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Como en toda fortaleza no hay un único acceso. Sus murallas están salpicadas de puertas de madera que guardan secretos, entradas que pasan inadvertidas y rejas que dejan ver, pero non plus ultra. Una de estas últimas es la que se nos abre desde un lateral del patio de época taifa y nos conduce a una vía lateral que rodea el palacio Nazarí. Al otro lado del muro, los turistas –mayoría de ‘guiris’– acaban el recorrido oficial a la Alcazaba de Málaga con la visita a esta zona noble habitada en otro tiempo por reyes, visires, gobernadores o alcaides, según la época. Pero a este lado todavía queda una tercera zona de la fortaleza, la más alta tras superar la entrada y el nivel medio, conocida como el barrio árabe. El tesoro mejor guardado de esta fortificación. Su zona más desconocida. Aunque también la de conservación más delicada. La sensación es que entramos en un túnel del tiempo y nos quitamos unos cuentos siglos de encima. Una impresión que alimenta la arqueóloga y directora de la Alcazaba, Fanny de Carranza, que antes de poner un pie en esta zona restringida, nos para y advierte: «El barrio se encuentra tal y como se habitó hasta que el terremoto de Málaga de 1680 afectó a esta zona e hizo que se abandonara».
Por calles estrechas que denotan su origen árabe –hay tramos en los que solo cabe una persona–, esta cara oculta de La Alcazaba comienza mostrando los baños árabes que pertenecían al palacio y, más allá, un conjunto de ocho viviendas en las que llegaron a residir unas 40 personas que estaban al servicio de dueño y señor de Málaga, además de los soldados para la defensa de la fortaleza. Una pequeña ciudad que quedó tocada por aquel violento seísmo. La huida despavorida de los habitantes a zonas más seguras hizo que la naturaleza se apropiara de las casas. En los planos del siglo XVIII, aquel barrio aparece ocupado por una gran huerta. «El traslado provocó que no se construyera nada encima y que el barrio nos llegara intacto», explica la arqueóloga que, no obstante, añade que eso no quiere decir que se pueda abrir al público.
De Carranza cuenta esto después de pasar por los restos de las termas y descender por unos escalones al aljibe del siglo XI que, pese al milenio de lluvias que ha visto correr, sigue cumpliendo su función original y recogiendo el agua que el cielo ha soltado sobre nuestras cabezas las últimas semanas. Por el camino hemos atravesado calles que han dejado al descubierto un sistema de saneamiento que aprovechaba la pendiente de la parte alta de la Alcazaba y que se conectaba con las letrinas de cada vivienda. Nada de retretes colectivos. Incluso, algunos dormitorios cuentan con su aseo en ‘suite’. Todos unos precursores de las modas de la arquitectura doméstica contemporánea.
La primera parada de este itinerario oculto es una construcción con forma de ‘U’ en la que residía el cuerpo de guardia. «Es una estancia parecida a la que se encuentra en la Alhambra y por eso creemos que era el dormitorio comunal para los soldados», argumenta Fanny de Carranza. Estas paredes que albergaron tanto ardor guerrero fueron después convertidas en el taller de restauración de Juan Temboury, el gran ‘salvador’ de la fortaleza que promovió su declaración como Monumento Histórico Artístico Nacional en 1931 y tuteló su reconstrucción hasta su fallecimiento en 1965. Todavía se ven las huellas de esa labor de recuperación, ya que la antigua alcoba comunitaria guarda numerosas piezas arqueológicas, como un ostentoso capitel romano rescatado de los Jardines de Puerta Oscura.
De allí a las viviendas del barrio sólo hay un paso. Concretamente, una calle angosta. La arqueóloga explica como la arquitectura sigue cánones romanos y que incluso dan idea de un alto grado cultural y social. No solo por la independencia de cada residencia, sino porque a las mas grandes se accede por un zaguán con forma de ‘L’ que impedía la visión del interior desde fuera y preservaba la intimidad de los habitantes. Muchas de estas casas árabe fueron desenterradas en los años 1939-40. Y con ellas salieron a la luz zócalos pintados de almagra –un tinte de óxido rojo– y pavimentos de alto valor arqueológico que se dejaron a cielo abierto. Habían permanecido conservados bajo tierra desde los siglos XI y XII, pero su exposición a las inclemencias del tiempo provocó buena parte de su destrucción. Por esa razón, estos frisos aparecen ahora mallados para su protección y todo el barrio se ha techado al considerarse el conjunto una zona arqueológica que llega hasta la torre del homenaje, que continúa parcialmente derruida.
Una delicada situación de conservación que mantiene, por el momento, toda esta zona vedada al público. «Si fuera visitable supondría su destrucción», sostiene de forma gráfica Fanny de Carranza, que señala la altura considerable que conservaban los muros originales de las viviendas –algunos con decoración geométrica acorde con el Corán–, que también mantenían tramos de escalones hacia una primera planta desaparecida, las cuales fueron reconstruidas en los años 70 por el arquitecto Manzano Martos respetando los diseños originales y salvando algunas casas, pero cambiando la fisonomía exterior del conjunto, como constató el que fue director del Museo de Málaga, Rafael Puertas, en su estudio sobre este barrio que ocupa el 32% del perímetro interior de la Alcazaba.
Ahora que el Ayuntamiento de Málaga promueve la reforma de diferentes zonas de la Alcazaba –incluida la clausurada– con una inversión inicial de siete millones de euros es el momento de plantearse una intervención en la zona vedada que dote aún de más atractivo el principal monumento de la capital, que el pasado año registró su récord de visitantes con 654.739 personas. «Las opciones son convertir esta parte preservada en un solar arqueológico o bien optar por su reconstrucción de manera poco invasiva», aboga la directora del monumento, que deja claro que la opción que se tome tiene que ser consensuada por el propietario de la fortaleza, el Ayuntamiento de Málaga, y la administración competente en la conservación del patrimonio, la Junta de Andalucía.
Mientras Fanny de Carranza cuenta esto, ya hemos abandonado el barrio por la que fue sala de masaje de los antiguos baños árabes y hemos accedido a otras de las zonas cerradas al público, el espacio entre murallas que también está coronado por la Torre del Homenaje que, pese a su derrumbe parcial, mantiene su majestuosa memoria de lo que fue. Un amplio espacio que es reserva arqueológica y que, junto al barrio de viviendas, ocupa cerca de la mitad de la extensión del recinto. «Si excavásemos esta zona saldrían todos los servicios que atendían la Alcazaba, como la panadería, la herrería...», descubre nuestra guía que va poniendo fin a más de dos horas de paseo, anécdotas y relatos del principal monumento de la capital. Ese que continúa oculto después de más de diez siglos y que guarda capítulos de nuestra historia que necesitan garantizar su conservación antes de que pueda abrir sus puertas.
Franqueando una de ellas regresamos a la zona abierta al público, desde donde la directora de la fortaleza-palacio recuerda un detalle tan obvio que a veces se olvida: «Aquí tenemos además las mejores vistas de Málaga». Y mientras observa una imagen del puerto que parece una postal, recuerda que todo este pasado se tropieza muchas veces con una realidad más dura que una piedra. Aunque ella es capaz hacerla añicos con una frase que suena tan punzante como un cincel: «La arqueología no es una lacra, sino nuestro patrimonio».
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J. Gómez Peña y Gonzalo de las Heras (gráfico)
Encarni Hinojosa | Málaga, Encarni Hinojosa y Antonio M. Romero
Sara I. Belled y Jorge Marzo
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