
ANTONIO GARRIDO
Sábado, 13 de febrero 2010, 03:07
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Las murallas velan la ciudad, no se trata de una ciudad cualquiera, es un mundo misterioso que genera rumores, historias fantásticas, leyendas, que encierran el misterio del poder, la solemnidad de las ceremonias desconocidas, ciudad cerrada a casi todos, ámbito entregado a la niebla de la historia que va borrando perfiles, vapores que se levantan en los jardines y reclaman el tributo de la suposición y nunca el del conocimiento.
El secreto se condensa entre las columnas y la decoración abigarrada de rojos, verdes y dorados, se trata del secreto de las frases susurradas, música de lo ambiguo y sonido de las conspiraciones, de las metáforas que conducen a la muerte, de los puntos suspensivos que acaban con una daga en el costado, con un cuerpo que desaparece mientras cruje, leve, muy levemente, una seda que deja un suspiro de muerte tan sutil como el vuelo de una mariposa o el roce de una pluma de pavo real que empenacha el gorro de una alta dignidad de este impero que siempre se está haciendo y deshaciendo, de un imperio tan grande que cabe en la esfera de cristal del adivino, que cabe en las palabras de ese pobre desgraciado al que creen loco y que anuncian las desgracias desde su esquina del patio, de uno de los patios infinitos de este imperio infinito del que Duanbai es la cabeza.
Su Tong, alabado por la crítica por 'La linterna roja', barniza el terrible ejercicio del poder por parte de un muchacho de catorce años, cruel, despiadado, cobarde y, en el fondo, aterrorizado, y lo hace, como ha destacado 'The New Yorker' con una «premeditada elegancia». En efecto, la contención formal es muy eficaz para transmitir el horror que encierra la Ciudad Prohibida, marco perfecto para los acontecimientos de esta novela tan clara y precisa como la duda, como la incertidumbre de lo que sabemos que ocurrirá. No hay intención por parte del autor de aplazar la tragedia, en absoluto, la tragedia y la purgación de las pasiones están desde el principio de esta historia atemporal sobre la China del pasado, una historia en la que se encierran todas las que podamos imaginar.
Tiempo detenido
El narrador es el que fue emperador y que reconstruye su pasado desde una terrible afirmación que está en la primera página de la novela, justo cuando acaba de morir el emperador, padre de Duanbai. El componente poético es estructural en la narración, no es un mero elemento de ornato, es sustancia del texto y llega a detener el tiempo del lector y lo prende en la progresión acelerada y lenta al mismo tiempo de los hechos.
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Las garzas blancas han salido del bosque y han rodeado por unos instantes los pasillos del Pabellón de la Ladera para huir «entre gritos de angustia y batir de plumas». En ese breve espacio de tiempo sus excrementos han manchado «la muñeca (del príncipe), la mesa de piedra y los libros. El detritus de la muerte, del acabamiento se ha depositado sobre la belleza del edificio y sus jardines. Mientras el ayudante le limpia la muñeca con un pañuelo de seda, el príncipe afirma: «El otoño avanza y pronto caerá la calamidad sobre el Imperio xie».
La Ciudad Prohibida es un laberinto infinito en el que cada mañana hay que volver a situarse, es un universo histérico y peligroso donde los gritos y los llantos de las concubinas apartadas por viejas, por enfermas o porque sí, molestan al sueño, lo interrumpen. Se trata de una atmósfera asfixiante. El emperador ha muerto y se le ha enterrado con toda la dignidad, antes se le depositó en un catafalco rodeado por miles de margaritas de color amarillo dorado, hasta allí llevaron a Duanbai, él no quería y además odiaba a su padre. Era el quinto en el orden sucesorio y se vio elevado al trono por delante de sus cuatro hermanastros que dejaron guardaron un gran espacio en su corazón para vengarse del joven emperador.
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Una marioneta
El poder es un espejismo, el joven emperador cree que lo tiene porque ordena y es obedecido en algunas cosas cotidianas, en algunas crueldades sobre las personas, especialmente sobre las concubinas pero, en realidad, es una marioneta en manos de su abuela y bastante menos de su madre. Las mujeres mandan y él se emborracha, cultiva la caligrafía, escribe algún poema., poca cosa hasta que el mundo exterior penetra en las ceremonias mil veces repetidas y todo salta por los aires. Duanbai desea ser funámbulo y ser estrella de circo, lo consigue, pero no ha podido impedir, ni le ha importado, que la sangre se desborde, que la miseria sea más miseria, que el amor lo abandone; al fin y al cabo todo está en ese libro desgastado que se llama 'Las Analectas' o, quizás, no.
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