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Coqueto, se examina las manos antes de las fotos: «Me gusta tenerlas bien, son mi instrumento de trabajo». Por esas mismas manos han pasado miles de pacientes en los últimos treinta años. Ahora César Ramírez parece haber encontrado el equilibrio que durante tiempo creyó imposible: es jefe del servicio de cirugía general y del aparato digestivo del Hospital Quirón en Málaga, vuelca su vocación de servicio público en la Fundación Bisturí Solidario tras su polémica salida del Hospital Regional y poco a poco liquida la deuda personal y familiar generada por su forma de entender la medicina. Porque para este malagueño, que en unos días viaja a San Francisco para ser reconocido por el Colegio Estadounidense de Cirujanos, no existen los horarios cuando se trata de atender a un paciente. Desde esa convicción hipocrática de su profesión, denuncia una «crisis general» provocada por «la deshumanización» y la deriva elitista a la que han conducido las elevadas notas de corte para acceder a la carrera. Y ya prepara sus siguientes viajes a África para operar a quienes lo necesiten: Nigeria y Sierra Leona.
–¿Cuándo se cruzó la medicina en tu camino?
–Desde muy chico. Cuando éramos pequeños y mis hermanos se ponían malos, yo me encargaba de avisar a mi padre y de vigilarlos por la noche. También me gustaba ayudar a las personas mayores a subir al autobús. Siempre he tenido esa vocación.
–¿Sin antecedentes familiares?
–Mi padre hubiera querido estudiar Medicina, pero venía de una familia humilde en un pueblo, Alameda, y no podía costearse la carrera. Al final estudió Magisterio.
–¿Recuerdas algún impacto especial, algo que hiciera que te decidieras?
–Mi abuela sufrió un derrame cerebral por un cáncer metastásico y mi padre me llevó a verla. Estaba tumbada en la cama, me impresionó. Yo tendría siete u ocho años y le dije a mi padre: «Papá, no te preocupes, que la abuela se va a poner bien». Siempre me ha gustado controlar lo que pasa a mi alrededor y veía que, cuando nos poníamos enfermos, mis padres tenían que recurrir a una tercera persona, un médico. Ahí me di cuenta de que era yo quien quería controlar la enfermedad, no que la enfermedad me controlara a mí.
–¿Y por qué la cirugía?
–Siempre lo tuve claro. Con ocho años gané un concurso de redacción en la escuela, me entrevistaron en Radio Juventud y el periodista me preguntó: «¿Qué quieres ser de mayor?». Le contesté que cirujano y él me replicó: «Ah, entonces quieres ser médico». Yo le dije: «No, no, cirujano». Y eso que era muy pequeño, ni siquiera entendía bien la diferencia.
–¿Qué aprendiste de tus padres?
–Nos han educado en los valores del estudio y la cultura del esfuerzo. Eran profesores y trabajaron mucho para que nosotros viviéramos mejor que ellos, para que tuviéramos oportunidades que ellos no tuvieron. Me parece de un mérito enorme. Lo valoro mucho.
–Sois cuatro hermanos.
–Sí, mis hermanos también son médicos. Óscar es médico de familia y Santi trabaja en Urgencias. Mi hermana Pili es profesora de Matemáticas, como mi padre. Estoy muy orgulloso de ellos y también de mis padres, que con sus dos sueldos de funcionarios nos sacaron adelante sin extravagancias ni excentricidades pero sin que nos faltara nada.
–¿Qué recuerdas de esa infancia?
–Los veranos en la Cala del Moral, cuando ir a la Cala era un viaje porque tardabas una hora y pico en llegar. Esos veranos nos han marcado, eran muy distintos a los que se viven ahora. Siempre estábamos con nuestros amigos, casi como en 'Verano azul'.
–¿Siempre has sido tan disciplinado como parece?
–Como te digo, mis padres eran profesores y en casa había que estudiar, estudiar y estudiar. Aprendí de pequeño que el talento sin sacrificio no sirve de nada.
–¿Cómo te marcó ser mellizo?
–Viví hasta los dieciocho años con mi hermano Santi. Siempre íbamos juntos a todos lados, primero al colegio y luego al instituto Santa Rosa de Lima. Nos hemos ayudado cada vez que hemos podido. Es cierto que es una relación absolutamente distinta. Cuando tienes un mellizo o un gemelo, pasas tanto tiempo, compartes tantas cosas que es como una parte más de ti mismo.
