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Mi padre, que era santo varón, me llevaba los domingos, no fallaba uno, al estadio del Rosario Central, Club de Fútbol, y eso que él ... era seguidor de otro equipo, el Central Córdoba, adversarios entre sí, pero sobre todo del Newell´s Old boys, también rosarino y con excelente fortuna en la liga nacional argentina. Estas visitas a la 'cancha' mi padre las alternaba con un billar americano en los fondos de un local, perteneciente al Gimnasia y Esgrima, en Avenida Pellegrini, donde, mientras escuchábamos una y otra vez tangos como 'Ché papusa, oí' o 'Cafetín de Buenos Aires', me hacían mover, en un marcador con fichas de colores, las partidas ganadas y perdidas; mientras tanto yo me enfrascaba en la lectura del 'Lo sé todo' de Larousse, enciclopedia ilustrada fascinante, origen de mis mitos culturales, regalo de mis tíos para mantener a raya mi sistema nervioso. Ahora es una joyita que lucen en mi biblioteca. Hoy confieso que mantengo una gélida distancia con el fútbol y con el billar, porque me recuerdan un país que iba a abandonar en poco tiempo, de ese país que estaba de niebla siempre gris entre radicales y peronistas.
Parece mentira que el bochornoso espectáculo que presenciamos el otro día en el estadio del Valencia me haya llevado a reflexionar sobre la Argentina de hace medio siglo, sin ni siquiera mediar un aliento de esperanza. Los gritos xenófobos de los hinchas ultras me hacen pensar en una minoría de fanáticos que se nos va de las manos, no solo a la dirigencia futbolera sino a nuestra sociedad en su conjunto. En todo este escándalo en torno al racismo -que no es sino una variante de clasismo con unas gotas de café-, me sorprende la reacción airada de Brasil, y no defiendo lo indefendible porque todo el mundo tiene derecho al pataleo, pero que La República de Brasil que presidió Bolsonaro, vocifere sobre el imaginario de una España racista hace que repasemos el repertorio histórico de la ignominia. Todo hay que decirlo: la República del Brasil llegó a proclamarse porque el último Braganza, Pedro II, abolió la esclavitud negra de los 'ingenio de azúcar' en su reino, y los latifundistas le pagaron con el destronamiento en 1889, y la proclamación de una República de ricos blancos sobre una mayoría de pobres negros traídos en barcos desde Ouidah y Goré. No es de recibo ignorar la viga en el ojo propio y denunciar la mota en el ajeno.
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