Bronstein, un peón en el tablero de la KGB
Cuentos, jaques y leyendas ·
«No llores por una partida –le dijo a Bobby Fischer–, a mí me quitaron un campeonato del mundo y no derramé una lágrima»manuel azuaga
MÁLAGA
Domingo, 24 de mayo 2020, 00:24
Finales de agosto de 1950. Plaza Komsomólskaya, Moscú. El salón central del Club de Ajedrez de los Ferroviarios Soviéticos está abarrotado. El club es en realidad un teatro con capacidad para 1000 personas. Sobre el escenario, dos boxeadores mentales en el ring blanquinegro de un tablero. Desde hace casi un mes se golpean sin piedad con jaques y amenazas de mate. El vencedor se convertirá en el candidato oficial al título de campeón del mundo de ajedrez, de ahí que nadie quiera perderse el espectáculo. Es domingo: decimocuarto round. Se habían fijado doce encuentros iniciales, pero ninguno de los púgiles ha puesto a merced del otro su mandíbula batiente. Hoy todo va a decidirse. Isaak Boleslavski, un tipo fornido, de cuello ancho y cara de buena persona (o de matón de la mafia), juega con blancas, así que, en principio, tiene ventaja. Y todo va más o menos bien hasta la jugada número once. Boleslavski debería haber amenazado a la dama negra con su alfil, y con ello ganar tiempo, aplazar los planes de ataque. Pero la presión le puede. Avanza con su caballo hasta la casilla b5. El público murmura en sus asientos. Las negras defienden sin complicación la eventual amenaza y, de paso, mejoran su posición. Unas jugadas más tarde, Boleslavski es consciente de la tragedia. Desesperado, sacrifica su dama a cambio de dos piezas y, poco después, se rinde. Estrecha la mano de su rival, un tipo menudo, con gafas, al que admira y quiere desde hace años, y le desea suerte en su lucha contra Botvinnik, el campeón del mundo. El tipo menudo oye voces y aplausos. El árbitro se acerca a la mesa de juego y le dice algo. Lo llama por su nombre de pila, Devik, pero él sigue ahí, paralizado, con las gafas empañadas, observando su torre negra en h5.
David Bronstein (1924-2006), Devik para los amigos, es (quizás junto a Najdorf y Tal) el ajedrecista más admirado y querido de la historia del juego ciencia. Su estilo romántico, agudo y combativo abrió una nueva veta de esperanza en el marco clásico de la conocida escuela soviética, con Botvinnik como patriarca indiscutible. «Jugar por el título de campeón del mundo es un sueño», escribió Bronstein. «He estado soñando con esto desde el día en el que entré en el Palacio de los Pioneros de Kiev y le demostré al estricto entrenador Konstantinopolsky que era capaz de convertir un peón en una dama». Los llamados Palacios de los Pioneros eran lugares de instrucción para los niños soviéticos que eran elegidos por el poder. Allí estudiaban música, matemáticas o cualquier otra disciplina que el Kremlin considerara de importancia, como el ajedrez.
Bronstein contó en muchas ocasiones que aprendió a jugar, gracias a su abuelo, cuando tenía 6 años. En 1937 arrestaron a su padre, Iohono Bronstein, acusado de alentar a los trabajadores del molino que administraba. Lo condenaron a siete años de trabajos forzados en el Gulag. Este destierro marcaría el futuro del pequeño Devik con el estigma de ser el hijo de un enemigo del pueblo. El escritor Antonio Gude ha traducido parte de la obra de Bronstein ('El ajedrez de torneo' es, sin duda, un libro de culto) y trabó amistad con nuestro protagonista en la década de los 90. En 'Nuevas conversaciones con Bronstein' (Jaque, n.º 443, 1997), un artículo realmente conmovedor, Devik le confiesa: «Cuando era adolescente, había leído en el periódico que un joven músico famoso había intercedido ante Stalin por la suerte de su padre, un preso político. Su padre fue liberado. Yo no creía que pudiese llegar a ser lo que se dice famoso en ajedrez, pero quizá si llegaba a conseguir cierto nombre, podría interceder.[…] Pensaba que algún día podría escribir una carta a Stalin y solicitar indulgencia para mi padre».
Bronstein logró vencer en varios torneos juveniles ante rivales de mayor edad y, con 16 años, se proclamó subcampeón de Ucrania, curiosamente por detrás de su amigo Boleslavski. En aquellos tiempos, Devik estudiaba cientos de partidas de la época romántica. Estaba convencido de que el secreto del ajedrez se escondía en el legado de los clásicos. Me lo imagino analizando a Morphy o a La Bourdonnais cuando en junio de 1941 los nazis cruzaron la frontera soviética. Gude me describe aquella escena y su fascinación por un muchacho que «se lanza, mochila al hombro, a recorrer Georgia y Osetia del Norte, sin más referencias ni más armas que su habilidad en el ajedrez». La tercera mujer de Bronstein, Tatiana, el gran amor de su vida (¡hija de Boleslavski!), narró este episodio con amargura: «Desde aquel momento, su destino fue vivir como un vagabundo. Debió haber muerto durante la contienda, pero la suerte fue su aliada». En efecto, como el resto de jóvenes de su generación, Bronstein fue reclutado, pero evitó ir al frente debido a su miopía. Este privilegio, sin embargo, le acompañó en forma de culpa el resto de sus días. «Me sentía avergonzado».
