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Bikini, el paraíso irradiado

Bikini, el paraíso irradiado

El atolón sigue contaminado 70 años después de la primera prueba nuclear

PPLL

Jueves, 14 de julio 2016, 02:00

El atolón Bikini responde a la imagen que todos tenemos del paraíso. Aguas transparentes, playas adornadas por esbeltos cocoteros y uno de esos cielos azules que tanto obsesionaban a Gauguin antes de que se fuese a la Polinesia francesa a pintarlos. Bikini forma parte de las Islas Marshall, al suroeste de Hawai, en ese cuadrante del Pacífico tan repleto de constelaciones de archipiélagos que algún geógrafo que se dejó llevar por la euforia elevó a la categoría de continente anfibio. El atolón, formado por 23 pequeñas islas que rodean una laguna, vivió al margen del mundo hasta bien entrado el siglo XX. El navegante español Álvaro de Saavedra fue el primer occidental que se lo encontró allá por 1529. Lo cartografió bajo el nombre de Buenos Jardines, un indicador de las muchas bondades que debía atesorar. Por Bikini fueron pasando primero los ingleses, luego los alemanes y más tarde los japoneses. Ninguna de las potencias coloniales intervino más allá de aprovechar las palmeras que crecían en el atolón para extraer aceite de coco, muy apreciado para hacer leche en polvo y cremas pasteleras.

Cuando los estadounidenses barrieron del Pacífico a los japoneses en la II Guerra Mundial se quedaron con las islas. Fue de las pocas que tomaron sin bajas: los cinco soldados nipones destacados en Bikini se suicidaron antes de dejarse capturar por el enemigo. Pasaron los meses y no daba la impresión de que los nuevos ocupantes fuesen a alterar demasiado las rutinas de la población local, formada por unas 20 familias que vivían fundamentalmente de la pesca y los cocos. Sin embargo, Estados Unidos tenía otros planes: las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki habían resultado un éxito desde el punto de vista militar, ya que habían acelerado la rendición de Japón, pero suscitaban aún infinidad de interrogantes. ¿Cuáles eran sus efectos sobre los supervivientes? ¿Cómo afectaban a los animales y las plantas? ¿Qué pasaba si se detonaban bajo el agua?

Un nombre con gancho

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  • Estados Unidos dio publicidad a los ensayos atómicos que iba a hacer en el Pacífico porque le interesaba mostrar al mundo que llevaba la delantera en la carrera nuclear. Bikini, que significa tierra de cocoteros en el idioma local, se hizo así enormemente popular.

  • Un tipo con olfato

  • El que más provecho sacó fue un ingeniero francés que dio el nombre de bikini al traje de baño de dos piezas que había diseñado. Corría julio de 1946 cuando Louis Réard contrató a una bailarina que solía desnudarse en los escenarios para que presentase el modelo en una piscina de París. Huelga decir que fue un éxito rotundo.

  • 167 nativos vivían en el atolón cuando fueron desalojados en febrero de 1946. Desde entonces no han vuelto.

El Ejército de EE UU estaba impaciente. Se habían fabricado dos nuevas bombas de mayor potencia que las lanzadas en Japón y era necesario testarlas. La Guerra Fría empezaba a dibujarse en el horizonte y convenía averiguar cuanto antes lo que podía dar de sí ese arma que algunos juzgaban definitiva. Ya se barruntaba, de forma más intuitiva que científica, que las explosiones nucleares tenían efectos a largo plazo y por eso el Gobierno descartó que se hiciesen en Nuevo México, escenario del primer ensayo. Se buscó un sitio alejado de todo y el nombre de Bikini se coló de rondón en los informes confidenciales.

