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manuel azuaga herrera
Domingo, 1 de mayo 2022, 00:19
Desde principios del siglo pasado el ajedrez fue algo más que un juego en la Unión Soviética. El escritor Antonio Gude, gran conocedor de la historia del ajedrez ruso, me contó hace poco que el primer empujón para catapultar el juego-ciencia lo dio Alexander Genevsky, «una especie de comisario de la organización de reservistas que, en plena guerra civil, puso en marcha el primer Campeonato de la URSS». Al mismo tiempo, Stalin encomendó a Nicolái Krilenko, presidente del Comité de Justicia del Estado, la tarea de hacer del ajedrez una seña de identidad patriótica. «Genevsky y Krilenko», apunta Gude, «convencieron a las autoridades de los grandes beneficios que podrían derivarse del ajedrez y, en consecuencia, de la conveniencia de impulsarlo, pues era barato, ideológicamente impermeable y podría ocupar el ocio de los ciudadanos, ayudando a combatir la gran lacra rusa: el alcohol. Era un argumento irrefutable».
De este modo se configuró en la Unión Soviética un programa estatal bajo el lema 'Ajedrez y damas en las clases trabajadoras'. Lo que empezó como un proyecto político de jugada única terminó por hacer palanca hasta convertirse en una verdadera revolución cultural y civil. El juego fue calando entre las distintas capas sociales y se popularizó, en el sentido más literal del término. El ajedrez operó como la secuencia genética del pueblo soviético y, así como ocurre con el ADN y la información de sus –oh, casualidad– sesenta y cuatro codones, el noble juego pasó de generación en generación, de forma connatural e ineluctable. En otras palabras: no es fortuito que, desde 1948, recuperados los campeonatos oficiales tras la Segunda Guerra Mundial, nueve campeones del mundo hayan sido soviéticos o, posteriormente, rusos. Ellos no sólo habían aprendido ajedrez, lo habían heredado.
En la actualidad, uno de los beneficiarios de este legado ajedrezado es el gran maestro Nikita Vitiugov, número 23 del mundo en la lista de la FIDE. «Soy ajedrecista gracias a mi abuelo», reconoce Nikita. «Él fue un jugador amateur con un nivel fuerte. Su sueño era enseñar a mi padre, pero a mi padre parece que no le gustó demasiado. En cambio, a mí este juego me apasionó desde el primer minuto». Hoy, Vitiugov es el actual campeón de Rusia. Me entero de que desde hace poco vive en España, en la Costa Blanca, con su mujer y su hijo. Me pongo en contacto con él y descubro a un tipo educado, culto, amante de la literatura, de la poesía de Boris Grebenshikov y las películas de González Iñárritu. A Vitiugov le encanta el fútbol. Se declara fiel seguidor del Atlético de Madrid. Es socio y, cuando puede, acude al Wanda. «Las finales perdidas de 2014 y 2016 son los dos peores días de mi vida», confiesa. «Especialmente la de 2014, claro». Pienso en que ahora Vitiugov juega bajo la bandera de la FIDE y en que, a sus 35 años, aún tiene un espléndido futuro por delante.
Pero lo cierto es que las cosas han cambiado mucho, para él y para el resto de sus compatriotas. Por un lado, en la vieja nación del ajedrez escuece una herida de orfandad desde que Vladimir Kramnik perdió la corona en 2007. El título de campeón del mundo no ha vuelto a ser un motivo de orgullo nacional. Serguéi Kariakin estuvo muy cerca de recuperar la gloria perdida en 2016, pero el noruego Magnus Carlsen demostró, en un desempate sensacional, por qué es el Mozart del ajedrez. En diciembre de 2021, Ian Nepomniachtchi, la gran esperanza rusa, también sucumbió ante Carlsen, esta vez de forma aplastante. Por otro lado, la guerra entre Rusia y Ucrania ha desatado un conflicto político sin precedentes entre los ajedrecistas rusos, divididos entre los que apoyan la «operación especial» de Putin y los que se oponen frontalmente a la invasión.
