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Sr. García .
El estuche de ajedrez

El estuche de ajedrez

¿Qué tiene este juego que ha logrado a lo largo de la historia que muchos artistas y creadores de diferentes lugares y épocas se rindan ante él?

chiqui barbero y Sr. García .

Domingo, 30 de diciembre 2018, 00:23

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Decía Le Corbusier que la casa debe ser el estuche de la vida. Una inmensidad hueca de la que salimos y a la que siempre volvemos, el lugar que nos sirve de punto de partida y de destino donde se reposa. Cientos de objetos llenan y acaloran el ahuecado espacio convirtiéndolo en hogar, pero en particular evoco a veces la misma destinación que Le Corbusier asignaba a la casa cuando abro la antigua caja donde duermen las figuras con las que aprendí de niña a jugar al ajedrez. Cada una de esas piezas sale del estuche como el ser que, tras despertar de nuevo a la vida, abandona su refugio tomando posesión de su puesto en el mundo, listo para afrontar las luchas que traerá el día. Me gusta el ajedrez. Me gusta el diseño casi aerodinámico de las figuras y su ausencia del color, como si ese mundo limitado en blanco y negro avivara nuestra mente y la animara a llenarlo de tonalidades y vida. Me gusta la pundonorosa y bella danza de sus piezas, porque el ajedrez es una verdadera coreografía donde cada figura se conjunta con todas las demás en un juego abstracto y a la vez plástico de caracteres, funciones y movimientos: la gravedad y solemnidad del rey en su parsimoniosa andadura; la dama potencialmente ubicua como la inteligencia misma; la abnegada fidelidad de los peones, modestos pero impertérritos; los desconcertantes requiebros de los caballos; la astucia de los escurridizos alfiles; la tozuda nobleza de las torres.

Ese gusto por el ajedrez hace que mi atrevimiento a hablar de él obedezca a la idea de proyectarlo a un plano donde se puedan abarcar otras artes y encontrar a quienes provenientes de otros ámbitos lo practicaron con maestría, más que a un análisis teórico, para el que yo sólo me siento una reverente aficionada. Porque quizá sea el ajedrez el juego que todo el mundo conoce pero sólo unos pocos juegan bien. Un juego que se ha asociado directamente a estrategias militares y políticas. Maquiavelo, en su politología, contaba por experiencia que las intrigas y batallas políticas eran mucho más sucias y viles que las luchas honradas de un tablero con sus reglas estipuladas, que tan minuciosamente el filósofo diplomático estudió. Pero a lo largo de la historia el ajedrez también se ha asociado a otros muchos ámbitos de la vida. Si entra en relación con nuestro mundo es porque, además de ser razonamiento y teoría, es emoción, pasión y sensibilidad, rasgos que definen al jugador de ajedrez no menos que a cualquier artista.

¿Pero qué tiene este juego que logra que muchos creadores de diferentes lugares y épocas se rindan a él?

La música

Una razón por la que el ajedrez atrae tanto a los músicos es que jugar es como componer, y que al placer de la creación de sus propias armonías se añade la emoción de la lucha por la vida. Estas bellas palabras del violinista Misha Elman, maestro en este juego, es una de las muchísimas anotaciones que este brillante músico escribió sobre ajedrez. También Prokofiev, conocido como uno de los grandes compositores del siglo XX, fue otro excepcional ajedrecista. No sabemos si Prokofiev dedicó el mismo tiempo a resolver problemas ajedrecísticos que a componer hermosas partituras, pero sí nos consta que alcanzó una maestría en este juego que lo hizo capaz de disputar partidas con el mismísimo Capablanca.

Otros músicos como Schumann, Beethoven, Rimski-Korsakov, Scriabin o Ravel fueron igualmente jugadores de altísimo nivel. Mozart, por ejemplo, además de ser un prodigio musical se convirtió en el mejor ajedrecista de la época.

