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Francisco Martín Alcántara, 'el Pingallo', tenía unos veintiocho años, era de estatura mediana, de rostro ancho y pálido, algo chato, boca grande y mirada penetrante. Fue condenado a garrote vil por asesinar a una mujer embarazada. Los momentos que precedieron a su muerte, que tuvo lugar el martes 28 de septiembre de 1886, son descritos sin faltar un detalle por un periodista anónimo de La Unión Mercantil.
Cuando el Pingallo recibió la trágica noticia de que el indulto no había sido aceptado comentó entre dientes: «Hace tiempo que esto lo sabía yo». Y pidió un cigarro puro. Luego desayunó una copa de anisado y un poco de pescado emblanco. Los hermanos de la Paz y Caridad auxiliaban por turnos al reo y habían recogido limosnas para costear su entierro y socorrer a su familia.
Al saber que al día siguiente le iban a dar garrote y que la cosa no tenía remedio, pidió ver a su padre y a su hermana. Al primero quería regalarle un par de calcetines y a la segunda, una rosa. Al poco llegó su padre, conmovido y llorando, y almorzaron juntos sopa, jamón en dulce, bistec y algunos bizcochos. Esta misma jornada habían pasado por la cárcel, para interesarse por el condenado, el obispo, el alcalde, el gobernador, el presidente de la Audiencia, magistrados, jueces, fiscales... El obispo le regaló cien reales.
El escrupuloso reportero anotó las pulsaciones del reo: 80, al leerle la sentencia; 77, media hora más tarde; 88, cuando entró su padre (en este momento, hemos de imaginar a las piadosas lectoras del diario vertiendo sentidas lágrimas, impresionadas por este filial detalle); y 96 al final del día. Antes de acostarse se tomó unos dulces de yema y comentó: «veremos qué se encuentra uno en el otro mundo». Parece que el preso pasó mala noche, alternando momentos de nerviosismo y otros de intranquilidad.
El día de la ejecución, todavía noche cerrada, con la ayuda de farolillos y antorchas, se empezó a montar el patíbulo en el cauce del Guadalmedina, entre el llano de Mariscal y Martiricos, más o menos a la altura del puente de Armiñán, que entonces no existía. Desde la madrugada los malagueños se agolpaban en las inmediaciones de la cárcel, incluso mujeres y niños.
El Pingallo escuchó misa a las seis de la mañana, de rodillas. Desayunó bizcocho con chocolate y se fumó un cigarrillo. A las siete de la mañana tenía 96 pulsaciones. A las siete y cuarto se le descompuso el vientre, según anota cumplidamente el reportero.
Llegaba la hora. Cuando el reo tuvo que ponerse la hopa empezó a llorar. Se despidió de todos los que le rodeaban. A uno le dio un beso. Después de vestirse, el verdugo se le acercó para pedirle que le perdonara. El Pingallo solo le rogó que le diera una muerte tranquila.
En la puerta de la cárcel todo era bulla, alboroto, escándalo y algarabía. Hubo al menos dos riñas. A pesar de la presencia de la guardia civil y del ejército, no había manera de contener a la gente de Málaga. Se había cubierto de fúnebres paños un carro de la policía urbana, en el que iba el reo acompañado de sacerdotes y de los hermanos de Paz y Caridad, que no le habían desamparado ni un solo momento. Detrás iba el verdugo. La concentración de público era tal que el carro apenas podía avanzar.
Cuando el reo llegó al patíbulo, instalado en el cauce del Guadalmedina, estaba «agitado, nervioso y densamente pálido por más que hacía esfuerzos por parecer sereno». Rezó algo y dedicó unas palabras de recuerdo a sus padres. Según el cronista, el verdugo gallego estuvo torpe esa mañana, quizá ante la concurrencia de tanto gentío que estaba pendiente de la ejecución. Finalmente, hizo funcionar el terrible instrumento, «haciendo sufrir bastante al reo». Al regresar, el verdugo fue apedreado y tuvo que refugiarse en la cárcel. Allí le pusieron tres puntos de sutura en una brecha que tenía en la cabeza. También un guardia civil resultó herido leve.
La víspera llegó el verdugo en el tren correo desde Granada. Cuando el médico que tenía que examinarlo lo vio, objetó que no tendría fuerzas para manejar el garrote vil. En efecto, le pareció que el verdugo era un hombre ya viejo, de edad un tanto avanzada. Ante los reparos del facultativo, el sayón respondió que nunca se había encontrado mejor. Preguntado que fue por la fecha en que había llevado a cabo su última ejecución, echó mano a su cartera (en la que había pintado un tosco retrato de una bailarina) y mostró a todos los concurrentes un papelito con la lista de sus ejecutados, los dos últimos en Albuñol. En cambio, el médico forense, Luis Criado, hizo un examen del verdugo y comprobó que su estado de salud era bueno.El meticuloso periodista nos proporciona a continuación los datos exactos del verdugo. Se llamaba Lorenzo González, tenía cincuenta y dos años y era gallego de Bayona (Pontevedra). Llevaba realizadas cuarenta y ocho ejecuciones, todas ellas rematadas con éxito. Era de regular estatura, de mirada risueña, con bigote, ancho y algo cargado de espaldas y «parece que ejerce, como la cosa más natural del mundo, su triste oficio».
A las cuatro y media de la tarde, Francisco Martín Alcántara, alias el Pingallo, salió de nuevo de la cárcel, esta vez camino del cementerio. Poco después, cuando la puerta del establecimiento penitenciario se había despejado ya de gente, el verdugo la abandonó con la cabeza vendada y escoltado por guardias civiles a caballo: «Así y todo, no iba muy tranquilo, mostrándose tan receloso que miraba a un lado y otro, como si temiera recibir otra pedrada».
El cadáver del Pingallo llegó al cementerio de San Miguel, acompañado de ocho hermanos de la Caridad. Iba envuelto en un blanco sudario. Una vez depositado en su ataúd, se comprobó que todavía vertía sangre. Fue sepultado cerca de los restos mortales de otros ajusticiados.
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