
Un bailarín en el tablero
Cuentos, jaques y leyendas ·
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El ucraniano Ruslan Ponomariov, campeón del mundo, superó en precocidad a Bobby Fischer y Gari KaspárovMANUEL AZUAGA HERRERA
Domingo, 28 de noviembre 2021, 00:21
1983. Gorlovka, cuenca hullera de Ucrania, en la región de Donets. El pueblo es pequeño, fronterizo, es la última parada del trolebús. En la actualidad parece una ciudad fantasma, epicentro de un conflicto militar y político, con casas destruidas y la presencia del ejército ruso, que ocupa mando en plaza. En este enclave nació Ruslan Ponomariov, un muchacho llamado a ser campeón del mundo de ajedrez. En casa de Ruslan no había habido antecedentes ajedrecistas. Su padre, Oleg Ponomariov, era ingeniero. Estuvo en Chernóbil ayudando en la catástrofe del 86. Su madre, Ludmila, era maestra. Oleg tenía una biblioteca y un cultivado gusto por los libros, en especial por los de ajedrez. «Mientras mis padres trabajaban», recuerda Ruslan, «yo me entretenía por mi cuenta. De forma autodidacta, leía los libros de ajedrez de mi padre delante de un tablero».
Ruslan era un niño apocado, introvertido. Aún hoy sigue siendo un tanto hermético, muy eslavo en los modos, en el gesto, al menos hasta que rompes esa primera capa, la piel de hielo la llaman, y entonces descubres a un tipo de espíritu noble al que le gusta la conversación, la buena mesa, sonreír. En la infancia suceden cosas que nos cambian la vida, de eso no hay duda. Un buen día, un monitor de ajedrez pasó por el colegio de Gorlovka en busca de alumnos que mostraran interés en el juego. Ponomariov, enrocado en su timidez, no dijo nada. Pero su profesor, sabedor de la gran afición que el muchacho tenía, habló con el monitor y apuntó a Ruslan sin que él lo supiera. Ahí empezó todo. Como escribió el poeta Tarás Shevchenko: «Del robledo, en ese instante, salió un cosaco». Un cosaco con un relato de superación heroica.
A finales de 1991, cuando Ruslan tenía ocho años, Ucrania logró la independencia. «Mis padres, como muchos otros, tuvieron que buscarse la vida», cuenta Ponomariov. «Fueron unos sobrevivientes. Recuerdo que hubo una época en la que no era tan fácil obtener comida, a veces no teníamos agua y sufríamos cortes de electricidad». En medio de estas circunstancias, Ruslan forjó su carácter. Nunca tuvo una bicicleta, por ejemplo. «Aprendí a montar muy tarde, con 20 años o más», reconoce. Así que el chico, como quien busca un mundo más amable, volcó su pasión en las sesenta y cuatro casillas. «De no haber sido ajedrecista, me hubiese dedicado a algo relacionado con la historia o los idiomas, pero no tuve la opción de planteármelo porque, de un modo natural, todo giró alrededor del ajedrez. El juego llenaba mi vida por completo», afirma Ponomariov.
Al principio, Ruslan jugó muchas partidas con su padre. Cuando perdía, lloraba con desconsuelo. Aún no entendía (no podía entenderlo) lo que él mismo predica hoy como una moraleja: «En el tablero nunca pierdes, solo puedes aprender». Su salud, además, era débil. No tenía mucha altura y a menudo enfermaba. «El ajedrez era cómodo para mí porque me permitía competir sin luchar con mi físico», admite Ponomariov. Su madre le decía: «Tú en realidad tienes cuerpo de bailarín». Me imagino a Ruslan con mallas y zapatillas de media punta, a lo Vaslav Nijinsky, y pienso en que Ludmila quizás tuviera razón, pero, para entonces, el veneno del ajedrez, como un animal sigiloso, ya había buscado acomodo en el inquieto corazón de su hijo.
El primer entrenador de Ruslan fue Alexander Shmykov. Con él estudió finales y se sumergió en las partidas clásicas de Morphy y Anderssen. En 1993, Ruslan se instaló en Belenkoye, un diseminado de Kramatorsk, a unos 50 kilómetros de Gorlovka. Los padres de Ruslan buscaban un lugar donde su hijo pudiera seguir con su formación ajedrecista. Visitaron Kramatorsk y conocieron a Mijaíl Ponomariov, el director de la escuela de ajedrez. El hecho de que compartieran apellido, aunque no fueran parientes, les ayudó a tomar una difícil decisión. Ruslan, con solo diez años, se quedó a vivir con 'la otra' familia Ponomariov. Así fue como Boris, el hijo de Mijaíl, ejerció de hermano mayor y de entrenador, acompañando a Ruslan a todos los torneos que jugaba.
La progresión del pequeño fue portentosa. En 1995 se proclamó campeón mundial sub-12, en Kiev. En 1996 logró el campeonato de Europa sub-18, toda una proeza, pues sólo tenía 12 años. Nadie entendió que un mocoso le arrebatara el título a las jóvenes promesas del continente. ¿Quién es este chico?, se preguntaban. A los 14 años, Ruslan se coronó campeón mundial juvenil y, con ello, se convirtió en el gran maestro más joven de todos los tiempos, superando nada menos que a Bobby Fischer. En este último torneo, celebrado en Yereván (Armenia), Ponomariov nos regaló una obra de arte. A los lectores aficionados les recomiendo que revisen su duelo contra el ruso Alexei Iljushiny disfruten, de principio a fin, del juego coral de Ruslan. El movimiento 18, en el que Ponomariov cambia su torre negra por un alfil blanco (Txe3!!), es lo más parecido a un 'fouetté' de ballet clásico. Es de una belleza sublime. Ruslan consigue con ese golpe un desequilibrio táctico precioso y baila, baila como hubiera querido su madre, pero lo hace donde mejor sabe hacerlo, sobre el tablero.