El vínculo entre ajedrez y música queda evidenciado como una relación bien avenida si tenemos en cuenta los rasgos comunes que podemos encontrar entre ellos: la creación, la improvisación, la armonía del movimiento o la capacidad de abstracción y síntesis, porque de la misma forma que el músico canta interiormente sus obras el ajedrecista piensa la partida sin mover las piezas. Y el ritmo, pautado por los tiempos que –cual metrónomo marcando el pulso musical– asigna el mudo e implacable cronómetro, dirigiendo esa alternancia de impactos de las piezas sobre el tablero, donde sólo cabe escuchar el sonido de las jugadas.

La filosofía

Pero además de tan prestigiosos músicos, también hubo filósofos, escritores, pintores y cineastas que mostraron un fuerte magnetismo por el ajedrez, no sólo por su naturaleza intelectual, sino como tema de reflexión y su fuerza metafórica. Desde su remota aparición hasta nuestros tiempos muchos creadores supieron ver la dimensión trascendente que este juego tiene.

Ya los antiguos griegos intuyeron que el ajedrez podía ser un valioso campo de estudio, precisamente porque permite que en él se practique la filosofía en su forma más pura, es decir, como disciplina capaz de relacionar distintos saberes. Sócrates, en el 'Fedro', cuenta que el rey egipcio Teut inventó la escritura, los números, la geometría y el juego de ajedrez –así lo describe Platón, justificando en sus diálogos estas invenciones–, con esa concienzuda voluntad del hombre por entender el mundo y ordenarlo, por buscar sentido en el azar, expresando la inteligibilidad a través de las palabras, los números y las combinaciones.

También se ha citado a Aristóteles como uno de los inventores de problemas de ajedrez, aconsejando su práctica por sus virtudes terapéuticas y como eficaz remedio para ahuyentar el desánimo y superar la frustración.

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Grandes pensadores de la Ilustración como Rousseau y Hume disputaron partidas, demostrando que su afición al ajedrez iba más allá del pasatiempo. Tampoco debería sorprendernos que Leibniz o Bertrand Russell fueran magníficos ajedrecistas, dada la vinculación del juego de tablero con el mundo matemático. Wittgenstein fue otro de los filósofos que recurrió al ajedrez para ilustrar sus tesis y elaborar símiles sobre el significado y la estructura del lenguaje. Quien conoce a Wittgenstein sabe que fue el filósofo del silencio, y quizá sea precisamente la ausencia de lenguaje y los largos silencios lo que más necesita y en lo que más se recrea el jugador. Cuentan que Walter Benjamin y Bertolt Brecht disputaban larguísimas partidas sin cruzar una sola palabra, y que cada vez que se levantaban de la mesa era como si dieran por finalizada una conversación. Basta con presenciar el imponente silencio sepulcral que se respira en cualquier campeonato.

La literatura y el arte

La literatura también quedó seducida por el ajedrez. Poetas y escritores crearon poemas y narraciones sobre el mundo de los escaques, asociándolo a conflictos y estrategias, a desengaños amorosos y, por supuesto, a nuestra propia mortalidad. Muchos fueron los escritores que consagraron horas al ajedrez para luego traducirlas al lenguaje en algunas de sus obras.

El libro de ajedrez, encargado por Alfonso X El Sabio, es el texto más antiguo que sobre este juego tenemos en España. Este códex alfonsino enumera las reglas del juego, aporta bellísimas reflexiones e incluye más de cien problemas ajedrecísticos, la gran mayoría de los cuales al parecer fueron recogidos de tratados árabes.

En nuestro Siglo de Oro, Cervantes escribió en el Quijote algunos fragmentos dedicados al ajedrez, y Lope de Vega numerosos versos que contribuyeron decisivamente a la popularización del juego, hasta entonces reservado en exclusiva a ambientes cortesanos. En el libro 'Los locos de Valencia' escribe Lope audazmente: «¡Bien parece que esta vida / es un juego de ajedrez! / ¡Oh, como es mudable y vana / y échale en esto de ver / que una pieza blanca ayer / puede ser negra mañana». En 'Camino de perfección', Santa Teresa hace alarde de ser conocedora del juego de ajedrez: «La dama es la que más guerra le puede hacer en este juego, y todas las otras piezas ayudan. No hay dama que así le haga rendir como la humildad [...]». En la novela 'El sobrino de Rameau', Diderot muestra lo buen ajedrecista que fue. Y en la famosa obra 'Alicia en el país de las maravillas' Lewis Carroll reflejó las rígidas convenciones de la sociedad inglesa en el juego de ajedrez que la niña afronta a través de un espejo.

