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UNA PÉSIMA IDEA UN RELATO INÉDITO DE LORENZO SILVA, EN PODCAST Capítulo VI: Céntimo a céntimo

Continúa el nuevo caso de los investigadores Bevilacqua y Chamorro, escrito por Lorenzo Silva en exclusiva para los lectores de XLSemanal. Los agentes salen a peinar las calles para recabar testimonios y dan con un testigo clave, de muy buena memoria. Los acontecimientos se precipitan.

Viernes, 20 de Agosto 2021, 14:15h

Tiempo de lectura: 6 min

CAPÍTULO VI

CÉNTIMO A CÉNTIMO

No hay sentimiento de derrota e inutilidad que no se cure, o al menos se amortigüe, durmiendo siete horas a pierna suelta, dándose luego una buena ducha y administrándose un café bien cargado. A la mañana siguiente, cuando me reencontré con Chamorro, notaba mis capacidades bastante restauradas, tras el penoso derrumbe que había protagonizado la noche anterior. Mi compañera, que después de tantos años de soportarme me conocía de una manera que tal vez no nos conviniera a ninguno de los dos, no tardó en advertirlo:

—Hombre, ya estás de vuelta. Un día, si quieres, me cuentas qué estabas haciendo en esa playa. Me está picando la curiosidad.

—No te lo ibas a creer. Tampoco me lo termino de creer yo.

Inoportuno por naturaleza y diseño, mi móvil empezó a sonar. Leí en la pantalla el nombre del que llamaba y dejé que Nada cantara hasta llegar a aquellos versos, tan apropiados a la circunstancia:

E tutto viene dal niente e niente rimane senza di te.

—No está mal esa canción que le has puesto —dijo Chamorro—. Ya me pasarás luego el título. ¿Es que no lo piensas coger?

—Estaba pensando qué diré cuando lo coja.

—Sé tú mismo. Hoy te veo bien.

Nuestro testigo resultó ser un jubilado llamado Casimiro López, que antes de retirarse al pueblo de sus antepasados había trabajado como chapista en un taller de Plasencia. Nos dio una descripción nada imprecisa del vehículo

—A la orden de usía, mi coronel —dije, atendiendo la llamada, un segundo antes de que se perdiera—. ¿Cómo lleva el verano?

—Bien, Vila, no me quejo. Gracias por interrumpir el tuyo.

—No iba a dejar sola a la brigada.

—¿Tenemos algún avance?

El coronel Hermoso era así: directo y expeditivo, no solía perder demasiado tiempo en cortesías. También yo sabía a esas alturas que lo que quería era algo que él, a su vez, pudiera ofrecerles a quienes le llamaban de manera no menos acuciante. Me apliqué a ello:

—Más de los que parecían probables ayer a mediodía. El bolso de la víctima, con huellas que podrían ser de uno de los agresores. Una identificación aproximada del vehículo en que pudieron huir. Y lo mejor de todo, la sensación de que se atropellaron después de que el robo se torciera. Por lo que tal vez hayan cometido más errores.

—¿Puedo esperar que lo encajéis rápido entonces?

—Puede, sin confiarse ni invitar a que nadie se confíe.

—Entendido. Te agradezco el consejo.

—Solo le expongo mi opinión, mi coronel.

—Me sirve. Que os vaya bien el día.

Y colgó. Chamorro no se privó de comentar la jugada:

—Un día, tu desparpajo te va a provocar un contratiempo.

—A lo mejor es lo que busco. Fastidiarme el único ascenso para el que me pueden proponer ya, y que me quitaría de trabajar contigo.

—Ya, seguro que lo haces por eso —dijo, escéptica.

Dedicamos la mañana a echar una mano a los compañeros yendo puerta por puerta y entrevistando a los paisanos. Ahora teníamos para sondearlos un dato del que carecíamos en las primeras horas: ese coche rojo que el hallazgo del bolso en la cuneta de la carretera por la que lo habían visto irse señalaba con muy alta probabilidad como el utilizado por los responsables de la muerte de doña Luisa. Fue en esa búsqueda, porque lo que hace falta para que todo fluya es un hilo anudado a otros, donde se nos encendió al fin la luz que alumbraba el camino. Como no podía ser de otra manera, el coche lo habían dejado aparcado en un lugar no muy alejado y, como suele suceder en los lugares pequeños, un detalle que quienes se atreven a operar en ellos no tienen nunca suficientemente presente, no solo había llamado la atención de alguien, sino que ese alguien era una persona con tiempo para fijarse en las cosas y retener de ellas algo más de lo que suele el ajetreado habitante de la jungla urbana.