–¿Nunca hubo competitividad?
–Nunca, jamás. Nos admiramos mutuamente. Mis hermanos son dos de los médicos más brillantes que conozco y sé que para ellos también es un orgullo cómo he desarrollado mi carrera.
–Has dicho que tus padres eran muy exigentes con vosotros. ¿También tú lo eres con tus hijos?
–Bueno, antes eran los tiempos de que la letra con sangre entra. Ahora no es así. Creo que tienes que ser exigente con tus hijos en función de las posibilidades que tengan. Como padre tiendes a sobreprotegerlos, pero mis hijos son listos, tienen buena cabeza, y trato de ser exigente con ellos porque han crecido con muchas facilidades, pero sin fanatismos.
–¿Tuviste tiempo de divertirte en la facultad?
–Poco, la verdad. Terminé la carrera en 1993 y lo recuerdo como una etapa de estudio. No hubo muchas fiestas. Ahora se van de Erasmus y se lo pasan genial. Yo a lo máximo que llegué en ese sentido fue a jugar mucho al fútbol; teníamos un buen equipo en la facultad. Pero nunca he sido de salir por la noche. También es verdad que íbamos un año adelantados en el colegio y entré en la facultad con diecisiete. Terminé con veinte recién cumplidos y enseguida me puse a trabajar. He dedicado mucho tiempo de mi vida al trabajo.
–¿Por qué ibais adelantados?
–Mis padres, al ser maestros, empezaron a llevarnos muy pronto a la escuela porque no tenían a nadie que nos cuidara. Y existía la posibilidad de adaptar curricularmente a los niños, así que siempre fuimos un año por delante.
–¿Nunca has tenido una época loca, de perder la cabeza?
–Sé que tengo un sentido muy alto de la responsabilidad, pero no puedo cambiar. Y soy feliz con la vida que llevo. Hay gente que me dice: «Hay que ver las horas que echas». No quiero que nadie se compadezca, al revés; hago lo que he elegido hacer. Y la medicina, como yo la entiendo, requiere responsabilidad.
–Trabajas con un material muy sensible: la salud de los demás.
–Exacto. Y la cirugía tiene una cosa maravillosa, que es la relación causa-efecto entre lo que eres capaz de hacer con las manos y el bien que generas a una persona. Tengo pacientes que me dicen: «Qué manos tiene usted». Por eso me las cuido mucho, la gente las mira. (Sonríe antes de pensar unos segundos). Te decía que hay una causa-efecto positiva, pero también puede ocurrir lo contrario; eres responsable del daño que sufre el paciente, incluso cuando no has hecho nada mal. Y esa carga es jodida de llevar.
–¿Alguna vez has sentido culpa?
–Por supuesto. La cirugía no es una ciencia exacta. El cirujano que diga que nunca se le ha complicado un paciente miente, es un embustero. Yo reivindico la voluntad de contar la verdad, porque además humaniza. Hay pacientes con patologías, con mucha edad o con factores de riesgo… y a veces las operaciones se complican.
–Has fundido vida y trabajo.
–No puedo separar vida y trabajo. Soy cirujano las veinticuatro horas. Cuando termino una cirugía, a la una de la mañana me acabo despertando pensando en si he dado tal o cual punto… No puedo desconectar de mis pacientes. Son mi responsabilidad.
–Imagino que en cirugía un simple descuido puede atormentarte durante semanas o meses…
–Incluso años, aunque no hayas hecho nada mal. Me acuerdo perfectamente de todos los pacientes que he perdido durante estos treinta años. Porque todos hemos perdido pacientes. Y te tienes que acostumbrar a vivir con ello porque lo peor que puede pasarte es que cojas miedo a operar. El miedo paraliza. Cuando un compañero joven tiene un problema, por ejemplo en una operación de vesícula biliar, siempre le digo que las siguientes diez vesículas biliares las opera él. Tienes que estar seguro de ti mismo.
–¿Nunca te tiembla el pulso?
