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Ana Rodríguez, a la puerta de su casa. Su hijo, Pedro, de 14 años, quiere ser bombero. Ñïto Salas

Entre la ilusión y la desesperanza: los vecinos de Los Asperones empiezan el nuevo curso

«El verano es para los ricos», dicen, pero las lluvias del otoño les pueden inundar las casas. Los jóvenes sueñan con que sus esfuerzos estudiando les terminen sacando del barrio y los mayores advierten de que la mayoría de esos anhelos serán frustrados

Domingo, 15 de septiembre 2024, 01:00

Acaban los días de calor sofocante en Los Asperones. Y se agradece. «El verano es para los ricos», dice 'La Bombo', que lleva años sin salir del barrio. Pero también hay quien teme el frío y la lluvia que hay por delante: «Yo ahora me cago de miedo, porque como empiece a llover, me ahogo, con toda la basura que hay ahí detrás», alerta Estrella Santiago, otra vecina, que teme que el agua que pueda caer del cielo termine arrastrando los desperdicios que se agolpan a las espaldas de su casa y se la inunden. La familia de Estrella ha pasado el verano remojando a sus hijos en una piscina portátil. Lo mismo que los vástagos de Antón Rodríguez, que dice, divertido y contra la opinión de 'La Bombo', que «flipan más que los hijos de los ricos» en el barrio durante las vacaciones. El día que SUR visita Los Asperones los niños están ya en el colegio y Antón rememora con su luminosa sonrisa la escena del verano: la piscina, las risas, los chapoteos, pero también la chatarra con que trabaja para ganarse la vida, los escombros que nadie recoge y un poste de la luz que se sostiene de milagro y amenaza con dar un disgusto: «A ver si nos lo arreglan», urge.

'La Bombo', en una de las calles de Los Asperones. Dice que el verano «es para los ricos» y que hace años que no sale del barrio. Ñito Salas

Otros se conforman con una manguera sin piscina, aunque hay quien sí se escapa a la playa algún día, o se va a dar una vuelta al centro, si bien el precario transporte público no lo pone fácil. Sin coche, o con él averiado, como lo tiene Antón cada dos por tres, poco más se puede hacer. Así que muchos adultos se pasan el día calle arriba, calle abajo, atrapados en ese destartalado poblado en el que el paisaje desde el que pudiera ser un coqueto puente sobre el riachuelo seco que separa distintas fases del barrio es un pestilente estercolero. Los jóvenes como Armando Heredia, de 19 años, advierten que para entretenerse, en invierno o en verano, sólo pueden pensar en maldades: «Aquí no hay ni parque, ni bar, ni un banco donde sentarte a hablar, ni canchas deportivas». Explica así que en el barrio pueda haber más peleas, más discusiones, que en otros más surtidos de servicios. Cómo marcan las condiciones materiales de existencia. Pero también, como contrapunto, Armando recuerda la alegría con la que vivía allí de niño.

«Aquí no hay ni parque, ni bar, ni un banco donde sentarte a hablar, ni canchas deportivas»

A Antón Rodríguez le «hace emoción» posar junto a sus hierros. Sus hijos «flipan más que los de los ricos» con la piscina que montan en el barrio. Dice que su Eva «tiene que estudiar sí o sí». Ñito Salas

Ésta es la época en la que sobre todo las madres agradecen que comience el colegio, la guardería: «Cuando empieza la escuela, vemos la luz. El verano se hace largo», dice Indara Heredia, que espera a sus criaturas a la puerta del María de la O. Dedicarse a las labores de casa con los chiquillos sin mucho más entretenimiento que hacer picias duplica su dureza. Y si la felicidad de las madres por estas fechas es un hecho, mayor es la de los pequeños. Samara presume de que a su grande, de 4 años, le encanta la escuela y que no lloró ni nada el primer día. Ella misma dice orgullosa que estudió hasta el bachillerato, le gustaba mucho lengua española y le encantaba leer. Pero la vida le llevó a tener que dejar los libros pronto.

El panorama desde el puente sobre el riachuelo seco que separa dos fases del poblado. Por ahí pasa Samara con su pequeña porque va a buscar a su grande al colegio. Ñito Salas

Esperanzas y frustraciones

El curso empieza en Los Asperones con mensajes llenos de fuerza, de esperanza, de determinación. Pero se tienen que abrir paso entre otras palabras que expresan la desesperación, la desilusión y frustraciones acumuladas que adquieren sentido si se recuerda que el asentamiento de Los Asperones, que tenía vocación temporal, ya ha visto nacer a varias generaciones en los más de 30 años de que data. Surgió fruto de un proyecto de erradicación del chabolismo con el que ha terminado haciéndose crónico lo que se quería curar. Allí fueron a parar familias desalojadas de poblados chabolistas que ahora residen en casas prefabricadas y autoconstruidas en un entorno al margen y marginado del resto de la ciudad. Es una de las fotos más precisas de la exclusión social.

