Dos años antes de conocer a John Lennon, Yoko Ono realizó una performance en la que se dejaba desnudar por el público, que se servía de unas tijeras para destrozarle la ropa y provocarle, casi por accidente, algunos rasguños. Esta acción, llamada 'Cut piece' (1965), sería revelada poco después como un auténtico ejercicio de premonición, una metáfora involuntaria de algo en lo que se convertiría Yoko Ono para la opinión pública en cierto momento de la historia: la artista más odiada de occidente, por supuesto incomprendida y, sin duda, uno de los estandartes femeninos del siglo XX. Una bestia icónica.

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A Yoko Ono siempre se le ha echado en cara la responsabilidad de la disolución de los Beatles sin motivo aparente, sólo por el hecho de ser mujer y por tener personalidad propia. Por no mostrar el más mínimo interés en caer especialmente bien a nadie, por no esforzarse en hacerse entender. Todo el mundo tenía que odiar a Yoko Ono alguna vez en su vida por haber destrozado el grupo que cambió la historia de la música. Sin embargo la realidad, que suele estropear los odios más irracionales, sugiere que nada de esto fue así. Ya en 1966, los de Liverpool ya habían abandonado las giras y no hacían ninguna vida en común. Ellos mismos reconocieron que el declive de la banda se produjo antes de que ella llegara a la vida de Lennon. Incluso Paul McCartney, convertido ahora para nuestro pasmo en una especie de señora mayor, salió al paso tarde y mal en 2007 y la disculpó con unas sencillas declaraciones. Quizás para evitar el estigma de ser una rata aprovechada, la japonesa, que una entrevista reconoció haber sido capaz de recordar su propio nacimiento, afirmó no saber quién era John Lennon el día en el que se conocieron, introducidos por uno de los galeristas de Yoko. Poco tiempo después de ese encuentro, Lennon la describió como «la artista desconocida más famosa del mundo». Yoko se convirtió en una celebridad maldita gracias a los Beatles, pero ya era una verdadera artista pese a esa sombra.

Yoko, la artista

Los ataques no ocuparon espacio en su cabeza ni machacaron su extraña e inevitable pulsión creadora. En aquellos años, ella ya era una pionera del arte conceptual y de la acción, enfrascada en cierta atmósfera hippie y previa al 'new age', y metida hasta las trancas en el movimiento Fluxus de donde emergería una hornada de artistas clave para el arte de finales del siglo pasado. Resulta curioso que una personalidad tan teatrera y excéntrica, que portaba maneras de estrella del pop incluso antes de serlo, fuera el alma de un movimiento que preconizaba aquello de «todo fluye, todo es arte y cualquiera puede hacerlo», con una nómina extraordinaria de artistas nuevos que rechazaban el estatus de artista enmarcado dentro de los límites de la 'alta cultura'. En nuestro país, una parte considerable de su legado llegó en una enorme exposición retrospectiva que le dedicó el museo Guggenheim de Bilbao el año pasado. Una muestra que reunió más de 200 piezas elaboradas durante cerca de 60 años de actividad artística y experimentación.

Yoko, la musa

Es precisamente el inolvidable tándem que formó la pareja el protagonista de la exposición que inaugura La Térmica esta semana. Fotografías instantáneas que documentan el momento más álgido de su escenificación pacifista de finales de los 60, cuando hicieron 'el amor contra la guerra' de la forma más literal posible. Yoko supo sacar el lado más reivindicativo de Lennon, exprimió sus pretensiones como agitador social, su 'hippismo' y su 'power to the people'. Después del asesinato del cantante, ella continuó sacando varios discos en solitario, como aquél que recibió el irónico título de 'Yes, I'm a witch' de 2007 ('sí, soy una bruja'), con algunas canciones buenas y otras bien pasadas de rosca. Seguramente, la aportación más destacable de Yoko al mundo de la música se haya producido mediante su labor de musa, como la persona que inspiró obras míticas del pop y muchas de las composiciones sobre el amor más sencillas y emotivas de la carrera de John Lennon.

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