En la madrugada del pasado 24 de febrero una columna de tanques rusos entró en suelo ucraniano. Al día siguiente, Nikita Vitiugov publicó en su cuenta de Twitter: «Es imposible de creer. En 2022, en Europa, hay personas que están muriendo por una guerra, el destino de decenas de millones de personas se rompe. Horror. Rusos y ucranianos son hermanos, no enemigos. Fin a la guerra». Semanas más tarde, un grupo de ajedrecistas rusos alzaron la voz y firmaron una carta abierta dirigida al presidente Putin. La misiva mostraba su solidaridad con los jugadores ucranianos e incluía una clara llamada a la paz: «El ajedrez te enseña la responsabilidad por las acciones propias; cada jugada cuenta y un error puede conducir a un fatal punto de no retorno. […] Está en juego la vida de las personas, los derechos y libertades fundamentales, la dignidad humana, el presente y el futuro de nuestros países». Entre los firmantes se encontraban Nepomniachtchi, Grischuk y Dubov, grandes figuras nacionales con proyección internacional, y la dos veces campeona del mundo, Alexandra Kosteniuk.
Al mismo tiempo, en el otro lado del tablero, descollaba con fuerza Serguéi Kariakin, quien envió otra carta a Putin manifestando su apoyo al 'casus belli'. El excampeón del mundo Anatoli Kárpov, leyenda viva del ajedrez, es miembro de la Duma por el partido Rusia Unida de Putin y, en consecuencia, avaló la resolución que reconocía la independencia de las autoproclamadas República Popular de Donetsk y República Popular de Lugansk. Debido a ello, el Consejo de la Unión Europea lo sancionó, así que, a los efectos, Kárpov no puede pisar territorio comunitario. Por su parte, la Comisión de Ética y Disciplina de la FIDE también castigó a Kariakin por sus manifestaciones en redes sociales a favor del presidente ruso: seis meses de inhabilitación. El castigo deportivo a Kariakin cayó como una bomba en la comunidad ajedrecística y generó reacciones centrífugas, a favor y en contra. Hace unos días, el campeón del mundo Magnus Carlsen cuestionó la decisión de la FIDE: «No estoy de acuerdo con Kariakin en absoluto, pero ¿es correcto expulsar a las personas por una opinión que no toleramos? No estoy seguro de ello. Esta actitud puede dar sus frutos en tiempos difíciles pero, al hacerlo, también estamos sentando un precedente». Kárpov, hombre sagaz como pocos, aprovechó entonces su turno y dijo: «Magnus es genial. Puedo estrecharle la mano. No esperaba que hiciera esta declaración».
El gran maestro ruso Daniil Yuffa vive en España desde hace dos años. Desde octubre de 2021 juega bajo bandera española. Me pongo en contacto con él y le pregunto por la situación de los jugadores en su país. «Rusia ha vuelto a los tiempos de la Unión Soviética, con denuncias y persecuciones políticas», aclara Yuffa. Y añade: «Todos los ajedrecistas que firmaron la carta contra la guerra están en riesgo». Sobre el caso particular que afecta a Kariakin habla con franqueza: «Kariakin recibió el título de gran maestro cuando era ucraniano. Es una vergüenza que ahora llame a bombardear el país donde nació. Yo no puedo juzgar si la FIDE hizo lo correcto, pero es obvio que Kariakin decidió poner fin a su carrera con sus palabras». Nikita Vitugov se expresa en una línea argumental parecida: «No tengo miedo a dar mi opinión y, desde luego, no estoy de acuerdo con Kariakin. Entiendo que él es adulto y puede tener sus opiniones, pero también que todas las acciones tienen sus consecuencias».
