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De todos los avances que ha experimentado la cocina en su historia, dos marcaron un antes y un después en la transformación de la alimentación en gastronomía: la incorporación de la sal y la invención de las salsas, cuyo nombre viene precisamente del latín 'salsum' (salado o condimentado). Con esta reflexión abre el cocinero Josep M.ª Daró su 'Vademécum de las salsas', obra dedicada a este artificio culinario que, para Daró, cumple dos funciones: incrementar la cantidad de comida y añadirle interés. Pero, pese a su importancia, no se ha escrito tanto sobre las salsas, más allá de compilaciones diversas, desde la clasificación de las salsas francesas iniciada por Carême y revisada por Escoffier hasta los recetarios modernos. Tal vez el más completo abordaje de la naturaleza, historia y química de las salsas esté en las 68 páginas que Harold Mc Gee les dedica en 'La cocina y los alimentos'.
El 'Larousse gastronomique' define la salsa como «sazonamiento más o menos líquido, caliente o frío, que acompaña un plato o sirve para cocinarlo». Daró recuerda que atendiendo al sabor, «hay dos clases de salsa: las de personalidad invasiva (...) y las coadyuvantes (...), que subrayan ligeramente, que matizan».
Mc Gee señala la importancia de la textura: «La cualidad sustancial y adherente ayuda a la salsa a pegarse a la comida y a nuestra lengua y paladar, prolongando la experiencia de su sabor y aportando una sensación de riqueza», dice.
Del uso de las salsas tenemos constancia desde hace algo más de 2.000 años en el Mediterráneo (Apicio recoge 125 recetas en su 'De re coquinaria'), y en China, donde ya se busca el equilibrio de sabores salados, dulces, agrios, amargos y picantes para lograr una complejidad armónica. No es hasta la Edad Media cuando empiezan a verse las primeras salsas elaboradas por concentración mediante la cocción de determinados alimentos condimentados, que luego se filtran en un invento de la época, el tamiz.
Las salsas primitivas romanas incluyen condimentos de sabor fuerte como el garum, fruto de la fermentación (proceso muy utilizado en Oriente, que aporta sabor salado y umami gracias a los aminoácidos resultantes de la descomposición de proteínas), elementos ácidos como agraces y vinagres, y como agentes espesantes, frutos secos, pan, almidones o cereales, queso (en el 'moretum', salsa romana antecesora del pesto o del almodrote) y vísceras de carnes y pescados, todos ellos majados a mortero.
Las salsas medievales prescinden del garum y descansan en agrios y especias o en concentraciones por cocción. Ya en el siglo XVIII el chef francés François Marin da un paso a la modernidad propugnando «descomponer y destilar la carne hasta su quintaesencia, extraer jugos ligeros y nutritivos y combinarlos de tal modo que (...) todos se puedan saborear». Marin inaugura uno de los más populares tipos de salsas francesas, las basadas en fondos hechos con tal cantidad de materia prima, que en la Francia postrevolucionaria han de revisarse para economizar. Antonin Carême lo hace introduciendo bases de caldos más ligeros o de leche, y utilizando por primera vez la harina como espesante a través de los roux, harinas tostadas en mantequilla con distintos puntos de color que luego se añaden a las bases (roux blanco para la bechamel, dorado para la velouté y oscuro para la salsa española y derivados). También añade las salsas con emulsión de huevo y vinagre o limón en mantequilla. En 1902, Auguste Escoffier llega a enumerar casi 200 salsas francesas a partir de seis grandes bases, porque agrega a la clasificación de Carême la salsa de tomate y la mayonesa, diferenciada de la holandesa por llevar aceite y emulsionarse en frío.
Frente a la sofisticación de las salsas francesas, las de otras cocinas más basadas en prácticas domésticas como la española, la italiana, la mexicana o la inglesa, toman como base los caldos de cocción triturados junto a ingredientes del guiso y combinados con condimentos y espesantes para salsas que a menudo no se separan del alimento principal (suco italiano, gravy inglés, moles mexicanos, etc).
El mundo de salsas no deja de evolucionar. Las vanguardias del siglo XX contribuyeron a aligerar las pesadas y dominantes salsas francesas; a introducir nuevas texturas como espumas (salsas texturizadas por aire) o espesantes y gelificantes a base, por ejemplo, de algas; a utilizar condimentos, bases y elaboraciones de otras culturas. Pero al fin, lo imprescindible en una buena salsa son una textura agradable que se expanda por la boca y alargue la exposición a las papilas gustativas y al paladar, y una lograda armonización de sabores, sea por contraste o por acentuación, que garantice una experiencia más rica, compleja y placentera de la degustación del alimento que complementan.
Como explica Harold Mc Gee, desde el punto de vista químico las salsas constan de una fase continua, el líquido base; una fase dispersa, compuesta por las partículas de sabor, y un elemento espesante que obstruya el movimiento de las partículas en el líquido impidiendo que se separen. Puede darse el espesamiento con partículas (suspensión, majado, triturado), como en la bechamel, la salsa de almendras o la de tomate; dispersiones de partículas en agua (almidón, pectinas, proteínas de las gelatinas, que dan a la salsa un aspecto translúcido o transparente), como en las gelés o en salsas espesadas con maicena por ejemplo; por emulsión (gotitas de un líquido acuoso disperso en una fase grasa o al revés), con la ayuda de elementos como las proteínas o las lecitinas, que estabilizan la emulsión, caso de las mayonesas y holandesas; y espumas o espesamiento con burbujas, donde es el aire el que interrumpe la masa de moléculas de agua, ayudado con gotitas de aceite o proteínas que ayuden a estabilizar, caso de las modernas espumas estabilizadas con lecitina de soja. También hay salsas que resultan de la combinación de varios elementos.
Nunca ha habido a disposición de cocineros y consumidores tantas salsas como actualmente, muchas de ellas de producción industrial. Los extractos de carne y verduras para salsas industriales se elaboran a base de cocciones muy largas a baja temperatura que parten de un 90% de agua y no más de un 4% de componentes sólidos que tras la cocción devienen en un fluido viscoso con un 20% de agua y una gran concentración de textura y sabor, que luego se lleva a la consistencia e intensidad deseadas por distintos procedimientos. Para mejorar la textura se emplean emulsionantes, y para acentuar el sabor (que disminuye a medida que se añaden espesantes) se suelen añadir aromas naturales y artificiales, y más sal y azúcar que en las salsas artesanales.
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