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MAURICIO JOSÉ SCHWARZ
Sábado, 9 de enero 2010, 02:39
Para llamar a un perro 'inteligente', basta que responda a un adiestramiento para realizar tareas de rescate, actuar en el cine, descubrir drogas o ser el lazarillo de un ciego. Sin embargo, los científicos hablan de la inteligencia de animales mucho más sencillos, y por otra parte, socialmente solemos imponer estrictos -y variables- niveles de exigencia para señalar que alguien es inteligente.
Llamamos inteligencia a muchísimos atributos distintos sin tener la certeza de que están relacionados entre sí: una memoria prodigiosa, una acumulación desusada de datos, la capacidad de resolver problemas complejos, la capacidad de inducción o predicción, la creatividad, el pensamiento original, el uso del idioma y el pensamiento abstracto, entre otros muchos. El propio diccionario de la RAE ofrece cuatro acepciones distintas de 'inteligencia',
Quizá estos elementos no están interrelacionados, o quizá tienen relaciones diversas y en grados variables. De hecho, la ciencia se ha visto enfrentada a casos que dejan muy claro que estos elementos pueden existir con independencia, obligándonos a replantearnos algunas ideas.
Contrastes
Kim Peek, el recientemente fallecido modelo del protagonista de la película 'Rain Man', leía en los libros dos páginas a la vez, una con cada ojo, podía realizar cálculos matemáticos a una enorme velocidad y exhibía una impresionante memoria fotográfica o eidética que reunía datos por igual deportivos que sobre la monarquía británica, compositores, películas, literatura, etc., y se sabía de memoria en un 98% los más de 76.000 libros que había leído en toda su vida.
Sin embargo, por su macrocefalia congénita no podía arreglárselas solo en la vida cotidiana, tardó hasta los 4 años en aprender a caminar, nunca supo abotonarse la ropa, y le resultaba casi imposible entender los giros idiomáticos, los chistes y las metáforas.
Como Peek, muchos otros 'savants' exhiben simultáneamente rasgos que consideraríamos de gran inteligencia y otros de graves retrasos mentales, desarrollo social insuficiente o problemas de autismo.
Por otra parte, en las primeras 'pruebas de inteligencia' realizadas en Estados Unidos, los negros alcanzaron notas muy inferiores a las de los blancos, y pasó tiempo antes de determinar que tales pruebas de inteligencia en realidad tenían un fuerte sesgo al medir conocimientos escolares a los que los blancos tenían un mayor acceso, y habilidades culturales concretas de la clase media blanca.
Así como las pruebas parecieron validar algunas concepciones racistas, negaban el sexismo, pues desde el principio no mostraron diferencia entre hombres y mujeres. Ello no obstó, sin embargo, para que socialmente siguiera vigente la falacia de una inteligencia deficiente de la mujer como pretexto para justificar los obstáculos a su acceso a la educación, a puestos de responsabilidad, a los procesos electorales y a espacios en numerosas disciplinas.
En 1983, el doctor Howard Gardner, de la Universidad de Harvard, propuso que en realidad existen múltiples inteligencias: lingüística, lógico-matemática, espacial, corporal-cinestésica, musical, interpersonal, intrapersonal y naturalista. Aunque tiene numerosos críticos por motivos metodológicos y falta de constatación experimental, la visión de Gardner sirve al menos para ilustrar el problema de la definición de inteligencia y sus aspectos, tanto en el terreno de la ciencia como en el de la sociedad y el debate (más político que biológico) sobre las raíces biológicas y medioambientales de la inteligencia.
El primer intento por medir la inteligencia lo hizo el británico Francis Galton en el siglo XIX, al fundar la psicometría. Poco después, Alfred Binet creó una prueba para medir el desarrollo intelectual (o edad mental) de los niños. En 1912, el psicólogo alemán Wiliam Stern desarrolló el concepto de cociente intelectual o IQ (Intelligenz-Quotient), resultado de dividir la edad mental por la edad cronológica, para cuantificar los resultados de las pruebas de Binet, sin que éste aceptara dicha escala.
Utilidad
Aunque el concepto de IQ o CI ya no es el de Stern, su uso sigue extendido en las diversas pruebas que se han desarrollado para estudiar la elusiva inteligencia. Tales pruebas se afinan continuamente para eliminar los sesgos raciales, culturales o de otro tipo, y ponderar las diferencias conocidas, por ejemplo, en las habilidades espaciales de hombres y mujeres. Pero aún así, la abrumadora cantidad de factores que influyen en el desarrollo de la inteligencia (o las inteligencias) sigue haciendo que estas pruebas sean sólo indicadores generales y en modo alguno predictores precisos como lo serían algunos análisis médicos.
Esto no significa, sin embargo, que las pruebas de inteligencia no tengan utilidad, aunque sean perfectibles. Los estudios estadísticos demuestran una correlación importante entre las altas puntuaciones de las pruebas y resultados como el desempeño en el trabajo o el rendimiento escolar que les dan una cierta utilidad si se interpretan como indicadores más que como diagnósticos.
Por otra parte, numerosos estudios demuestran que la inteligencia no es un valor estático, sino que puede cambiarse, moldearse, incrementarse o, ciertamente, disminuirse; es decir, que nuestro cerebro es neuroplástico. Por ello, aunque desde un punto de vista estadístico, un cociente intelectual de 100 idealmente debería ser la media de la población, una cifra inferior no es forzosamente medida de tontería, ni una puntuación alta indica directamente genialidad.
El conocimiento de nosotros mismos, nuestra conducta y procesos mentales, es una de las más recientes disciplinas, compartida por la Psicología, la Sociología y las neurociencias. Sus rápidos avances nos permiten esperar que en pocas décadas tendremos mejores herramientas para conocer la inteligencia, su definición, sus procesos químicos y fisiológicos, su medición y, sobre todo, cómo ampliarla en todos los seres humanos. Que sería lo verdaderamente importante.
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