Los preparativos se pusieron en marcha en febrero de 1946: se pidió a los 167 nativos del atolón que lo abandonasen de forma provisional para realizar unos ensayos que iban a poner definitivamente fin a todas las guerras. Los locales fueron llevados a un archipiélago próximo mientras Bikini se iba llenando de naves, soldados, aviones y ... animales. El Ejército de EE UU concentró en la laguna del atolón una flota compuesta por barcos veteranos y navíos capturados a japoneses y alemanes. Sus cubiertas se poblaron de jaulas con cabras, cerdos, cobayas y ratones. La primera bomba, que fue bautizada como Gilda y llevaba un dibujo de Rita Hayworth en su carcasa, fue detonada el 1 de julio de 1946. La segunda, llamada Helena de Bikini en un guiño a Helena de Troya, hizo explosión el 25 de julio. Cada una tenía cinco kilotones de potencia más que la que había sembrado de muerte Hiroshima un año antes.

Coral pulverizado

Las deflagraciones levantaron enormes columnas radioactivas de agua y coral pulverizado que bañaron por completo jaulas y barcos. Los animales que no fallecieron abrasados en el momento murieron días después a consecuencia de las radiaciones. Unos pocos barcos se fueron a pique, aunque otros se mantuvieron a flote pero quedaron inutilizados debido a la enorme carga de radioactividad que habían recibido. Algunos, caso del portaviones USS Independence, serían remolcados hasta San Francisco para analizar con más detalle el efecto de la radiación y ensayar medidas para erradicarla. El portaviones fue hundido en 1951 en un lugar secreto de la costa de California junto a otros 85 barcos que habían participado en los ensayos. Fueron los primeros de una flota fantasma de buques radioactivos sepultada en el fondo de los océanos, uno de los peajes de la era del átomo.

Los nativos de Bikini pronto descubrieron que la promesa de un pronto regreso a su hogar se había desintegrado con las explosiones. Las radioactividad era inasumible para cualquier ser vivo. Las pruebas, además, no habían hecho más que empezar: las detonaciones de julio de 1946 fueron el punto de partida de un programa de ensayos que se prolongaría hasta 1958. Estados Unidos hizo explotar en esos doce años 67 bombas atómicas en el área del Pacífico, 23 de ellas en Bikini. El poder del átomo se reveló a veces incontrolable: el 1 de marzo de 1954 se detonó la bomba termonuclear bautizada Castle Bravo, la más potente fabricada hasta entonces, con una capacidad destructiva mil veces superior a la de Hiroshima.

La deflagración fue tan brutal que borró literalmente del mapa tres islotes. La radiación no tardó en llegar a los atolones habitados más próximos, entre ellos Rongelap. Fue el inicio de una pesadilla que se prolonga hasta nuestros días. Algunos nativos aún recuerdan el resplandor en el cielo de la explosión termonuclear y el polvo que poco después empezó a cubrirlo todo. Les picaban los ojos y tenían ganas de vomitar. Cuando los estadounidenses descubrieron que se les había ido la mano y organizaron la evacuación de Rongelap, habían pasado ya 51 horas.

Nadie es capaz de acotar a ciencia cierta las consecuencias de aquellos ensayos. En todas las poblaciones de lo archipiélagos próximos el cáncer tiene una incidencia muy superior a la media y los niños nacen con malformaciones. Los médicos estadounidenses realizaron extirpaciones en cadena de las glándulas tiroideas para prevenir los tumores. El ministro de Exteriores de las Islas Marshall recordaba en 2005 en la Asamblea de la ONU: «Mi país recibió todos los días durante doce años la radiación equivalente a 1,6 bombas de Hiroshima». La Administración de EE UU aún costea tratamientos y nutre desde hace décadas un fondo específico para hacer frente a indemnizaciones.

¿Y los nativos de Bikini? Setenta años después apenas queda alguno vivo. Los descendientes de los 167 desplazados siguen desperdigados por las islas vecinas aunque algunos han aprovechado las facilidades que se les brindaron para establecerse en EE UU. El paraíso ha recuperado su esplendor y vuelve a estar cubierto por la vegetación, pero es solo un espejismo porque los análisis advierten que vivir allí tiene un precio: la manzana de Bikini, como la del Génesis, sigue envenenada.

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