Los ajedrecistas Vladimir Fedoseev (34º del mundo en la clasificación FIDE) y Kirill Alekseenko (38º) han abandonado Rusia y han buscado refugio en España. Antes que ellos, Evgeny Romanov, medalla de bronce en el Campeonato de Europa de 2013, anunció que cambiaba su nacionalidad deportiva para jugar con Noruega. Anatoli Karpov, al conocer la noticia, comentó al respecto: «No culpo a Romanov, es una decisión personal, pero yo no lo habría hecho. Rusia es el centro del mundo del ajedrez mundial. Romanov podría tener problemas». El portal 'Chessbase' se hizo eco de otros casos similares: jugadores rusos que aprovechan su participación en algún torneo del extranjero para no regresar. «La situación es difícil», explica Yuffa, «porque, debido a las sanciones impuestas por Occidente, es complicado sobrevivir económicamente. Las tarjetas bancarias, por ejemplo, no funcionan fuera de Rusia, y esto hace que algunos jugadores escapen del país pero se vean obligados a volver».
Vitiugov reflexiona sobre la pertinencia de estas sanciones políticas: «Soy ruso y no quiero celebrar medidas que van en contra de mi país natal, especialmente si afectan a deportistas. Pero, al mismo tiempo, entiendo la razón de este tipo de decisiones». Nikita quiere dejar claro que él y su familia no están en España a causa de la guerra. Podría ser, pero no es el caso. «Llegamos el año pasado. Mi vida aquí no está conectada con el 24 de febrero». Le pregunto si, desde la distancia, se atisba alguna solución al conflicto. «Hay que parar el fuego», responde. «No sé que pasará después, pero hay que pararlo». Vitiugov imprime un punto lírico a lo que dice. En su cuenta de Telegram escribe pequeños textos sobre su vida, el fútbol y el ajedrez. Me confiesa que prefiere el verso a la música. Entre sus referentes culturales nombra a Yuri Shevchuk, líder de la banda de rock DDT, compositor y activista por la paz. Busco en internet a Shevchuk. Es una especie de Bob Dylan ruso, un tipo comprometido que ha dado conciertos en Chechenia y se ha enfrentado públicamente a Putin.
Llevo días oyendo a Shevchuk. Hace dos semanas, durante un concierto en Vorónezh, se dirigió al público y, en clave filosófica, dijo: «En su libro 'El Estado', Platón entabla un diálogo con Sócrates y, entre otras cosas, afirma que lo principal no es la libertad, sino la bondad. Luché por la libertad toda mi vida pero ahora entiendo que la amabilidad es lo más importante. Si somos amables los unos con los otros y tratamos de entendernos, entonces tendremos libertad… y después todo lo demás». Me viene a la memoria la obra 'White chess set', de Yoko Ono, una alegoría pacifista en la que la artista japonesa dispuso sobre un tablero dos bandos de piezas blancas. Yoko Ono creía que, en el medio juego, los rivales se confundirían y tendrían que llegar a un acuerdo pacífico. En la práctica, siento decirlo, ocurre todo lo contrario: la confusión provoca nuevas batallas.
Me entretengo leyendo los textos de Vitiugov hasta bien entrada la madrugada. Pienso en escribirle y contarle lo que Shevchuk dice sobre la bondad platónica, pero no lo hago. No quiero que piense nada extraño de mí. Me pongo los auriculares y oigo un tema de Shevchuk a todo volumen. Me resulta hermoso y pegadizo. Tarareo. Con la ayuda de un programa, traduzco la letra del ruso al español. Entonces comprendo lo que canta y me conmuevo:
«Cuando se acabe el petróleo, volverás a estar conmigo,
cuando se acabe el gas, volverás a mí en la primavera.
Plantaremos bosques y haremos el paraíso en una cabaña,
cuando todo termine, ¡el alma se llenará!
Cuando el petróleo se acabe, nuestro presidente morirá
y el mundo será un poco más libre».
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Carlos Barea
Iván Gelibter
José Antonio Guerrero | Madrid y Álex Sánchez
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