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Cristina, en una de las imágenes de su blog.

Una médico de la UCI: «Mi hija me pregunta si voy a morir si sigo yendo al hospital»

Cristina Salazar, intensivista en el Hospital Virgen de la Victoria, relata en un diario la desolación por los casos más extremos, la ilusión por las recuperaciones y altas y el terremoto emocional que el virus provoca entre los saniarios

Martes, 31 de marzo 2020, 01:05

Lleva dieciséis años trabajando en cuidados intensivos, pero nunca ha visto nada igual. Cristina Salazar, de 41 años, médico en el Hospital Universitario Virgen de la Victoria de Málaga, sintió la necesidad de compartir su experiencia con los demás en un blog, en los pocos ratos libres que araña entre el trabajo, la familia y la coordinación de donaciones solidarias. El relato, como para casi todos, comenzó el 14 de marzo, cuando se decretó el estado de alarma. Ya nada volvería a ser como antes. Cristina recuerda que esa mañana su marido desechó la idea de salir a pasear en bicicleta. En el hospital le esperaba un nuevo protocolo al que no ha sido fácil acostumbrarse: «Tardamos un montón en ponernos el traje». Se refiere a los equipos de protección individual (EPI), imprescindibles para evitar contagios y garantizar la seguridad de los sanitarios: «La máscara aprieta tanto que, cuando me la quito, tengo la sensación de seguir llevándola. Con los trajes puestos, ni siquiera nos reconocemos entre compañeros».

La imposibilidad del contacto físico, la distancia que la enfermedad impone entre las personas como un muro insalvable, provocó el primer terremoto emocional. «No me acostumbro a informar a los familiares y no darles la mano. Observas que lloran solos, sin poder ver a sus seres queridos porque están infectados. Pienso que muchos van a morir en soledad y me digo: Ahora somos su nueva familia. Si muere alguno de ellos en mi guardia, le voy a coger la mano», escribió en su primera entrada en el diario. Los cambios de hábitos a los que obliga el coronavirus también abren una brecha doméstica. Desde el primer día, tuvo que pedirles a sus hijas y a su marido que no la tocaran: «¿Soy una mala madre y esposa por no dejar que se acerquen a mí?».

Los desvelos han obligado a Cristina a medicarse para poder dormir. Muchos sanitarios recurren estos días a ansiolíticos para alcanzar el sueño después de jornadas salvajes de trabajo, entre la desolación de los casos más extremos y la ilusión que generan las recuperaciones y altas. «Sé que hay muchas personas cuyas vidas dependen de nosotros, así que mañana me levantaré y estaré de nuevo en el hospital». De vuelta a casa, el miedo al virus golpea en lo más íntimo: «Noto un rechazo físico de mi hija. Me dice que no toque sus bolígrafos ni sus libros y me pregunta si me voy a morir si sigo yendo al hospital. Le digo que yo no, pero que hay mucha gente que podría morirse si no voy». La música despeja la mente por un rato y Cristina confiesa su debilidad por Michael Jackson y 'Man in the mirror'.

En el hospital, con turnos de veinticuatro horas, han acordado comer y cenar en la unidad para reducir posibles contagios. Los cuidados intensivos son estas semanas, más que nunca, el corazón de cada centro sanitario. La médico malagueña confiesa que «nunca he estado más orgullosa de mi equipo», un grupo de trabajadores «que están dejándose la piel en un entorno incómodo y hostil, sin descanso, con trajes alienígenas». Un compañero ya no bebe agua para salir lo mínimo del módulo infectado. Otro bromea con hacerle un hueco a la mascarilla para no tener que quitársela a la hora de almorzar. Aunque Cristina trata de mantener el sentido del humor y el optimismo, las fuerzas comienzan a fallar: «El miedo me aflige por momentos. Ya tenemos pacientes intubados de mucho tiempo que aún siguen dando positivo».

Cuando sale de casa, le llaman la atención las calles desiertas, el silencio de una ciudad que antes apenas dormía. El escenario, explica, «es apocalíptico». El número de neumonías derivadas del coronavirus aumenta: «Pero no encuentro nerviosismo entre mis compañeros. Creo que estamos preparados para la siguiente fase de batalla». Los rostros de los sanitarios empiezan a mostrar secuelas por las mascarillas, que aprietan durante horas. Las amigas de Cristina la llaman Doctora Corona, «un nombre que parece salido de los cómics de Marvel». Se lo cuenta a sus colegas para sacarles una sonrisa, «el único balón de oxígeno que tenemos en medio de todo este caos».

También las donaciones de material suponen una inyección de moral, como los aplausos. Una empresa veterinaria entrega 6.700 calzas, 1.000 monos, 7.500 gorros y 45 gafas. El dueño de una mercería dona cintas elásticas para las viseras en tres dimensiones que un grupo local ha empezado a fabricar: «Es fantástico ver cómo la gente se vuelca en ayudarnos. Si algo bueno puedo sacar de todo esto es la calidad humana de quienes nos rodean, no tengo palabras para agradecer tanto cariño».

Ya de nuevo en el hospital, una paciente llama la atención de Cristina. Es joven y demuestra una tranquilidad inaudita: «Es conocedora de todo lo que se le viene encima. No alcanzo a comprender cómo mantiene la compostura». Le explica cada paso que el equipo médico va a dar para colocarle el catéter. «No me emociono con facilidad», reconoce, pero con este caso «tengo que tragar varias veces para pasar el nudo que se coloca en la garganta». Se despide de ella: «Nada más deseo que volver a verla mañana».

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