Bajo la representación de la identidad real o imaginada que expande el carnaval, está todo aquello que nos preocupa o nos divierte. Al disfrazarnos, también contribuimos a mostrar ese otro oculto que nos permite conocernos mejor, incluso con una imagen satírica. El énfasis en la opinión diferenciada que sobre cualquier aspecto expresa el personaje elegido por un autor, a menudo constituye una reafirmación de la persona que le da vida, en este caso, por medio de otro personaje.
Las modernas aplicaciones digitales nos han llevado a un modelo de sociedad dominado por la simulación y donde para poder convivir conforme a sus normas debemos hacerlo, en cierta medida, siendo parte de su propio espectáculo de apariencias. Un changuai, es decir, un tipo de divertimento en que lo más verdadero es la simulación, el cambiazo, como ya advirtió el pensador francés Braudillard hace casi cuatro décadas; las mismos que cumple ahora nuestro carnaval restablecido. Luego, ser espectadores y protagonistas en esta celebración permanente, rodeados de personas tan reales e irreales como nosotros es un jolgorio más en el momento más álgido de la simulación, cuando el dios tecnológico nos permite disfrutar como nunca de esta forma de experimentar la vida, porque la otra vida, la verdadera, será siempre más incómoda, menos alegre.
Y así nos vemos. Cada cual practicando su propio changuai mientras todos hacemos de otros y del mundo al revés un espacio donde levantarnos por la mañana y decirles a nuestros seguidores lo bueno que está el café y lo insoportable del tráfico y todo lo demás, mientras mostramos a nuestro mejor protagonista; ese con el que venimos realizando una labor de desmontaje y vuelta a ensamblar todo lo humano como si fuera carnaval y ese otro yo, a quien hemos dado forma con tanta inventiva –en un instante de sinceridad– nos advirtiese al oído que ni nosotros ni nuestro mundo son lo que pensamos; si bien, a esta alturas, eso ya sea lo menos importante.
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