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TEODORO LEÓN GROSS
Lunes, 10 de febrero 2014, 07:55
El arco de Gil se desmorona: al final el tiempo acabará barriendo las huellas de esos años atroces. Lástima. Ese icono chusco sobre la N340 al menos ha servido para conservar la memoria cutre del gilismo. Don Jesús, como le llamaban entonces, presumía en 1992 de estar levantando allí la frontera sentimental del 'reino de Marbella', su arc de triomphe, cuando él se veía como refundador providencial de la República bananera de Marbella. El arco fue una de sus promesas electorales para convertirse en alcalde; y eso ya da idea del escenario delirante de su éxito. La ciudad naufragaba entre dirigentes mediocres y las mafias de los ochenta; y Gil entendió que había que vender autoestima. Con el tiempo, sin embargo, se convertiría en símbolo de una época indecente y hortera; testigo de que aquello realmente fue lo que fue, contra la tentación del olvido -«No digas que fue un sueño», como reclama el verso de Cavafis cuando los dioses abandonaban Alejandría- porque ese delincuente saqueó la ciudad a la vista de todos urdiendo una trama institucional corrupta, y tal y tal, mientras arrasaba en las urnas de mayoría absoluta en mayoría absoluta con señuelos como ese.
Hay construcciones que se convierten en iconos cuando llegan a sintetizar el espíritu de la época; y el arco es un icono del gilismo. Naturalmente no es lo mismo dejar como huella la Torre Eiffel que esa fachada zafia sobre la carretera de acceso a la ciudad, hito de bienvenida a su Poisonville particular. Gil alimentó fantasías de grandeza en Marbella financiadas con la ruina en diferido de la propia ciudad que se tragaba el camelo del nuevo Eldorado, pendiente de ver su nombre en Sierra Blanca como el Hollywood Sign en el Monte Lee sobre Los Ángeles, cautivando a la población con aceras pulidas, putas apaleadas y medianas pintadas de azul para sostener desde las urnas su organización criminal y pasarse la ley por el arco de su arco. Al final, claro, el icono ha terminado por descomponerse, podrido desde dentro como el propio gilismo.
De no ser porque nadie se atreverá a gastar un céntimo de dinero público en salvar ese cacharro cutre, habría que proteger su conservación como un símbolo moral: el Arco del Trinque. De hecho, la Dirección General de la Memoria Histórica, en lugar de volcarse con la guerra civil a tiempo completo, haría bien en protegerlo para que el gilismo no acabe yéndose por los desagües del olvido. De hecho, hay rastros de gilismo en los rascacielos de esa alcaldesa con vínculos inquietantes; hay gilismo en la alianza del puerto con el jeque; hay gilismo en la coartada perpetua para crear excepciones legales. Siquiera debería conservarse la ruina del Arco del Trinque para la arqueología moral del gilismo, su Pompeya cutre. Que nadie llegue a creer que esto fue un sueño. Si acaso, una pesadilla.
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