Pushkin jugaba al ajedrez todos los días, sin excepción. Se cuenta de él que, desafiando todo augurio, jugó su última partida justo antes de acudir al fatal duelo a pistolas, elevando así el juego a una dimensión trágica y encarando el reto mortal con un espíritu lúdico: no en vano fue el autor de un Don Juan. También Tolstoi fue durante toda su vida un gran apasionado del tablero. Famosos fueron los encuentros con grandes ajedrecistas rusos en su casa Yasnai Poliana y las amenas partidas con su gran amigo Chejov. Hermann Hesse no escatimó horas del día para dedicarlas al estudio de problemas. No menos tiempo dedicó Vladimir Nabokov a componer problemas de ajedrez durante sus años más prolíficos, que fructificaron en la novela 'La defensa', basada en la abrumadora vida del maestro de ajedrez Curt von Bardeleben, que al final se suicida arrojándose al vacío.

Stefan Zweig escribió su obra maestra 'Novela de ajedrez' como una obra comprometida y descarnada en la que nos cuenta la capacidad de resistencia que puede llegar a tener el ser humano cuando se ve sometido a grandes presiones, en tiempos del horror nazi. Faulkner combatía sus crisis jugando en solitario al ajedrez recluido en la casa Rowan Oak, que convirtió en su santuario. Julio Cortázar pensaba que el ajedrez era un epítome de la dimensión lúdica de la vida, y Sabato quedó convencido de que el hombre no inventó el ajedrez, sino sólo lo descubrió. Silvana Ocampo o Borges no llegaron nunca a ser muy buenos jugadores, pero sí se apropiaron simbólicamente del ajedrez convirtiéndolo en un elemento recurrente en algunas de sus obras.

El ajedrez es una necesidad imperiosa igual que el arte y la literatura, afirmaba el novelista ruso Iván Turgueniev. Y sí, posiblemente jugar sea como una danza, como una pintura o una escritura, o mejor quizá, como una lectura, un juego entre dos lectores que ganará quien mejor sepa leer al otro.

El hecho es que durante siglos ajedrez, arte y filosofía han entrecruzado sus respectivos caminos y que casi todas las expresiones artísticas han sabido representar y referir este juego en las diferentes épocas.

El ajedrez también ha sido elemento decorativo y los pintores lo incluyeron en sus cuadros utilizándolo en parte de las escenas que componían.

Muchos artistas realizaron obras inspiradas en el ajedrez, desde antiguos frescos como 'La muerte jugando al ajedrez', pintado por Albertus Pictor –en el cual se inspiró Bergman para rodar El séptimo sello–, hasta las pinturas de las vanguardias, con Paul Klee, Kandinski o Marcel Duchamp, quien llegó a plantearse dejar el arte de la pintura por el juego de ajedrez.

El cine

La potente fuerza alegórica que tiene el ajedrez ha hecho que algunos cineastas también le dieran presencia en sus largometrajes. En los tempranos inicios del cine mudo, este juego ya aparece como protagonista en películas como 'La fiebre del ajedrez', que retrata la pasión de los torneos de los grandes ajedrecistas. Pero si hay una película que toma como hilo conductor el ajedrez y lo lleva al más alto plano artístico y filosófico es sin duda la ya mencionada 'El séptimo sello' de Ingmar Bergman. Mi interés tanto por el ajedrez como por el cine me llevó a fijar la mirada en el famoso fotograma del caballero y la muerte jugando la partida. Este fotograma supuso para mí el descubrimiento de esta obra maestra, y me hizo entender por qué Bergman utilizó en algunos de sus trabajos –también en el inicio de 'Fresas salvajes'– la presencia de un tablero.