A finales de 2001 la FIDE celebró el campeonato del mundo en Moscú, en el lujoso hotel Metropol, a un paso del teatro Bolshoi y a dos del Kremlin. El hotel es un templo sagrado, en él se escribió la primera constitución de la Unión Soviética. El torneo se disputó mediante un sistema eliminatorio en el que, de inicio, participaron 128 ajedrecistas. Cada ronda (dos partidas más desempate, si era necesario) se jugaba a vida o muerte, de tal modo que el perdedor del asalto quedaba fuera de la carrera por el título. Ruslan estuvo intratable. Venció a rivales de la talla de Morozevich y Svidlery, sin hacer ruido, con sus zapatillas de media punta, se plantó en la final, donde le esperaba su compatriota Vasili Ivánchuk, uno de los genios más extraordinarios del deporte ciencia. A decir verdad, nadie apostaba por Ruslan, pero el destino, caprichoso, estaba de su lado. El 23 de enero de 2002 Ponomariov alcanzó la mayor de las glorias soñadas. Con solo 18 años se convirtió en el chico de oro del ajedrez mundial, en el campeón más joven de la historia, batiendo la marca de Gari Kaspárov, que había logrado la corona en 1985 con 22 años.
Los aplausos rompieron el silencio de la sala de juego del hotel Metropol. Entre el público se encontraba un moscovita de excepción, el excampeón del mundo Vasili Smyslov, quien, a sus 80 años y casi ciego, fue testigo de la proeza de Ponomariov. La hazaña supuso para Ruslan un desembolso de medio millón de dólares. Y que el presidente de Ucrania, Leonid Kuchma, lo recibiera como a un héroe. En señal de reconocimiento, a Ponomariovle regalaron un piso en Kiev. «Lo del piso era algo normal entre los deportistas olímpicos que regresaban al país con alguna medalla», recuerda Ruslan. «Lo mío no era una medalla, pero era un campeonato del mundo». Y añade en tono filosófico: «Siempre hay un objetivo, y también tienes un camino. A veces sucede que lo sigues, llegas a la meta y no sabes cómo lo has hecho. Entonces te preguntas: ¿Y ahora qué? En mi caso, con solo 18 años, fue dramático».
En 2003 la afición daba por hecho que Ponomariov se mediría, como campeón FIDE, a Kaspárov, pues el Ogro de Bakú seguía portando la estola inmanente de ser el mejor jugador del mundo. Desde 1993, cabe recordarlo, el deporte de las sesenta y cuatro casillas vivía bajo el conocido «cisma del ajedrez», una situación que provocaba la celebración de dos campeonatos del mundo. Así, por el lado no oficial, el campeón era el ruso Vladímir Krámnik. El presidente de la FIDE, Kirsan Ilyumzhinov, quería unificar el título. Sin embargo, las cosas se complicaron. Tras unas largas negociaciones, se acordó que Ponomariov y Kaspárov se enfrentaran en el balneario de Yalta. Incluso se anunció que los presidentes Putin y Kuchma fueran los encargados de mover las primeras jugadas en la ceremonia inaugural. Pero, semanas antes de la gran cita, el propio Ilyumzhinov comunicó la cancelación del duelo en una rueda de prensa. Ponomariov no estaba de acuerdo con las condiciones propuestas y, muy a su pesar, se negó a firmar el contrato.
Desde entonces, se ha escrito mucho sobre este confuso episodio. Le pregunto a Ponomariov por los detalles de lo que realmente sucedió y me sorprende la honestidad de su respuesta: «Creo que fue un error por mi parte no explicar mi versión a los medios, sobre todo fuera de Ucrania. Pero yo era muy joven y no sabía hablar bien en inglés». Y explica: «Si las negociaciones hubieran dependido de Kaspárov y de mí, no hubiera sido tan difícil, pero se cruzaron muchos intereses, supongo que demasiados. Ilyumzhinov tenía los suyos y Rusia y Ucrania tiraban de los extremos de una cuerda que era política». En cierta ocasión, Ponomariov llamó por teléfono a Kaspárov para discutir sobre algunas condiciones del contrato, pero fue la madre de éste, Klara Shagenovna, quien descolgó al otro lado. Klara estaba muy ofendida con Ruslan.
Pasaron los años y, en 2009, Ponomariov y Kaspárov coincidieron en un vuelo de Zurich a Kiev. Kaspárov participaba en una convención política en Sebastopol. En el aeropuerto de Kiev había una cola enorme para pasar por el control de pasaportes. Entonces Ruslan se acercó a Gari: «Vamos juntos», le dijo. Y se acercaron al puesto de control: «¡Soy Ponomariov y él es Kaspárov, un gran jugador de ajedrez!». Kaspárov se ahorró unas dos horas de espera y quedó realmente agradecido.
En 2007, Ponomariov participó en Vitoria en 'La Liga de Campeones', un torneo en el que los ajedrecistas jugaban encerrados en una gran urna de cristal. Ruslan terminó segundo, por detrás del búlgaro Topalov, pero no pareció importarle. Se había enamorado de Inés Goñi, una getxotarra que trabajaba en la organización del torneo como traductora e intérprete. Quizás por eso perdió dos partidas seguidas.
Ruslan e Inés se casaron y hoy forman una hermosa familia. Tan hermosa que la piel de hielo se hizo agua. Y del robledo salió un cosaco con chapela y acento ucraniano. La mirada del cosaco, eso sí, sigue siendo la misma, la de aquel chico de oro que superó, uno a uno, todos los récords del ajedrez mundial. Aún nadie sabe cómo lo hizo, pero sí podemos intuir que ese era, y no otro, su camino.
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