Luisa Santiago tiene 16 años y se prepara para empezar un curso de acceso para hacer un grado medio en electricidad o electromecánica. «Aunque sea un poco de machorra», ríe. Pero eso es lo que hacen las mujeres de todos los barrios: derribar estereotipos. Además, es lo que a ella le gusta y lo que cree que puede tener más salidas en el mercado laboral: «Ahora todo tiende a ser eléctrico», razona con convicción. Presume de que aunque es del barrio de toda la vida, se ha formado también en centros fuera. «Allí, en otras zonas de Málaga, no se creen que soy de Los Asperones. Ni que soy gitana. Piensan que soy india», añade haciendo gala de sus bellos y exóticos rasgos.

Azulema Rodríguez estudia un grado medio de cocina y quiere ir a la Universidad. En la imagen, junto a su padre Valentín. Ñito Salas

«He visto a gente salir del barrio, a mis hermanas, pero yo no quiero hacerlo como lo han hecho ellas, por un hombre, no por ellas mismas. Yo quiero ser una mujer independiente. Quiero tener mi coche y mi trabajo. Vivir en Teatinos o en El Cónsul. Y tener una vida normal»

De Azulema Rodríguez, de 18 años, su padre, Valentín, que ha trabajado toda la vida con la chatarra, dice: «Es muy estudianta, me ha salido muy bien, muy responsable». Está a punto de comenzar el segundo curso del grado medio de cocina y planea luego ir a la universidad porque lo que de verdad quiere hacer es enseñar cocina. «He visto a gente salir del barrio, a mis hermanas, pero yo no quiero hacerlo como lo han hecho ellas, por un hombre, no por ellas mismas. Yo quiero ser una mujer independiente. Quiero tener mi coche y mi trabajo. Vivir en Teatinos o en El Cónsul. Y tener una vida normal y unos problemas de vida normal. Y pagar mis impuestos», explica. Azulema huye de esa vida de Asperones de pasear de sus coetáneas calle arriba, calle abajo, para encontrar marido. «Nunca dejé de ir al colegio, pero iba a la Ciudad de los Niños, donde la gente no estudia mucho, y yo tampoco lo hacía. Me hice mayor y no sabía ni multiplicar. Pero a los catorce años, no sé qué me pasó, quizás que me llegara a faltar mi madre y darme cuenta de que no tenía nada en la vida, y entonces empecé a estudiar», añade. Aunque a veces su padre, ahora orgulloso, le decía que dejara los libros, porque la veía sufrir, porque estudiar es duro y cansa. Pero termina mereciendo la pena. Lo sabe. Puede ser el pasaporte a una vida mejor.

«Mucha gente me ha rechazado por mi condición social, pero el barrio a mí no me define como soy»

Azulema confiesa que no le gusta relacionarse con gente de Asperones, que prefiere tener amigas fuera, pero también lamenta que algunas de esas chicas de otras zonas de Málaga le dejaron de hablar por su «condición social», concepto que sintetiza en ser del lugar que le vio nacer: «Mucha gente me ha rechazado, pero el barrio a mí no me define como soy», añade. Aunque ella y mujeres y personas como ella también forman parte de Los Asperones y que se hagan visibles ayuda a luchar contra el estigma y los clichés sobre esa deprimida y también desconocida zona de la ciudad. «Pero sí, me da vergüenza traer a gente aquí, porque está sucio, pero en realidad los vecinos tampoco hacemos nada por mejorar el barrio», zanja.

Azulema y Luisa empiezan el curso con ganas, con determinación, con una misión: formarse, salir del barrio… Tienen fe. Sobre todo en ellas mismas y en su fuerza. Aunque tienen quien les eche una mano con el papeleo para pedir becas o ayudas para el transporte –eso tan difícil desde Asperones, una isla sin puentes con la ciudad– o para nutrirse del material que requiere estudiar cocina.

Un futuro escrito

Estrella Santiago y Joaquín Barranco son una joven pareja de 30 y 31 años con dos hijos. «Ellos van a tener las mismas oportunidades que nosotros», dice la madre. «Aunque no queramos, se saldrán del colegio antes de tiempo, se casarán pronto y rebuscarán por aquí para ganarse la vida», explica, como si su futuro estuviera escrito, como si estuvieran predestinados, como si sobre Los Asperones y su gente pesara una maldición.

«Nuestros hijos van a tener las mismas oportunidades que nosotros. Aunque no queramos, se saldrán del colegio antes de tiempo, se casarán pronto y rebuscarán por aquí para ganarse la vida»

Estrella Santiago y Joaquín Barranco temen que las lluvias se lleven por delante su casa. Ñito Salas

Pero SUR es testigo de la conversación de la familia con un maestro y de sus palabras se deduce que conservan algo de esperanza y amor propio: «No le dejes pasar ni una», le dice la madre al educador, en referencia a su hijo. Quiere que sea un buen hombre. Aunque cree que lo que de verdad lo haría posible sería vivir en otro sitio con un buen trabajo y lejos de ese entorno y de esos vecinos.

