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BARQUERITO
Lunes, 4 de junio 2018, 00:13
Miura echó dos toros de particular categoría. Segundo y sexto de una corrida sacudida de carnes, abierta de líneas, bien armada, y de traza y condición desiguales. Por la corrida entera y por la fama del hierro sacaron para bien la cara esos dos toros, que fueron, además, los más fieles a la marca legítima del hierro. La fijeza, el buen son, la prontitud, la entrega y hasta la alegría del segundo, el más largo de los seis, y el de más alzada, y por eso el más en tipo. La bravura eléctrica y grave del sexto, que imponía no solo por ser el más ofensivo del envío sino porque cada vez que vino a engaño lo hizo muy en serio. De salida, en banderillas y hasta el último viaje. Gran toro.
Bravo en el caballo -dos notables puyazos de Santiago Chocolate-, fue de particular viveza antes de picado. Con un mero giro de cabeza -el cuello agaitado de los miuras- parecía pasar revista a la tropa toda. No solo en eso fue singular, sino que, tan solo salir de toriles a cañón, enfiló a galope tendido el burladero de enfrente, el de los areneros, y lo saltó hasta el callejón con infinita limpieza. Ni se apoyó con las manos en la tabla testera ni en ella se quedó colgado de los cuartos traseros.
Saltos limpios de costado al callejón se han visto en las Ventas no pocos. Un salto limpio tan frontal y tan felino, probablemente nunca. ¿Un buendía de Felipe Bartolomé la tarde de Camino en la memorable corrida de la Beneficencia de 1970? Con los casi 600 kilos de este miura, ninguno. El toro debió de caer de pie, en la arena reapareció en cosas de segundos por una de las dos hojas del portón de Madrid y hasta hizo amago de encaramarse a uno de los dos pilares de cemento.
El salto y su sobresalto metieron en la corrida a quienes acusaran entonces el castigo de la inclemente dureza de cuarto y quinto de sorteo. El uno descompuesto e intemperante; violentísimo y todavía más descompuesto el otro, que no pasó ni una sola vez y, todavía en la primera vara, quiso quitarse el palo a cabezazos. Esos dos toros tan complicados fueron tan miuras como los otros dos de nota, pero de los de colmillo retorcido.
La manera de cabalgar del cuarto, que romaneó en el caballo y cobró tres varas a modo, la segunda, demasiado trasera y por eso muy lesiva; y el sentido del quinto, su manera de cortar y frenarse tan en seco que no hubo manera de tratarlo, ni cambiándose de mano ni mudando terrenos.
El primero, el más terciado de la corrida, cobró corrido y cabeceando tres varas, fue tan frágil como ágil, se puso pegajoso como siempre que se conjugan codicia y falta de poder, y solo llamó la atención cuando a la hora del descabello se tapó sin descubrir hasta el undécimo intento. Cárdeno claro -solo cárdenos la pinta del lomo, el hocico, las patas, los dos ojales y la mancha lucera del testuz, el resto de la piel impolutamente ensabanada- el tercero fue de bellísima lámina, arrancó de cuajo dos hileras de las mismas tablas que iba a saltarse el sexto, acusó los efectos del trompazo y, pese a su aire noble, fue tardo y no incierto, pero sí revoltoso.
El muestrario fue amplio. Largas las agonías. Quienes esperaban toros de hechuras colosales -en línea con el gigantesco promedio de este San Isidro- se vieron sorprendidos por las hechuras y los pesos de la corrida, que apenas pasó de los 550 kilos de media. Fue el carácter miura lo que llenó el ambiente. El ambiente y, salvo los casos de segundo y sexto, la plaza también.
Solo la mala fortuna o el desacierto -precipitación, falta de fe, error al elegir el momento o el terreno- privaron a Pepe Moral de repetir en Madrid con el segundo de la tarde sus sonados triunfos de Sevilla con toros de Miura. Con ellos se entiende ahora mismo mejor que nadie. Facilidad, recursos, su sentido del temple, que no es nuevo. Su juncal encaje. Su seriedad: ni un gesto de más, nada para la galería. En la mano tuvo ese miura de San Isidro como si tal cosa. Sin sufrir ni sudar gota. Apostando hasta el final de una faena más abundante por la mano derecha pero más emocionante por la izquierda.
Tandas ligadas y poderosas, bien tiradas, muy celebradas, de torero largo. Román, sorprendido demasiadas veces por el tercero. hizo con el sexto un supino esfuerzo que la mayoría tuvo en cuenta. Una faena con pequeños logros -una tanda enganchando toro por el hocico, un angustioso dar la cara- pero también lagunas mayores porque, si se habla de toros «exigentes», este lo fue en grado superlativo. Rafaelillo peleó con lote nada propicio. Ni siquiera para lucir sus dotes de torero lidiador y competente. O su reconocida habilidad con la espada. De una fea cogida salió apaleado: un puntazo en la ingle -la tira de la taleguilla descosida- y una lesión parece que leve en las cervicales.
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