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NOCHES DE FLAMENCO PARA EL RECUERDO

JOSÉ MANUEL BERMUDO

Jueves, 19 de octubre 2017, 08:54

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HACE algo más de una semana que falleció en Marbella Ana María Moya, conocida por Ana María «la bailaora». Se fue para siempre encerrada en su mundo interior, ese que afecta a tantas personas que, llenas de recuerdos de una vida intensa, terminan por borrar la memoria, en una injusta jugada de la naturaleza con quienes acapararon vivencias únicas.

Su tablao todavía lleva su nombre, aunque hace tiempo que lo regentan otros artistas flamencos que quieren continuar con la tradición. En la plaza del Santo Cristo de Marbella hay dos referencias, la iglesia, que es una parte del patrimonio de la ciudad y el tablao de Ana María, que durante varias décadas fue punto de referencia de aquellas noches flamencas que hace tiempo se multiplicaban en este municipio turístico. En otro tiempo también destacaba en el mismo sitio el restaurante La Fonda, otro de aquellos lugares míticos de los tiempos de ebullición, en el que algunos personajes atrevidos sacaron adelante negocios de prestigio.

Hace varias décadas eran innumerables los tablaos flamencos que existían en la Costa del Sol, y Marbella, junto a Torremolinos, destacaba en el panorama artístico por la gran cantidad de salas. En ellas surgieron cantaores, bailaores y guitarristas que, siendo muy jóvenes, se agarraron a ellos como plataforma para salir a otros mercados más importantes. Además del trabajo artístico, en este mundo siempre ha sido necesario tener dotes de empresario, porque las palmas, quejíos y zapateados de la noche tenían que cuadrar después con los números que exigían los innumerables empleados del espectáculo: gitarristas, bailaores, palmeros, cantaores, camareros, porteros, modistas...Nunca fue fácil montar todo un tinglado que favoreciera la alegría de la noche y terminara con beneficios.

La noche de Marbella era flamenca en la década de los setenta y ochenta del siglo pasado, e incluso algo en los noventa. Lola Flores, la Cañeta y Pepe Salazar, «Fiesta» con Manolita Cano, y antes «La pagoda gitana», «El boquerón de plata», «Platero», y algunos más, que vieron pasar por sus instalaciones a muchas de las celebridades que por entonces visitaban la ciudad. En aquellos tiempos, aunque no son tan lejanos, el turismo que visitaba Marbella y la Costa del Sol hacía que las noches no terminaran nunca, pero no tenían nada que ver con las de algunas actividades salvajes que últimamente se han registrado. La alegría no se traducía en actividades rechazables de algunos foráneos que creían que el mundo era suyo, sino que se traducía en grandes propinas para los trabajadores de la hostelería. Tiempos difíciles de recuperar.

Dice el bailaor El Pinto, que inauguró las instalaciones de la plaza del Santo Cristo, que Ana María era su hermana, que hasta le enviaba dinero cuando estaba haciendo el servicio militar y que ahora la recuerda con todo su cariño. Ella ayudó a muchos artistas a salir del anonimato, a dar sus primeros pasos y después continuar adelante. Hasta Chiquito de la Calzada fue miembro de su elenco.

Ana María se ha ido sin hacer ruido, pero sin que tampoco lo hagan los demás. Sus cuatro o cinco décadas de trabajo, desde que montó un local en Puerto Banús y sufrió las iras de los vecinos por los ruidos, hasta que terminó en el caso antiguo, no sin antes haber pasado por las cercanías del Marbella Club, quedarán para el recuerdo de la alegría de mucha gente, la que pasó las noches por su local para rematar la jornada, sabiendo a quien iban a encontrar, a una mujer vitalista, artista y con una permanente sonrisa.

Ana María ha tenido en vida una calle en Marbella, cosa poco frecuente, pero su muerte ha pasado desapercibida, hasta entre aquellos que cuando no sabían como divertirse acudían a su local. Ella es un trocito de la historia de Marbella, pero hoy, según parece, nos marcan otros ritmos y otras sensibilidades que tienen poco en cuenta al pasado, para que todo sea más efímero de lo que ya somos. Tendremos que esforzarnos en recuperar aquello que nos definió durante muchos años, aunque ahora el signo de los tiempos sea otro, ese que nosotros mismos nos marcamos.

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