En 'El séptimo sello', el caballero –encarnado por Max von Sydow, actor fetiche de Bergman– juega una partida con el hombre vestido de negro que encarna a la muerte. Podría decirse que en esta famosa partida cinematográfica Bergman adopta la posición de Zugzwang, es decir, que cualquiera de los movimientos que el caballero haga frente a las negras, ya sea inmediato o futuro, será en vano y no evitará el jaque mate al rey blanco. Para Bergman las blancas están perdidas y son tan impotentes como el ser humano ante su ineluctable destino fatal.

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Hay otras películas no referidas expresamente al ajedrez pero que contienen escenas memorables, como '2001: una Odisea en el espacio' de Stanley Kubrick, que advierte del triunfo de la máquina frente al hombre cuando en un primer momento el ordenador parecer haber vencido al astronauta Poole. En 'Blade Runner', quizá la más famosa película de ficción, el director Ridley Scott rescata una partida real del siglo pasado, 'La inmortal', conocida por su breve duración. Scott quiso simbolizar en su película el escaso tiempo de existencia de los replicantes, pero también de quienes no lo son, pues para este director, a diferencia de Bergman, el más temible adversario no es la muerte, sino el tiempo y su fugacidad.

En otra película mítica del cine clásico, 'Casablanca', vemos al protagonista Rick –interpretado por Humphrey Bogart– sentado y jugando solo al ajedrez, advirtiéndonos de que en la soledad el ajedrez puede llegar a sentirse como el mejor compañero. Bogart, casi profesional en el juego, convenció al director para incluir la secuencia ajedrecista. La lista se prolongaría, pues han sido numerosas las películas en las que el ajedrez se convirtió en motivo central. Por mi vinculación con la danza, no quisiera pasar por alto la película 'Tango', de Carlos Saura. En el número musical de la maravillosa pieza de Astor Piazzolla titulada 'Calambre', la maestría de Saura le permitió convertir el escenario en tablero y a los bailarines en figuras de ajedrez. Toda esa coreografía podría representar una partida de ajedrez a través de la danza. El 'calambre' es una sacudida en la que la atracción y la repulsión que definen el magnetismo, representadas como lo blanco y lo negro, se sienten respectivamente como adherencia y crispación; así es como el ajedrez puede llegar a ser un juego de fijación y distanciamiento, de dependencia y rechazo entre jugadores.

Pero podríamos entender mejor esta dicotomía que tiene el ajedrez a partir de su etimología. La palabra «ajedrez» procede de palabra persa «sha», que significa «rey» o «emperador». De «sha» proceden además tanto «jeque» como «jaque», que respectivamente significan «rey» y «magnicidio». Por tanto, ya etimológicamente el ajedrez representa el señorío, la grandeza, la magnificencia elevados a su máxima encarnación en el rey, así como la crueldad, la fiereza, y el resentimiento llevados también a su máxima expresión en el magnicidio. En fin, no nos cuesta imaginarnos a ángeles y demonios jugando al ajedrez. Desde cualquier enfoque que adoptemos, constantemente nos remite el ajedrez al enfrentamiento primigenio entre el orden y el caos, entre el bien y el mal. Curiosamente las blancas tienen primacía por ser mejor y las que inician siempre el juego y, en consecuencia, las que lo dominan, pero nada impide que las negras sean al final las ganadoras.

La mujer

Esta dialéctica de lo excelso y lo ínfimo que ya concita la etimología de 'ajedrez' actúa en la discreción desmontando toda aparatosidad, en la inteligencia nada aparente que acalla toda arrogancia y en la paciencia que acaba triunfando sobre toda prisa por alardear: a esto se refería Santa Teresa al hablar de la victoriosa humildad de la dama. Todas ellas son cualidades tradicionalmente asociadas a lo femenino, y así es como el ajedrez ha acabado siendo un ámbito donde la mujer, teniendo como punto de partida un margen discreto, se ha ido imponiendo.

