Uno de los productos estrella del cerdo son los chorizos. Sur

MATANZAS CASERAS EN LA SERRANÍA DE RONDA

La matanza del cerdo sigue siendo un recurso pese a los nuevos tiempos para llenar las despensas de muchas familias ya que forma parte de su alimentación y subsistencia a lo largo del año

PPLL

Domingo, 13 de noviembre 2016, 02:01

Cuando el calor se apacigua y se entrevé la proximidad de la otoñada en las cortijadas de la Serranía de Ronda (Montejaque, Benaoján, Pujerra...) se preparan para la matanza anual. Hay que hacer acopio de viandas para los días invernales, que en la zona suelen ser fríos y desapacibles en grado extremo.

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La matanza del cerdo sigue siendo un recurso pese a los nuevos tiempos para llenar la despensa de muchas familias ya que forma parte de su alimentación y subsistencia a lo largo del año. Cierto es que cada vez son menos los que recurren a ella, pero lo es también que la costumbre sigue teniendo vigencia y se muestra de manera arraigada sobre todo entre los que todavía se ven vinculados a pequeñas propiedades campesinas, que fueron las de sus mayores durante siglos.

«No llenarás bien la panza si no haces una buena matanza». Es un dicho socarrón que todavía mantienen los serranos rondeños cuando se preparan para degollar al marrano convenientemente cebado durante el año y que permitirá viandas para los días festivos que señala el calendario, y para buena parte del resto del año.

Una costumbre ancestral, ya digo, que va perdiendo consistencia por mor de los nuevos tiempos, en los que se prefiere comprar los productos ya elaborados, «pero que no tienen ni por asomo el sabor de los que hacemos en nuestras casas», asegura Martín Benítez, un benaojano que del rito de la matanza sabe un rato.

Todavía se empeña la noche en quedarse y se muestra remisa a las claridades del día. Rebotan éstas en las colinas de las sierras reclamando su derecho a alborear. Martín Benítez, agricultor, arriero y matarife si la ocasión se tercia, al rayar el alba, arrecia el paso. Divisa ya envuelta en la bruma de la amanecida que desprende el río Guadiaro en su despertar la cortijada a la que dirige sus pasos, cuyas aristas de antigua casa labriega ya se columbran en lontananza. Hasta ella dirige sus pasos, la bolsa con los avíos de su trabajo, bamboleándole en las espaldas: dos facas de anguloso y afilado acero y navaja cachicuerna capaz de cortar un pelo en el aire.

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Camina deprisa Martín, acostumbrado a trochas y veredas como la que ahora le conduce, pocos pasos más allá, a las corralizas del cortijo. Los perros anuncian su llegada con desaforados ladridos. Duran poco, que la figura enjuta, la boina negra con la que se cubre, y los andares del hombre les son familiares.

«Dios guarde», saluda. Y los cuatro o cinco hombres, a la puerta del corralón, a pocos metros de la casa -una sonrisa, una mueca amigable- le devuelven el saludo: «Ven con Dios».

No hay más conversación, que son los serranos parcos en palabras, cuanto más que ya estaba dicho todo. Uno de ellos abre la portezuela del corral y desde su interior el estruendo del ganado asustado sacude el silencio del día en ciernes. «¿Cuál va a ser?», pregunta Martín. Le señalan un cochino que a duras penas trata de rehuir de los recién llegados. «En la romana ha dado más de 15 arrobas», le dicen.

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En la Serranía, antes de la matanza anual todavía acostumbran a pesar echando mano a la romana, un artilugio con pesas que inventaron los romanos, de ahí el nombre y que perdura aquí hasta nuestros días. Martín hace las cuentas mentalmente: «Una arroba, once kilos y medio, el cochino pesará sus buenos ciento setenta y cinco kilos. Y engordado con bellota de la montanera. Buen tocino para la olla, y mejores jamones para el invierno».

Cuando Martín hunde el cuchillo en la yugular del puerco, además de los cuatro hombres que lo sujetan, las mujeres y los niños de la cortijada irrumpen en la escena repleta de sangre y gruñidos. Las mujeres recogen en grandes cuencos la sangre -Martín buscó con su cuchillo el punto exacto del corazón del animal- para las morcillas, mientras los niños, ajenos a los últimos estertores de muerte del animal, chillan y ríen alborozados.

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Si todas las muertes causan un silencio respetuoso, no es el caso de la del cerdo, que no va a tardar a ser descuartizado. Madrugaron para no perderse la fiesta y miran sin disimulo con admiración y respeto al matarife. Muerto el animal, lo colocan en una mesita baja. Empieza la fiesta de la matanza, el ceremonial pantagruélico del «comamos y bebamos, que luego moriremos» que cantaban en el medioevo.

Se desuella el cuerpo inerte, restregándolo con cepillos tupidos de púas y agua hirviendo. Es el primer paso. Luego, cuatro hombres, a las órdenes de Martín -severo, circunspecto-, van a desmembrar al animal. Un sol tibio se derrama sobre la escena, que sigue animada por los gritos de la chiquillería y las consejas de las mujeres. Maestro y sabedor de su anatomía, a los precisos tajos de Martín y los que le acompañan, el cebón va mostrando sus tesoros escondidos: jamones, paletas, asaduras, tocino y pella... Unos trinchan, otros amasan; y las mujeres embuten y enristran los chorizos y las morcillas.

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En poco más de cuatro horas -el sol dueño absoluto del cielo limpio invernal- la especie humana ha revivido la lucha contra la escasez, garantizando la propia supervivencia. Colgados los jamones y embutidos en oscuras vigas, sólo queda esperar el paso del tiempo para que el airecillo seco de la Serranía apriete las carnes y acelere su curación.

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