En la primavera de 1944, Iohono Bronstein fue liberado. No hubo carta ni recomendación mediante. Sencillamente su salud estaba tan deteriorada que no podían mantenerlo ni un día más en el Gulag, por eso lo saltaron. Así que Bronstein decidió cuidar de sus padres y buscó el modo de saltarse la orden que les prohibía acercarse a menos de 100 kilómetros de Moscú o de Kiev. Para entonces, Devik era un ajedrecista muy respetado y, a petición de Boris Vainstein, presidente de la Federación de Ajedrez de la URSS, ingresó en el Club Deportivo Dínamo, asociado a la NKVD, un departamento gubernamental para asuntos internos que años más tarde se convirtió en la KGB.
En 1948, tras la muerte del campeón del mundo Alexander Alekhine, la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) organizó un torneo entre cinco jugadores (Botvinnik, Smyslov, Reshevsky, Keres y Euwe) para proclamar al sucesor de la corona. Sería muy cruel por mi parte decirles que Mijail Botvinnik no mereció el título, pero deberían saber que Stalin presionó a Keres y Smyslov para que perdieran sus partidas contra él, pues era el elegido por el régimen. Smyslov, obediente, no ganó ningún duelo directo y Keres derrotó una sola vez a Botvinnik, pero lo hizo en el último encuentro, cuando el patriarca ya tenía garantizado el triunfo. Años más tarde, Bronstein criticó a la FIDE a cuenta de este campeonato: «Fue especialmente sospechoso» que no incluyeran a Najdorf, «quien por entonces era, sin lugar a dudas, uno de los grandes maestros más fuertes del mundo».
Ese mismo año, Bronstein ganó con autoridad el Torneo Interzonal celebrado en Saltsjöbaden (Suecia), lo que le dio el pase directo para jugar el Torneo de Candidatos de 1950. Algunas fuentes y obituarios cuentan que, antes del inicio de la última partida en tierras suecas, un espectador atacó a Bronstein armado con un cuchillo. A pesar de los detalles ofrecidos, quiero pensar que este amago de asesinato jamás ocurrió, ya que Devik nunca habló de ello. Meses más tarde, con solo 24 años, Bronstein logró el título de campeón de la URSS.
Romántico, agudo y combativo, David Bronstein abrió una esperanza en el marco clásico de la escuela soviética
Conocido como 'Devik', tuvo que crecer en la Rusia de Stalin con el estigma de ser el hijo de un enemigo del pueblo
Volvamos a la torre de h5 del principio de este relato, a la gran batalla del ring de la Plaza Komsomólskaya. Aquel duelo con guantes de jaque se celebró porque Bolevslaski permitió a Bronstein alcanzarlo en la clasificación del Torneo de Candidatos previo. Y es que Bolevslaski aún no le había ganado una partida a Botvinnik, así que pensó que, si empataba con Bronstein en el primer puesto, quizás la FIDE les permitiría jugar un triangular, un formato que le daba algo más de esperanza. Pero la FIDE les obligó a desempatar para que solo pasara uno de los dos. Por eso mordió la lona del tablero en aquel fatídico decimocuarto round. Y por eso Bronstein se convirtió en el retador oficial al título de campeón del mundo.
Lo que ocurrió después es bien conocido. Bronstein y Botvinnik se enfrentaron en la Sala de Conciertos Tchaikovsky de Moscú (1951), el mismo templo en el que Kaspárov, años más tarde (1985), le birló la corona a Kárpov. La historia del ajedrez es caprichosa. Bronstein y Botvinnik no solo eran enemigos públicos, también representaban dos estilos opuestos de entender el juego. Se pactó un encuentro a 24 partidas, por lo que el vencedor tendría que obtener 12 puntos y medio. En caso de empate, Botvinnik, que no jugaba partidas oficiales desde que se proclamó campeón en 1948, mantendría el título. A falta de dos encuentros, Bronstein iba en cabeza con un punto de ventaja, así que solo necesitaba ganar una vez más, o hacer tablas en las dos rondas restantes. El general Víctor Abakumov, jefe de la KGB, llamó a consultas a Devik en una sala reservada y le felicitó por «su hermosa y última victoria». Todo estaba a su favor.
En la penúltima partida, Bronstein pensó más de 40 minutos tras una jugada de alfil de Botvinnik. La posición sigue siendo un bello ejemplo de lo que en ajedrez se conoce con el término alemán 'zugzwang', que podría traducirse como «obligación de mover». Cuando te encuentras en 'zugzwang' (como tantas veces en nuestras vidas, piénsenlo) cualquier jugada que hagas te perjudica. Y así quedó Devik: maniatado ante el patriarca. Perdido. Ya solo le valía ganar, con blancas, la última partida. El sueño aún era posible. Sin embargo, la lucha final acabó en unas rápidas tablas. «No perdí con Botvinnik, empaté», puntualizó siempre Bronstein. Me apena pensar que tuvo la gloria tan cerca, la tuvo realmente en sus manos, pero la gloria es un extraño animal que se escurre entre los dedos, como el mercurio. El excampeón del mundo Max Euwe le envió de su puño y letra una carta con el siguiente encabezado: «Querido gran maestro y co-campeón». Y eso fue (y es, aún hoy) Bronstein: un co-campeón del mundo.
Se ha escrito mucho sobre las posibles causas de su derrota (ya sé que no perdiste, Devik, es solo una forma de hablar), pero la confesión que le hizo a Gude me parece estremecedora: «Ustedes no terminan de comprender el estado de ánimo en que me encontraba entonces. Sabía que era fuerte, que era bueno y que jugaba mejor que Botvinnik, pero no tenía interés alguno en ser campeón del mundo. De algún modo, me frené a mí mismo».
En fin, jamás conoceremos la verdadera historia, pero a poco que lean sobre Bronstein advertirán cómo se proyecta una luz cegadora, un fulgor de sospecha (lo diré en voz baja, con gabardina) sobre la KGB. Y hasta aquí puedo leer.
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