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El emperador de Japón en la apertura del Parlamento, pocos días antes de anunciar su deseo de abdicar.
Reyes a la fuga

Reyes a la fuga

Abdicar era «faltar al deber» hasta que Benedicto XVI, Alberto II y Juan Carlos I abrieron la veda y se apearon del trono. Akihito quiere seguir su ejemplo

guillermo elejabeitia

Jueves, 18 de agosto 2016, 00:22

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El emperador de Japón confirmó hace unos días su intención de dejar el Trono del Crisantemo. No usó la palabra abdicar porque la Constitución ni siquiera contempla tal posibilidad. Se limitó a exponer a sus súbditos la situación: «Tengo más de 80 años y hay momentos en los que siento diferentes limitaciones. Me preocupa que no pueda continuar desempeñando las labores como símbolo del Estado. Espero sinceramente que me comprendan». Su anuncio televisado el segundo en todo su reinado tenía más de ruego que de resolución. De hecho, es el Gobierno de su país quien tendrá que decidir si acomete los cambios legislativos necesarios para que el emperador pueda traspasar sus funciones, meramente ceremoniales, a su heredero, el príncipe Naruhito.

Desde su ascensión al trono en 1989, Akihito ha tratado de modernizar la Casa Imperial asimilándola a la realeza europea, liberándose, en la medida de lo posible, del estricto protocolo tradicional. Ahora ha vuelto a imitarla al expresar su deseo de abdicar siguiendo el ejemplo de Beatriz de Holanda, Alberto II de Bélgica y Juan Carlos I de España. En los últimos tiempos las testas coronadas parecen haberle cogido el gusto a conjugar un verbo antaño harto infrecuente. Cansados por el peso de los años o de los escándalos, no son pocos los monarcas que deciden hacerse a un lado y dejar que sean sus herederos quienes soporten las exigencias de la corona. La vieja máxima «el rey ha muerto ¡viva el rey!» pronto será solo un recuerdo.

Más allá de las abdicaciones forzosas por motivos políticos, la Historia brinda escasos ejemplos de reyes que se hayan retirado voluntariamente. En el siglo XX, el caso más célebre es el de Eduardo VIII, que le endosó el cetro a su hermano Bertie para casarse con Wallis Simpson y vivir como un dandi de fiesta en fiesta. «Aquello no fue una abdicación, sino una frivolidad», sostiene todavía hoy Jaime Peñafiel.

Majestades jubiladas

  • Emérito no es un título

  • Con Benedicto XVI se acuñó lo de Papa «emérito», que se ha imitado en España para el rey Juan Carlos. «Pero no es parte del título, sino una expresión periodística», explica Gerardo Corres, de la Escuela Internacional de Protocolo. A Alberto II se le llama simplemente rey, mientras que Beatriz de Holanda ha vuelto a ser princesa.

  • Relegados en el protocolo

  • Aunque puedan mantener el tratamiento de majestades a efectos protocolarios, se sitúan detras del reinante y sus hijos. «En España Juan Carlos y Sofía son el 5 y 6».

  • ¿Jarrones chinos?

  • «Sus funciones dependen de la voluntad de su sucesor». Don Juan Carlos, por ejemplo, asiste a las tomas de posesión de presidentes iberoaméricanos.

  • 2013

  • Ha sido el año de la Historia en el que se han producido más abdicaciones.

Otra renuncia memorable que sigue envuelta en un halo de romanticismo, tres siglos y medio después, es la de la reina Cristina de Suecia. A los 28 años, ante las presiones para que contrajera matrimonio, se despojó de sus insignias reales en una escena que hizo famosa en el cine Greta Garbo y tomó el camino del exilio para disgusto de sus súbditos. Era el 6 de junio de 1654.

En España hay varios precedentes. Amadeo I dimitió en 1873 por falta de apoyos políticos, e Isabel II y Alfonso XIII hicieron lo propio cuando ya estaban en el exilio, mientras que Carlos IV y Fernando VII fueron obligados a abdicar en Bayona en 1808 para dejar la corona en manos de Napoleón. Para encontrar una retirada voluntaria en un monarca reinante hay que remontarse a Felipe V, que, agobiado por sus problemas mentales, cedió el trono a su hijo Luis I en 1724. Su sucesor moriría a los pocos meses y Felipe volvió a ceñir la corona, si bien hay quien considera esa segunda parte como el reinado oficioso de Isabel de Farnesio. Siglo y medio antes abdicaría Carlos I de España y V de Alemania que, enfermo y agotado por décadas de campaña militar, se recluyó en el monasterio de Yuste.