La mayoría de los ilustres personajes que he citado –y muchos otros quedaron en el tintero– practicaban el arte del ajedrez habitualmente con sus mujeres, que fueron ajedrecistas no menos hábiles. Y es que la figura de la mujer ha estado siempre presente en este juego. Reinas, princesas y emperatrices se convirtieron en magníficas jugadoras, porque jugar al ajedrez entraba dentro de su estricta educación. Isabel la Católica, Cristina de Suecia o la emperatriz Catalina la Grande fueron temibles ante el tablero. Santa Teresa de Jesús se convirtió en patrona de los ajedrecistas de España, por su conocimiento del juego y por ser mujer luchadora y sagaz dentro y fuera del tablero.

Pero el ajedrez ha sido siempre un mundo vinculado con lo masculino. La competición está enormemente masculinizada, quedando apartada la mujer de la élite ajedrecista. Y parece paradójico, porque la dama es la pieza más importante en el juego de ajedrez. Si hay un deporte de élite en el que una mujer puede derrotar a un hombre es el ajedrez. Campeones como Boby Fischer o Kasparov tuvieron grandes prejuicios y pensaron que el nivel que una mujer podría ofrecer en un campeonato era mucho más pobre que el de un hombre. Pero los míticos tiempos de Boby Fischer ya pasaron. Kasparov se negó durante mucho tiempo a jugar con la campeona Judith Polgar por considerarla una rival débil, pero finalmente accedió. Judith Polgar se encargó de silenciar para siempre sus palabras ganando siete partidas de diez al arrogante campeón.

Lo cierto es que no existe ni debe haber ninguna diferencia intelectual entre hombre y mujer, ni en ajedrez, ni en ninguna otra parcela de la vida.

El ajedrez es un juego de creación sujeto a estrictas reglas. Pero hay otra dimensión en él: lo implacable de la inteligencia, que puede hacer del ajedrez un juego cruel. «Una lucha fría, serena, impiadosa y reflexiva»: así lo describía Nietzsche recurriendo a la metafórica del juego en su filosofía sobre «la voluntad de poder». Y es que, igual que hay un tipo de cortesía que puede ser más despectiva que la grosería, también una dialéctica estrictamente racional puede ser más devastadora que una discusión acalorada. En este juego parece no importar la persona del adversario, hasta el punto de que un jugador puede llegar a ignorar absolutamente al otro. Lo único que cuenta es el tablero, un espacio absolutamente objetivo que deja fuera la subjetividad de los jugadores.

Ninguno de ellos está dentro del tablero, y uno no puede poner su mano en él hasta que el otro ha retirado la suya. El tablero marca una separación entre los contrincantes, que es precisamente la que convierte el ajedrez en una contienda abstracta y por abstracta, cruel. De hecho se pueden jugar partidas enteras sin mirar ni una vez al adversario.

No es casualidad que se hayan mencionado diplomáticos como Maquiavelo o Leibniz: el ajedrez es todo un arte de diplomacia, un mediador que sienta a dialogar al tablero contrarios aparentemente irreconciliables como lo lúdico y lo trascendente, la inteligencia lúcida y las pulsiones ciegas, o la quietud y el fervor. Y no sólo el ajedrez es diplomacia, sino que la diplomacia es ajedrez; ya su etimología nos remite a 'duplo-', que la define como juego a dos bandas.

Llevando más allá estas reflexiones, se podría pensar también que una inteligencia externa pone en marcha nuestro mundo, sea de una forma amable o cruel, venga del poder divino, económico o político. Quién sabe si, –parafraseando a Jacinto Benavente–, el mundo no será en resumidas cuentas más que eso, un gran tablero de ajedrez al que unos seres juegan con nosotros como nosotros jugamos con la figuras.

Pero, como artista apasionada y empedernida romántica que soy, me gusta pensar que en el ajedrez se funden la sensibilidad del arte, la pasión de la literatura, la razón de la ciencia y el conocimiento y la profundidad de la filosofía. Y es que hay algo en el ajedrez que nos brinda la posibilidad de ser otro o de no ser nadie, de olvidarnos del mundo y de nosotros mismos, como lo hace el buen cine o un buen libro, capaz de conducirnos a otros lugares o de hacer que nos adentremos en otra dimensión.

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