Chamorro, sin decir nada, puso sobre la mesa dos de los hallazgos que había hecho en la caja de Luisa: una foto algo más reciente de la víctima y una vieja cartilla de la Caja Postal de Ahorros. Le señaló la cartilla

Nuestro testigo resultó ser un jubilado llamado Casimiro López, que antes de retirarse al pueblo de sus antepasados había trabajado como chapista en un taller de Plasencia. Nos dio una descripción nada imprecisa del vehículo. Y es que también la fatalidad juega, circunstancia con la que tampoco acostumbran a contar aquellos que deciden buscarse la vida al otro lado de la ley. No solo nos dijo el modelo a Chamorro y a mí, a quienes nos tocó en suerte trabajarnos su calle, sino que nos hizo saber que el vehículo tenía un golpe en la aleta delantera derecha. Se había quedado, además, con las letras de la matrícula, una secuencia que no pasaba inadvertida: DDT.

—A más de un coche como ese, y del mismo tiempo, le he quitado yo la aleta —evocó—. Como para no acordarme al ver uno.

—No sabe usted cuánto nos ayuda que se acuerde —le dije.

—Pues encantao, oiga. A ver si cogen a esos cabrones.

—¿Le importará pasarse por el cuartel a tomarle manifestación?

—Qué me va importar. Cuando me digan.

A partir de aquí, los acontecimientos se precipitaron. Un coche con matrícula terminada en DDT apareció en las grabaciones de las cámaras de la autopista, al comprobar la matrícula completa en la base de datos el coche resultó estar a nombre de un ciudadano de origen magrebí de veintisiete años con antecedentes por tráfico de drogas y por delitos contra la propiedad y cuando fuimos a buscar el vehículo en Navalmoral, donde vivía, encontramos que tenía una abolladura en la aleta delantera derecha. Uniendo todo, no le costó nada a la capitán Azpeitia que el juez del caso acordara intervenirle el teléfono y obtener el histórico de sus llamadas. Era, dicho sea de paso, uno de los números que poco antes y poco después de la hora del crimen habían registrado las antenas de telefonía del pueblo.

Le mantuvimos la escucha un par de días, por si nos daba alguna pista de su cómplice, el que presumimos que había dejado sobre el bolso de la víctima unas huellas que no correspondían con las que guardábamos del sospechoso en nuestra base de datos. Pero no se relajó y no pudimos oírle ninguna conversación reveladora. En tales circunstancias, yo habría sido partidario de aguardar un poco más, por si cometía un error más adelante, pero la capitán insistió en ir ya a por él y encontró para ello el respaldo del juez y de los jefes. Tan solo una semana después del crimen irrumpíamos con una orden judicial en su casa, donde aparecieron objetos relacionados con otros robos, pero ninguno que permitiera unirlo con nuestra víctima.

Y ahora teníamos setenta y dos horas, ni una más, con el tipo duro y sin muchos escrúpulos que parecía Abdeslam Mustafa, nuestro sospechoso, para tratar de sacarle junto con quién había perpetrado el robo que había acabado con la vida de Luisa Gutiérrez. Por el modo en que nos miraba, entre iracundo y desdeñoso, pensé que teníamos tantas opciones de lograrlo como de llegar a Marte en patinete.

Convinimos en ocuparnos de la tarea Ribeiro, Chamorro y yo, con reparto de papeles. Yo, de poli majo; Ribeiro, de poli tranquilo; y mi compañera, de poli concienzuda. Con un individuo así, saltaba a la vista, el poli malo no tenía la más remota posibilidad. Ni el teniente ni yo, pese a toda la paciencia que le echamos, conseguimos sacar al detenido del silencio pétreo en que permanecía desde que él y su abogado habían entrado en la sala de interrogatorios. Chamorro, sin decir nada, puso sobre la mesa dos de los hallazgos que había hecho en la caja de Luisa: una foto algo más reciente de la víctima y una vieja cartilla de la Caja Postal de Ahorros. Le señaló la cartilla.

—Mírala, por favor. Ahí puedes ver cómo ahorró esa pobre mujer lo poco que tenía: mes a mes, céntimo a céntimo. ¿De verdad quieres que terminemos nosotros de averiguar lo que nos falta? Porque lo averiguaremos. ¿No te remuerde la conciencia? ¿No vas a asumir lo que ha pasado, echarle valor y dejarte de jugar al escondite?

Abdeslam, la mandíbula tensa, procesó en silencio su alegato.

—A la mierda —dijo al fin—. Voy a darte el nombre. Pero porque me da a mí la gana. Porque no voy a comerme solo este marrón.

Entonces nos lo dijo. Y nos dejó a los tres boquiabiertos.

[Continuará...].

 

Descarga aquí el sexto capítulo de Una pésima idea.


El séptimo capítulo del relato de Lorenzo Silva, el próximo domingo.

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