–Sí, claro. Suele ocurrir cuando hay desviaciones de la normalidad en el curso de las intervenciones. Cuando un paciente presenta una hemorragia difícil de controlar, por ejemplo, hay una adrenalina que es difícil de controlar. Es un chute de catecolamina que llega como una tormenta y dejas de existir de cintura para abajo. Pero para mí esa es la expresión más pura del talento en cirugía, cuando tienes que tomar decisiones o solucionar una complicación en la mesa del quirófano.
–¿Alguna vez has tenido que ir a terapia?
–No, nunca.
–¿Cómo has aprendido a dar malas noticias?
–Es algo para lo que no nos entrenan en las facultades. A mí no me gustaría que me engañaran. Soy sincero, aunque trato de transmitir la situación con humanidad. En el caso de una enfermedad oncológica, por ejemplo, si al paciente le queda poco tiempo no puedes escupirle la noticia pero tampoco engañarle, porque disponer de ese tiempo es un derecho que les pertenece.
–¿Pero cómo se cuenta algo así?
–Pues hay que mirar a los ojos y no tener prisa. Si hay posibilidad de tratamiento, hay que dejar esa puerta abierta. Y si no la hay, tienes que hacerles ver que tienen tiempo por delante para despedirse, un tiempo del que no disfrutan las personas que sufren una muerte súbita.
–¿Qué harías si te dijeran que te quedan tres, cuatro o seis meses?
–Lo he pensado muchas veces, Alberto. Intentaría tener la mejor calidad de vida posible y compartiría tiempo con mi mujer y mis hijos, con mis hermanos y mi madre. Eso es lo que haría y lo que les recomiendo a mis pacientes.
–¿Dejarías el trabajo?
–Sí, lo tengo clarísimo. Ese tiempo se lo dedicaría a mi familia. Quizá por el ideal de devolverles todo el tiempo que les he robado.
–Entiendo que has pagado una factura personal alta...
–Alta, altísima. Lo reconozco. Es algo que yo llamo el equilibrio imposible: es imposible ser muy buen padre, muy buen marido y un cirujano al nivel que he querido llegar a ser por mi ambición profesional. Es una teoría de vasos comunicantes de libro: lo que por un lado dedicas a tu trabajo se lo restas a tu vida familiar. Por eso estoy tan agradecido a mi mujer, que siempre ha comprendido y respetado mi manera de entender el trabajo.
–¿Tus hijos querrán seguir tus pasos?
–Mi hijo César no quiere saber absolutamente nada de la medicina. Rodrigo no se ha manifestado y Marta, que es pequeña, dice que quiere curar el cáncer. Ahora las nuevas generaciones tienen un ideal de vida totalmente distinto. La calidad de vida es para ellos mucho más importante que para mi generación. Y dentro de esa calidad de vida no entra salir de casa a las ocho de la mañana y volver a las diez de la noche, por mucho que te guste tu trabajo.
–¿Cómo has explicado tus ausencias?
–Creo que las entenderán mejor en el futuro porque aprenderán el valor que tiene la vida profesional. Intento pasar tiempo de calidad con mis hijos, a falta de cantidad. O eso quiero creer. Tal vez sea una manera de consolarme. También es verdad que con el tiempo he aprendido a organizarme para coger cinco días en un puente o irme de vacaciones. Ahora mi hijo mayor ha empezado segundo de Bachillerato y me parece que hace poco era un bebé. Tengo la sensación de que el tiempo ha pasado muy deprisa.
–Hablando del paso del tiempo, comenzaste a dedicarte al cáncer cuando era una palabra tabú. Lo llamaban «larga y cruel enfermedad». ¿Cómo ha cambiado eso todos estos años?
–He peleado por normalizar la palabra cáncer y también la palabra tumor. La evolución ha sido brutal. Antes hablar de cáncer se equiparaba a hablar de muerte. Ahora más del sesenta por ciento de los cánceres se curan de forma definitiva. La balanza está ya más cerca de la vida que de la muerte. Y en Málaga hay personas que han liderado la investigación en ese campo, como el doctor Emilio Alba.
–¿Por qué dejaste la sanidad pública?
–Yo no dejé la sanidad pública. Fue la sanidad pública la que me dejó a mí. En 2010, pudiendo seguir trabajando en Málaga, en mi ciudad, me obligaron a incorporarme al Hospital Virgen del Rocío, en Sevilla. Iba y venía todos los días. Me obligaron a hacer quinientos kilómetros diarios para ejercer mi compromiso con la sanidad pública. Y aguanté siete años, hasta que tuve un accidente de coche grave y dije basta.
