Ana pide en la calle con 36 años, pero está deseando trabajar: «Sólo quiero un empleo y ser independiente»
Todas las tardes se sienta junto a su perra Luna al pie de El Corte Inglés mientras espera una oportunidad laboral que la saque del deterioro físico que empieza a detectarse y del aislamiento social por el que se desliza
Ana va siempre con su perra, Luna, porque, tras un intento de quitarse la vida hace un par de años, su psicóloga de Cruz Roja le aconsejó que se hiciera con un animalito para que la ayudara «a canalizar sus emociones». Al poco de recibir esta recomendación, vio un anuncio en Facebook de alguien que iba a abandonar a la perrilla y la adoptó. Se han salvado la vida la una a la otra y se dan cariño y alegría mutuamente. Rememora esa tentativa de suicidio. Dice que en ese momento estaba muy mal. Sobre todo por cómo se agolpaba en su cabeza todo su pasado.
Y es que, a sus apenas 36 años que no llega a aparentar esta menuda mujer, acumula episodios de gran dureza a sus espaldas que recuerda con SUR al pie del Corte Inglés, entre la calle Hilera y Armengual de la Mota, donde casi todas las tardes de los últimos meses se pone a pedir limosna para contribuir al pago del alquiler del piso en el que una mujer la ha acogido. Allí, incluso estando, como la vendedora de rosas de la canción de Antonio Flores, casi oculta en esa esquina cercana al bulevar de la avenida de Andalucía, llama la atención. Porque es mujer -es menos habitual verlas a ellas en situación de calle- es muy joven y no muestra el deterioro propio asociado a estar a la intemperie. Podría ser una chica como tantas, con sus vaqueros y su sudadera. Aunque ella sí se siente cada vez más desmejorada («cada vez me veo peor», dice) y, sobre todo, teme estar progresivamente más desconectada de la sociedad y más sola; sabe, aunque no lo expresa tan directamente, que esto último, lo que no es tan fácilmente visible a los ojos, es lo verdaderamente peligroso, lo que puede convertir en crónica su situación.
Cada tanto se le acerca gente que ya la conoce y la cuida. Como Jorge, que trabaja en el centro comercial vecino, y que se pone a jugar con Luna. O una mujer que le desliza un billete mientras le dice que hoy tiene mejor cara, que la vigila y que está pendiente de ella. El animal se altera cada vez que alguien se le acerca, cada vez que alguien deja unas monedas. Es una perrilla joven y quiere jugar. Ladra nerviosa implorando atención. A Ana le da pena darle esa vida y no otra más activa de paseos y juegos en el parque. La joven cuenta que a veces algún viandante le ha afeado que esté «usando» al animal. Aunque hay personas que la atienden y le llevan comida, también hay otras que se preocupan más por la situación de una perra a la que se ve bien cuidada que por la persona joven que está pidiendo en la calle, que por la historia que arrastra, que por la redención -los remedios, los recursos y el refugio- que necesita. En este caso, se trata de una mujer que demanda, parafraseando a la famosa novela, una primera mano que sostenga la suya, que tire de ella, para reincorporarla al mundo laboral, a las relaciones sociales, a la vida que entendemos como «normalizada». Antes de que sea demasiado tarde.

«Caí en una red de trata, pero tuve mucha suerte. Mi primer cliente, que no llegó a serlo, se dio cuenta de que algo raro pasaba y me sacó de allí»
En su Rumanía natal, cuenta, nunca le faltó nada material. Pero sí echó en falta la presencia de sus padres, que trabajaron mucho en el extranjero para mantener a la familia. Criada por su abuelo, se sentía sola y desamparada mientras sufría bullying en el colegio, entre otros abusos. Así que al final, entre incomprendida y enfadada, se fue de casa y tan desvalida estaba que cayó en una red de trata. «Pero tuve mucha suerte», dice: «Mi primer cliente, que no llegó a serlo, se dio cuenta de que algo raro pasaba y me sacó de allí», dice. De Bucarest se fue a Constanza, una ciudad rumana de la costa, y empezó a trabajar en el turismo. Allí conoció al hombre que se convertiría en su pareja. «Me mintió hasta con la edad que tenía: me enteré de la real una vez cuando la policía nos paró y nos pidió la documentación», dice. Con él fue con quien se vino también engañada a Málaga: le dijo que aquí tenía casa y trabajo y no era cierto. Vivió aquí a la intemperie, durmiendo hasta en la playa. Le quería dejar, pero él le decía que como le abandonara, se suicidaría. Al final, venció la compasión que pese a todo le producía y terminó dejándolo para más tarde caer en otra relación tóxica y de maltrato de la que la tuvo que rescatar la policía.