'La Bombo', que nació en la Estación del Perro y la reubicaron de niña en Los Asperones, añora los seis años que vivió en un piso okupa en la ciudad: «Éramos otras personas. Este barrio no es para vivir. No hay trabajo». Enseña la pulsera que le abraza el tobillo: disfruta de un tercer grado tras haber pasado por la cárcel por asuntos de drogas. «Fuera no habría caído en esto, estaría trabajando, pero aquí no tenía otra cosa. Es la primera y la última vez que me pasa», agrega. Por eso procura que sus hijos estudien: «Un graduado es mucho. Así se sabrán defender en la vida y no se meterán en cosas malas». Ella, dice, se ha resignado «obligatoriamente».

Ana Rodríguez, a las puertas de su casa. Tiene techo de chapa, con lo que en verano se asan y en invierno se hielan. Ñito Salas

Quizás es la edad, la experiencia y sus sinsabores acumulados, la que marca la frontera entre la esperanza y el dar el futuro por perdido. Pero hay un peligro: el pesimismo y el tirar la toalla es contagioso. SUR entra en una casa, en la de Ana Rodríguez y Joselillo Heredia: en verano hace mucho calor, pero es que en invierno el que es insoportable es el frío, así que no se deciden si viven mejor en una estación u otra. Su hijo, Pedro, de 14 años, dice que quiere ser bombero, pero añade: «Sé que no voy a poder». Joselillo explica que él estudió electricidad, pero que no le ha servido para nada, porque no ha encontrado trabajo nunca, sólo hace chapucillas por el barrio por las que le pagan poco. «No he visto a nadie del barrio que haya llegado a ser algo. Se dice que se puede, pero en realidad, no», asegura. Cree que se están creando falsas expectativas, ilusiones vanas, a los jóvenes del barrio. Por eso –es triste escucharlo– le dice a su hijo que no aspire a ser bombero, que no podrá serlo.

Hasta el cartel que anuncia la rehabilitación está destrozado. Ñito Salas

Viajes de ida y vuelta

Rafaela Muñoz, de 20 años, se ha sacado su graduado y su carné del coche, y está a punto de salir de Los Asperones: se está construyendo una casa en Carlinda con su novio, aprovechando el garaje de la vivienda de su suegra. «Allí tienes todo al lado: la peluquería, para hacerte las uñas...», explica con una flor prendida en el pelo, su delantal con estampado vichy y unas barras de pan apoyadas en la cadera.

Rafaela Muñoz tiene 20 años y planea irse a vivir con su novio a una casa que se están construyendo en Carlinda. Ñito Salas

Si hay personas que se quieren ir y que de hecho se van, también hay otras que tienen que volver. Es el caso de José Manuel Heredia, de 23 años: sus padres y sus hermanos se fueron a vivir a Cártama, pero esos hermanos ya tienen sus parejas e hijos, la casa se les ha quedado pequeña y ahora se está construyendo su nueva vivienda en Los Asperones, idea que le ha costado mucho aceptar a su mujer.

Este camino de ida y vuelta muestra que en realidad es muy difícil salir de Los Asperones: «Es más barato y no hay leyes», dice Heredia. «Me saqué el graduado para poder tener un trabajo, pero en el currículum, como vean que vives en Los Asperones, te descartan. Y también nos delatan los apellidos. Al final, si nos contratan, es para puestos que no son cara al público, son para mozo de almacén, para estar de puertas para adentro». Por eso, muchos no revelan dónde viven, lo esconden. Asumir que existe esa mala opinión de Los Asperones y sus habitantes en el resto de Málaga les baja su autoestima y, aunque destaquen por su elocuencia, se disculpan porque dicen que no saben hablar bien y que no se saben explicar.

«Me saqué el graduado para poder tener un trabajo, pero en el currículum, como vean que vives en Los Asperones, te descartan. Y también nos delatan los apellidos»

Rafaela Muñoz junto a José Manuel Heredia y Armando Heredia. Ñito Salas

Así que en Los Asperones se respira cierta impotencia. Antón Rodríguez, de 27 años, trató de llevar a sus hijos a un colegio de otro barrio. Pero los tuvo que sacar porque, para empezar, sentían discriminación, a ello se sumó que la madre se quedó de nuevo embarazada y que la logística, el transporte todas las mañanas al colegio, se les complicó. De modo que han vuelto a matricularse en el cole de su vecindario, esa rara y generosa avis que anima a las familias a buscar otros centros fuera del asentamiento porque el futuro, como el metro, no para frente a sus casas, muchas veces pasa de largo. Pero Antón no desiste y urge: «Mi Eva tiene que estudiar sí o sí». Y apela al profesor sobre otro de sus hijos: «Contrólame al Juan, que es muy malo».

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