Por contra, el siglo XXI ha visto una auténtica desbandada de monarcas. El gran duque Juan de Luxemburgo abrió la veda en el año 2000. Alegó problemas de salud. En 2004 le siguió el rey de Camboya. Dos años después, le imitaron el emir de Kuwait y el rey de Bután. En 2008 abdicó el de Nepal, pero porque el país abolió la monarquía. Solo en 2013 fueron cuatro los soberanos que se apearon del trono: el Papa en febrero, la reina de Holanda en abril y el emir de Catar y el rey de los belgas en julio. La última renuncia la firmó Juan Carlos de Borbón el 19 de junio de 2014. Hasta Akihito, que todavía no ha puesto fecha a la suya.

Relaciones públicas de lujo

La profesora de Relaciones Internacionales Blanca López Caballero se resiste a hablar de una «tendencia» porque «cada caso responde a circunstancias muy diversas». Sin embargo, aprecia un «cambio de mentalidad en la opinión pública, que acepta ahora con normalidad lo que antes era visto como un abandono del deber». También es cierto, agrega, que el papel de la monarquía ha evolucionado desde la mística medieval hacia una especie de agencia de relaciones públicas de alto nivel, un papel en el que un octogenario puede tener problemas para desenvolverse.

No es el caso de Isabel II (90 años) decidida a morir vestida de armiño. «Ni ella ni Margarita de Dinamarca contemplan esa posibilidad», sostiene López Caballero. «Son reinas muy populares en sus países, que llegaron al trono muy jóvenes y entienden su labor como un destino para el que nacieron».

No pasa lo mismo en la Casa de Orange, donde jubilarse es casi una tradición. Lo hizo la reina Guillermina al llegar a los 67 años y su sucesora Juliana al cumplir 70. Cuando Beatriz anunció su decisión, el 30 de abril de 2013, ya era, con 75, la más longeva de su estirpe en el trono. La fecha elegida, exactamente 33 años después de su coronación, contribuyó a que el traspaso de poderes a su hijo Guillermo Alejandro se desarrollara en un clima de absoluta normalidad. Beatriz, que ahora ostenta el título de princesa, se retiró a vivir al castillo donde pasó su juventud y sigue siendo una royal muy activa, con una intensa agenda de cortes de cinta.

Nada que ver con la errática jubilación que está llevando Alberto II, que ha llegado a protestar públicamente por ver su asignación reducida a 923.000 euros. El rey de los belgas también adujo la edad y el cansancio para justificar su baja definitiva, pero a nadie se le escapa que, dos semanas antes, una tal Deuphine Boël había presentado una demanda de paternidad contra el soberano. La cercanía de las elecciones, que auguraban un clima político incierto en el que la manchada figura de Alberto debía ejercer el papel de árbitro, precipitó su marcha.

Salvando las distancias, sobre la renuncia de don Juan Carlos, tan solo unos meses antes de rematar cuatro décadas de reinado, también sobrevoaron nubarrones políticos. Cuenta Peñafiel que en su visita de Estado al Reino Unido, en 1986, su prima Lilibeth como llaman en familia a Isabel II le dijo «no abdiques nunca». Pero cuatro operaciones de cadera, un yerno juzgado por delitos de corrupción, un elefante abatido en Botsuana, su«amistad entrañable» con Corinna y la estrella en alza de un político con coleta pudieron llevarle a cambiar de opinión y asegurar la sucesión antes de la tormenta. Solo veinte personas lo sabían. El anuncio oficial se adelantó por una filtración.

Pero la más sorprendente fue la renuncia de Benedicto XVI, «sin fuerzas» para continuar. Hay que rebobinar a 1294, cuando el asceta Celestino V dejó Roma y volvió a su cueva, para encontrar otra abdicación voluntaria en el trono de San Pedro. Mucho se ha especulado sobre las razones que llevaron a Joseph Ratzinger a entregar el anillo del pescador, con la Santa Sede asediada por escándalos de pederastia y el Vatileaks. 85 años y el recuerdo de la agonía televisada de Juan Pablo II debieron pesar lo suyo. Como en el caso de Akihito, también entonces se suscitó el debate, ¿tenía derecho a renunciar a un cargo vitalicio en cuya designación había intervenido el mismísimo Espíritu Santo?

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