
«El Papa Francisco ha partido, y con él se va una voz que me hablaba al alma. No era solo el obispo de Roma: ... era ese abuelo sabio que, con palabras sencillas, me recordaba lo esencial». Quien habla así de Francisco es Manuel Sánchez, 'Fandi', como le conocen todos en Roma, un granadino de 66 años que lleva veinte allí trabajando y es profesor de la Pontificia Università della Santa Croce. «Lo vi el domingo en la Plaza San Pedro, frágil pero presente, despidiéndose sin decir adiós cuando impartía la bendición Urbi et Orbi. Su última aparición fue puro Evangelio: amor hasta el extremo».
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Francisco no fue perfecto, dice Manuel desde esta plaza monumental donde ahora se dan cita todos los que quieren despedir al Papa, «pero sí auténtico. Amó a los pobres, caminó con ellos, lloró con ellos. No predicó desde el mármol, sino desde el polvo de las calles. Me enseñó que la fe no es refugio, sino salida. Que Dios se parece más a un abrazo que a un juicio. Hoy lo lloro, pero también doy gracias. Porque me ayudó a creer, con piel, con historia, con ternura, especialmente pensando en alguien como yo que lleva viviendo en Roma más de 20 años y ha visto mucha agua pasar bajo los puentes del Tíber».
A su lado está Marcos Carroggio, barcelonés de 58 años y profesor de Comunicación en la misma universidad, literalmente a un paso de Piaza Navona. No importa las semanas de convalecencia en el Gemelli; Marcos todavía no se lo cree, está en shock. «El domingo estaba ahí, a diez metros… y el lunes ya estaba en el Cielo. En cuanto conocí la noticia, me fui a una capilla y le di gracias a Dios por la vida del Papa Francisco, y por haber coincidido en Roma durante todo su pontificado. Estuve en esta plaza de San Pedro el día de su elección… y también la víspera de su fallecimiento».
Mientras Marcos mira a su alrededor, ese espacio gigantesco que envuelve en un abrazo la columnata de Bernini, evoca las cuatro veces que estuvo cara a cara con el pontífice. Los recuerdos se le atropellan en la memoria, «pero hay uno que no olvidaré nunca: la conversación personal con una de mis sobrinas, veinteañera, a la que los médicos le habían dado seis meses de vida por un cáncer muy agresivo», rememora aún estremecido. «Recuerdo todavía su cara de interés, sus oraciones, las manos impuestas sobre su peluca, las palabras a sus padres… Para ella fue un chute de energía impresionante».
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El centro del mundo
Y es que si en algo coinciden todos los reunidos a la sombra de la tumba de Pedro, es en el compromiso de Bergoglio con los más vulnerables. «Cuando estaba ante los enfermos, se paraba el mundo. Creo que la vida de Francisco ha sido un ejemplo de donación 'física'. Los miércoles podía saludar personalmente a dos mil personas… pero cuando llegaba al grupo de los 30 ó 40 enfermos, se detenía más de media hora con ellos. Y daba ánimo, ternura, a veces una broma que levantaba la moral… Para mí, esa fue una encíclica inolvidable».
Si todos los caminos conducen a Roma, la Plaza San Pedro es su centro neurálgico. Nada prepara su gradiosidad. En la Ciudad del Vaticano, 1.700 años de historia nos observan. Aquí se organizaron cruzadas, se planearon inquisiciones, se levantaron y se hundieron gobiernos; una acumulación de riqueza, de arte y de saber como no ha habido otra igual. No importa que sea la nación más pequeña del mundo; su PIB no se mide en dinero ni en arsenales, sino en almas: 1.400 millones que se agitan ahora a la espera de un sucesor sobre el que ya se hacen apuestas. Si la contemplación de la plaza coincide con la muerte de un Papa y su posterior relevo, y como es el caso, el Jubileo y el consabido perdón de los pecados, este espacio se convierte en algo abrumador, la imagen misma de la desmesura, y las muchedumbres son sólo una de sus manifestaciones, como saben bien Manuel y Marcos. Los peregrinos se mezclan con turistas, con congregaciones de religiosas que se mueven presurosas como si las pastoreasen, con policías que no bajan la guardia -hay seguridad por todas partes-, con periodistas que se cuentan por cientos para relatar la última hora a millones.
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La muerte de Jorge Mario Bergoglio, el 'Papa de la periferia' como no se cansan de repetir quienes abarrotan esta explanada, ha pillado a todos con el pie cambiado; como si no acabaran de creerse el desenlace tras su reciente hospitalización. La tristeza embarga a la gran mayoría, que pasea su dolor entre cánticos, rezos y banderas de todo el mundo, desde Estados Unidos a Mozambique, desde Argentina a España. Y un deseo sobre todos los demás, que las reformas emprendidas en los últimos doce años, un mes y doce días de pontificado arraiguen en los corazones, en especial en el del llamado a suceder al Papa Francisco. No en vano su poder es equiparable al de un monarca absoluto, eso sí, a uno elegido por sus iguales, 133 purpurados menores de 80 años.
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