Mientras esto sucedía en su vida personal, logró encontrar un trabajo en Málaga, en concreto, en Benalmádena, en el servicio doméstico de un matrimonio. Allí estuvo diez años empleada sin contrato y a razón de 50 euros diarios de sueldo. Hasta que la mujer murió. Desde entonces su vida se ha complicado mucho. Porque no tiene ingresos. Sí cuenta con apoyo psicológico -aunque confiesa que no le cuenta demasiados detalles sobre lo que le pasa por el miedo a que la ingresen en algún centro- y de una trabajadora social.
«Me he desinstalado WhatsApp del móvil, porque la gente me pregunta qué tal y para responder siempre que mal, prefiero no tener que contestar»
Ella misma se diagnostica lo que le sucede: se está encerrando en sí misma; ya lo hizo cuando sentía que no la entendía su familia cuando contaba los abusos de que era víctima en el colegio. «Tengo miedo de las personas», reconoce, por todo lo que ha sufrido. Además, está deshaciendo las redes con las que contaba en Málaga: «Me he desinstalado WhatsApp del móvil, porque la gente me pregunta qué tal y para responder siempre que mal, prefiero no tener que contestar». También dice que no está en las mejores condiciones para quedar con nadie. «Me estoy volviendo antisocial», añade. «Necesito un trabajo, pero sé que no estoy en las mejores condiciones para encontrarlo. Me ves así porque llevo capas de ropa, pero peso 40 kilos. Necesito a alguien que me guíe, que me dé consejos para saber qué hacer», implora. «Quiero ser independiente. Hay gente en la calle que bebe, que toma drogas, yo no hago nada de eso, pero me veo en la misma situación», lamenta.
Y desliza que ésa es una de sus obsesiones: no quiere juntarse con la gente que vive en la calle porque la atribuye problemas de alcoholismo y drogadicción y ella está determinada a mantenerse fuera de todo eso. «No quiero relacionarme con gente que está en mi situación porque tienen otros problemas», manifiesta categórica. Sola se siente más protegida que con otros. El infierno son los demás, diría Jean-Paul Sartre.
Promesas incumplidas
La pérdida de la confianza en la gente se ve engrosada por otro factor: las promesas incumplidas. Hay personas que al verla sentada junto a su perra en El Corte Inglés siente pena, le pide su número prometiéndole una llamada y un trabajo, pero su teléfono no suena nunca. Sí recibió la llamada de SUR. Y confiesa que dudó si hablar, o no, con este periódico: «La mía no es una situación como para estar orgullosa. Me da mucha vergüenza». De hecho, por esta razón evita hablar con sus padres, a los que sigue queriendo y quienes está segura que también la quieren. Cuando no tiene más remedio que conversar con ellos por teléfono, les cuenta mentiras piadosas, que trabaja por horas, que está bien. «Psicológicamente me afecta no poder contar las cosas», afirma. Precisamente, si en esta historia no aparece su apellido y en las fotos no aparece su cara es porque no quiere que sus padres lleguen a verla en esta situación. Si no regresa a Rumanía no es porque no se lo haya planteado en alguna ocasión, pero no quiere llegar a su casa familiar de Bucarest sin ni siquiera una maleta en condiciones.
Lleva meses sentándose en la acera pidiendo unas monedas con su perra al lado echada sobre una manta verde. Sabe que el tiempo corre en su contra. Día que pasa en la calle y sin trabajo se le va quedando marcado en la piel, en los huesos, en la mirada y en un ánimo que cada vez le es más difícil mantener alto. La calle es dura y deja huella física y psicológica. Ella sólo quiere que alguien la ayude y le ofrezca un trabajo. Necesita demostrar que puede. Porque ya lo ha hecho. Tiene la educación secundaria terminada y domina, además del español, también el inglés.
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