corte el paso, heredar sin pagar fortunas, sentirme protegide por un contrato que, aunque frío, reconoce mi vínculo como legítimo, especialmente frente a quienes, desde escaños o púlpitos, no solo niegan nuestros vínculos dulces, sino que azuzan el odio y celebran la agresión. Como dice Anne Dufourmantelle, la dulzura no es una debilidad, sino una potencia sin límites. Quiero que mi vínculo con Martín tenga esa potencia: la de cuidar(se), de nombrar(se), de proteger(se).

El amor debe tener la libertad de mutar, de disolverse, de reinventarse sin que eso implique un fracaso

Pero tampoco desde lo queer el matrimonio tiene que estar reducido a un modelo único. Lo que defiendo es que exista la posibilidad de que cada pareja, cada vínculo, lo viva a su manera, sin tener que rendir cuentas a una norma impuesta. Pensar en un matrimonio que sepa hablar otras lenguas. Que se abra a las parejas abiertas, al poliamor, al cruising, a los cuartos oscuros, a las amistades radicales, a la asexualidad y al arromanticismo. Un matrimonio políglota, capaz de cambiar de sistema lingüístico en función del contexto, como une traductore o une intérprete experimentade: que pueda hablarle a le notarie, a le amante en la barra de un bar, o a quien sostiene tu mano en la sala de urgencias. Un matrimonio capaz de traducirse del lenguaje administrativo al deseo sucio, del protocolo al balbuceo, de la firma notarial al gemido.

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Me interesa imaginar una institución en ruinas habitables. Lugares donde se puede amar sin mapas. Donde no hay un camino correcto, pero sí múltiples sendas posibles. Un día en Lecce, paseando por mi ciudad natal, vi una planta de alcaparras crecer entre las grietas de un muro de piedra antigua. Desde entonces, no he encontrado una imagen más fiel del amor. El amor, como la maleza, desobedece.

Estadísticamente, lo sé, todo está en nuestra contra. Lo decía Preciado: la estadística es más fuerte que el amor, más fuerte incluso que la política queer. Pero también sé que la vida se abre paso entre los números, entre los modelos, entre los discursos normativos. Que nuestras historias 'políglotas', aunque parezcan improbables, existen, resisten, insisten.

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No me interesa ser parte del 12% de parejas que superan una crisis como si se tratara de una medalla. Me interesa, más bien, que el amor tenga la libertad de mutar, de disolverse, de reinventarse sin que eso implique un fracaso. Que los afectos se piensen desde el presente, no desde la promesa.

Quizás el matrimonio desde lo queer sea precisamente eso: la posibilidad de reapropiarse de un rito sin dejarse atrapar por él. De tomar la palabra performativa y usarla para decir otra cosa. De habitar el contrato sin dejar de dinamitarlo desde dentro.

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Tal vez no haya promesa más radical que esta: seguir, sin certezas, cuidando. Seguir, sin garantías, deseando. Y si algún día no queremos más, saber también separarnos con la misma ternura con la que nos unimos. Porque hay amores que no se declaran con una firma, sino con una mirada que dice: te reconozco.

Y quizás ahí, en ese gesto, esté el verdadero 'os declaro'.

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