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Arturito Pomar, un genio del ajedrez en la lámpara del franquismo
Cuentos, jaques y leyendas

Arturito Pomar, un genio del ajedrez en la lámpara del franquismo

La dictadura exhibió en el NO-DO las hazañas deportivas del Mozart del ajedrez español, pero terminó ignorando su extraordinario talento

MANUEL AZUAGA herrera

MÁLAGA

Domingo, 24 de noviembre 2019, 00:58

En 1982, Arturo Pomar (1931-2016), aquel niño prodigio que en los años de posguerra iba para campeón del mundo, confesó en una entrevista que, aunque no podía decir que el ajedrez le hubiese perjudicado, «a cambio no he conseguido nada. Sólo soy una leyenda». En efecto, Arturito fue un genio, pero atrapado en la lámpara equivocada. El franquismo se dedicó a mostrar sus hazañas como las victorias propias del régimen y convirtió al pequeño ajedrecista en un prototipo de paladín nacional, un héroe patrio con el que hacer olvidar al pueblo las consecuencias de la autarquía, el aislamiento internacional, el hambre, el pan duro. El NO-DO incluía a menudo noticias de cabecera con escenas de Arturito en las que le vemos montar en bicicleta, comprar «la prensa infantil que corresponde a su edad» y jugar al ajedrez con adultos. En una de las emisiones del noticiero, la voz del locutor dice: «Confiemos en que, con el tiempo, Arturito se convierta en un verdadero Capablanca». Pero, con el tiempo, nadie se acordó de frotar la lámpara del genio de pantalones cortos. Así que nos quedamos sin campeón, sin cuento feliz. Y es que, en ajedrez, para llegar a lo más alto, se necesita algo más que talento. En palabras de Alexánder Kótov, uno de los mejores entrenadores de la historia: «Si Pomar hubiera nacido en la Unión Soviética, habría sido un claro aspirante al título mundial».

Con solo tres años de edad, Arturito, hijo único, «le daba la tabarra» a su padre y a su abuelo para que le enseñaran a mover las piezas, pero no se lo permitieron hasta que cumplió cinco. El pequeño Pomar se divertía observando aquellas partidas hasta altas horas de la noche y, con frecuencia, se atrevía a comentarles algún plan que habían pasado por alto. Es de suponer que su padre y su abuelo se cruzaron miradas de asombro, dada la precocidad extraordinaria de Arturito para comprender la estrategia del juego. Al principio, una vez le dejaron participar, le solían dar alguna pieza de ventaja, pero, al poco tiempo, fue Arturito quien tuvo que dársela a ellos. Con solo ocho años, era capaz de jugar 'a la ciega', ya saben, sin mirar el tablero. Si el lector se atreve a 'leer ajedrez' y tiene con quien intentarlo, puede probar en casa y, tapándose los ojos, 'cantar' en voz alta sus jugadas, a ver qué tal. Desde luego, el experimento no tiene efectos secundarios, pero bastará un intento para darse cuenta de la inverosímil destreza mental del pequeño Pomar.

Arturito comenzó a frecuentar los círculos ajedrecísticos de Palma de Mallorca, su ciudad natal, y jugó sus primeras simultáneas. La noticia de un chico repeinado capaz de vencer a doce rivales al mismo tiempo corrió como la pólvora y le dio una fama extraordinaria. En 1943, logró el subcampeonato de la isla, tan solo por detrás del odontólogo y fuerte ajedrecista Nicolás Ticoulat. Su actuación fue más que meritoria, sin duda, pero el segundo puesto no le permitía disputar el Campeonato de España en representación de Baleares. Sin embargo, el doctor Ticoulat, un hombre de profundas ideas republicanas, alegó motivos profesionales para justificar su ausencia en el torneo nacional –en realidad, temía que tomaran represalias contra él–, lo que le abrió las puertas a Arturito para viajar a Madrid, en compañía de su madre. La afición balear, exultante, le despidió como a un héroe. Los biógrafos Antonio López y Joan Segura, en su magnífico libro 'Arturo Pomar. Una vida dedicada al ajedrez' (Ed. Paidotribo, 2009), cuentan que cuando Arturito llegó al Casino Militar, donde se disputaron las semifinales, el portero le negó la entrada, pues no se creía que un niño de tan solo once años fuera a jugar el campeonato.

Es justo a partir de esta fase del relato cuando el fervor nacional explotó en favor de Pomar, a quien se le empezó a llamar, en toda España, «niño prodigio». La prensa y las revistas de la época contribuyeron a generar una curiosidad tan desmedida como paradójica, pues, en una sociedad prácticamente analfabeta, todo el mundo quería seguir las partidas del pequeño genio, cuando, en realidad, casi nadie sabía nada del juego del ajedrez, ni siquiera mover una pieza. Para el filósofo escocés Thomas Carlyle, «la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres, de individuos excepcionales». Y Arturito Pomar, sin quererlo, se erigió en el héroe de una patria en blanco y negro, como los escaques de un tablero.

