Ponerse al volante

DEBÍA tener unos 35 años. Rubia de pelo corto, la imaginé argentina, porque se deleitaba con cortos sorbos de mate mientras escuchaba música y meceaba relajada la cabeza y los hombros. Llevaba un minuto contemplándola desde la rampa del garaje, y llegué a imaginar que incluso escuchaba la misma emisora que yo.

Desde esa privilegiada atalaya también pude ver que lucía un top gris, que hacía juego con el color de su Ford Focus, pero que mostraba unas curvas tan bellas como las de la mejor carrocería Pininfarina.

De repente, se giró hacia la puerta de mi cochera, casi apurada al principio, notó que yo estaba absorto en ella, y rió al explicarle con gestos que no se apurara, que tuviera cuidado al quitar el coche aparcado en mi puerta.

Pensé en decirle a la chica, que hubiera llegado tarde al trabajo o estado allí toda la vida. No lo hice, pero le devolví la sonrisa al pasar junto a su coche, antes de que los fogonazos de un anónimo salvaje que venía por detrás me devolvieran a la realidad.

En el camino pensé por qué a veces nos ponemos al volante casi dispuestos a matar al primero que aparque el coche en doble fila. Ayer mismo me hicieron la enésima barrabasada en la autovía, pero sólo me acordé de la chica del mate y no de la pobre madre del desaprensivo.