Secciones
Servicios
Destacamos
JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA
Domingo, 16 de marzo 2008, 02:50
SIEMPRE que visito Barcelona voy a pasear a las Ramblas. Me gusta detenerme delante de los hombres estatua, los kioscos de flores y los de animales. La pasada Navidad me llamó la atención un loro que no paraba de cantar igual que el gallo que tenía en la jaula de al lado. No sé el tiempo que llevarían juntos, ignoro las horas que necesita un loro para imitar un sonido. Supongo que depende de la inteligencia del animal. Aquel loro cacareaba igual que su compañero de cautiverio. El gallo lo miraba como si se tratara de un bicho raro, alguien distinto por fuera que se expresaba igual que él, que manifestaba los mismos sentimientos, que tenía la misma necesidad de huir de aquella cárcel. ¿Quién era ese extraño con el cuerpo plagado de colorines y la mirada indolente que repetía su lamento bajo los plátanos orientales de las Ramblas? ¿Acaso llevaba allí tantos años que había perdido la memoria y sólo era capaz de imitar las voces de otros?
El gallo se sentía ridículo al oír sus propias exclamaciones en el pico del loro. Al menos, eso me parecía a mí, que estaba cansado de tener a un tipo al lado que no paraba de imitarlo. Además, no tenía la posibilidad de abrir la portezuela de la jaula y hacerlo callar. Le fastidiaba también que cantara en voz alta sus tristezas con la expresión ausente de quien no se entera de nada de lo que dice. Había otras aves en el kiosco de las Ramblas, otros animales callados como las tortugas, los ratones blancos, las culebras y los peces; pero el loro no imitaba su silencio. No imitaba a las tórtolas, ni a los periquitos, ni a los canarios que no cesaban de revolotear y cantar en sus pequeñas jaulas. La obsesión del loro era aquel gallo de plumaje pardo y ojos color miel que vivía en la celda contigua.
Esta semana he vuelto a Barcelona y el miércoles por la mañana fui a pasear Ramblas abajo. Lucía el sol y la ciudad reflejaba el luminoso y pausado aspecto de los días festivos. Iba pensando en mis cosas cuando, de pronto, oí el canto del gallo. Me detuve delante del kiosco repleto de jaulas de animales y descubrí que el gallo ya no estaba. En su lugar había un pavo que miraba a los paseantes con recelo. El loro miraba al pavo y cantaba como el gallo. Nunca he intentado interpretar la expresión de ningún loro. Sin embargo, me fijé en los ojos apagados de aquel loro de las Ramblas y percibí en ellos una inmensa tristeza. No cesaba de cacarear y supe, no sé porqué, que estaba llamando a su viejo compañero. Vi la soledad reflejada en sus pupilas. No era capaz de separarme de él. Me hubiera gustado ser gallo y cantar y decirle las cosas que ellos se decían cuando estaban juntos. Pero, por desgracia, no soy un animal.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.