En julio de 1944 ocurrió algo inesperado. Arturito se había trasladado a vivir a Madrid con sus padres y fue invitado a participar en el Primer Torneo Internacional de Gijón. El principal reclamo del torneo era la presencia del campeón del mundo en ese momento, el ruso, nacionalizado francés, Alexánder Alekhine. En la tercera ronda, Alekhine (blancas) se enfrentó a Pomar (negras), pero el combate mental se prolongó durante cinco horas, por lo que se acordó un aplazamiento. Al día siguiente, la partida se reanudó hasta que, a las dos de la madrugada, volvieron a darse una tregua. Finalmente, el 18 de julio (día decretado por el régimen como «Fiesta de Exaltación del Trabajo»), todos los participantes tuvieron permiso para tomarse la jornada de descanso. Todos menos Arturito y el campeón del mundo, que debían continuar con su batalla. Tras más de nueve horas de feroz lucha desde que la partida se iniciara dos días antes, Alekhine no encontró el modo de darle mate a aquel chico de doce años y, en una posición de jaque continuo, acordaron las tablas. «Tuve suerte», confesó Arturito, años más tarde, con humildad.

La gesta taumatúrgica de Pomar dio la vuelta al mundo. Alekhine consintió ser su maestro y darle veinte clases magistrales, ni una más, las únicas lecciones que Arturito recibió durante su carrera. Entre Alekhine y Pomar hubo siempre mucho respeto, afecto y amistad, a pesar de la diferencia de edad y del corto periodo de tiempo en el que coincidieron. Fue tan grande la fama de Pomar que no tardaron en invitarle al Gran Torneo Internacional de Londres (1946), donde, en compañía de su padre y de Antonio Medina –campeón de España–, se convirtió en el foco permanente de la afición y de la prensa británica. La BBC hablaba del «superdotado español». Su gran actuación en este torneo –quedó quinto entre una nómina de jugadores de élite– destapó definitivamente el tarro de los elogios. El polaco Tartakower –tercero en el torneo– dijo: «Arturito es mejor que Capablanca cuando éste tenía su edad». El excampeón del mundo holandés Max Euwe le calificó como «la sensación del siglo en el mundo del ajedrez» y Herman Steiner –campeón del torneo y amigo íntimo de Humphrey Bogart, como ya contamos en esta sección– declaró que «Pomar tiene condiciones para ser campeón del mundo».

Sin embargo, tras su espectacular demostración, el genio continuó agazapado en su lámpara, a la espera de una ayuda económica que le permitiese preparar adecuadamente su participación en otras citas internacionales. Nunca tuvo un equipo de entrenadores, un solo apoyo logístico, como sí tuvieron sus rivales. Así que se dedicó a dar exhibiciones de partidas simultáneas a lo largo y ancho del país, lo que sin duda le restó facultades para jugar partidas 'normales' a ritmo lento. A principios de los años cincuenta, Pomar se fue de gira americana y visitó Cuba –su hijo Eduard Pomar me enseña una foto de su padre con Fidel Castro–, República Dominicana, Venezuela, Guatemala, Estados Unidos y Canadá, entre otros lugares. Fraguó amistad con Larry Evans, también con Herman Steiner, fundador del Club de Ajedrez de Hollywood, a quien ya había conocido en el torneo de Londres, años atrás. Arturito siempre recordó esta etapa de su vida como un capítulo maravilloso.

Eduard Pomar –una persona amable y sensible– me cuenta que los Estados Unidos, y también México, cursaron propuestas más o menos formales para que su padre se nacionalizara y jugase con otra bandera. Pero Arturito, a pesar de la falta de ayudas que padecía, nunca quiso renunciar a sus orígenes y declinó estas ofertas. «Cuando volvía de algún torneo, hablaba de sus partidas y de sus rivales: Botvinnik, Nadjorf, Mikhail Tal… Lo comentaba con mi madre, Carmen, porque ella también sabía jugar al ajedrez y lo entendía perfectamente. En realidad, más que su mujer, mi madre lo fue todo para mi padre, incluso actuó como su representante».

El último episodio reseñable de Arturito ocurrió en 1962, en Estocolmo. Pomar llevaba un tiempo trabajando en una oficina de Correos, pero, aun así, se había clasificado para disputar el Torneo Interzonal, paso previo para luchar por el título de campeón del mundo. Su amigo Ramón Torán trató de convencer a las autoridades del régimen para que le prestasen algún tipo de cobertura, técnica y económica, pero no solo no lo consiguió, sino que fue sancionado por su atrevimiento. Arturito, no obstante, pidió un mes de permiso en el trabajo y se pagó el viaje con sus ahorros. Y así fue que aterrizó en Suecia, solo, con un libro de aperturas para principiantes escrito por Julio Ganzo. Las partidas, debido al ritmo de juego, se aplazaban con frecuencia, por lo que los equipos de entrenadores dedicaban noches enteras a estudiar la mejor forma de continuarlas. Mientras tanto, los jugadores descansaban y, por la mañana, hablaban con sus asesores sobre sus análisis nocturnos. Arturito, en cambio, luchó abandonado, trasnochando, con su libro de aperturas como único compañero. Y a pesar de ello, logró una excelente posición (11 de 23) y consiguió hacer tablas con Bobby Fischer, ganador invicto del torneo. Fischer, que sabía cuáles eran las lamentables condiciones de Arturito, le dijo: «Pobre cartero español. Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando acabe el torneo».

Y así se resume esta historia. Esta triste historia. Su hijo Eduard me confiesa que a su padre lo que de verdad le gustaba era el cine, sobre todo las películas del oeste. Recuerda que alguna vez le contó que conoció a James Stewart. Mientras lo anoto, me viene el recuerdo de Gary Cooper, otro grande del 'western', y la imagen de Arturito, el 'Mozart del ajedrez', solo ante el peligro.

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