–¿Qué has aprendido de tus viajes a África a operar?
–A ser más sencillo. No tienen nada. Es donde más se puede ayudar. Ya hemos operado a casi tres mil pacientes, y además hemos formado a muchos profesionales allí. Ahora soy más básico, valoro cosas como levantarme cada día en esta maravillosa ciudad y abrir el grifo y que salga agua. Valoro tener una estufa, no pasar frío, poder bañarme. Nos hemos convertido en unos eternos infelices por gilipolleces.
–¿La inteligencia artificial es una aliada o una rival?
–Debe ser una aliada. Estamos asistiendo a la muerte de la medicina como la hemos conocido. Es una profesión de vocación y humanismo, y esa parte humanista se está perdiendo. La tecnología ha absorbido la vida, y eso tiene beneficios pero también desventajas. Acaban de hacer una cirugía robótica desde Burdeos a un paciente en China. A mí nunca me van a encontrar en una cirugía en la que el paciente esté a menos de cinco metros. Puede que la cirugía sea robótica y que yo use una consola, pero el paciente estará a mi lado.
–¿Por qué?
–Porque luego hay que informarle de cómo ha ido, hay que hablar con la familia, hay que hacerle seguimiento… Lo contrario no me parece ético. La medicina tiene que servirse de la inteligencia artificial, por ejemplo para predecir enfermedades, pero no puede perder su componente humanista. Ahora la medicina se ha convertido en una profesión elitista, con una nota de corte altísima. Y muchos de los que quieren ser médicos quieren ser cirujanos plásticos; buscan algo distinto a lo que es la vocación de servicio. Vivimos una crisis general de vocación y humanismo que debemos asumir. Habría que reeducar la vocación y permitir que gente que no tiene notas tan altas también puedan estudiar Medicina. Y no se puede ser médico de ocho a tres. No entiendo que si un paciente requiere ser operado a las once de la noche, el cirujano que lo haya intervenido por la mañana se quede en su casa y permita que lo opere el cirujano de guardia. No, el paciente es responsabilidad tuya.
–¿Te parece que Málaga está masificada?
–Málaga se ha convertido en una ciudad fantástica para quienes vienen de fuera, en un paraíso, pero no sé si es una ciudad tan ideal ya para los malagueños. Pero soy consciente de que el turismo es el modo de vida de nuestra ciudad. Vivimos del turismo y no seré yo quien haga campaña en contra de eso, pero es cierto que me da pavor que llegue el día en que mis hijos tengan que pagar un alquiler o quieran comprarse una casa aquí.
–¿Y qué opinas de la frivolización de fármacos para adelgazar como Saxenda u Ozempic?
–Representan el fracaso de nuestra sociedad, sobre todo de los valores en materia de educación alimentaria. Llevamos años, y es un asunto que lideró Federico Soriguer, hablando de los beneficios de la dieta mediterránea. Pero a la vista está que no hemos sido capaces de sacarle partido: las tasas de sobrepeso y obesidad alcanzan ya al sesenta por ciento de la población cuando hace treinta años no llegaban al cuarenta por ciento. Y ahí la industria farmacéutica tiene un auténtico nicho de mercado.
–Recomiéndanos una serie.
–'La pareja perfecta', una serie de Netflix con Nicole Kidman y ritmo woodyalleniano.
–¿Y algún disco? Me sorprendió que te gustara Nacho Vegas. Tengo la teoría de que solo la gente que está un poco atormentada lo escucha.
–(Sonríe). Tiene unas canciones espectaculares, aunque requiere varias escuchas. Cuando empieza a ser digerible, resulta un tío oscuro pero talentosísimo.
–¿Cuál es tu mayor miedo?
–Ver sufrir a mis hijos.
–¿Y tu mejor momento del día?
–Cuando llego a casa y, como ya no son tan pequeños, mis hijos están despiertos. Ahora puedo darles las buenas noches. Hubo años durante los que los veía los lunes por la mañana y ya no volvía a verlos hasta el viernes. Ahora los llevo al colegio cada día.
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