
Ver fotos
Málaga en su primer sábado con nuevas restricciones: un espejismo de normalidad
Un paseo por los puntos neurálgicos de la ciudad revela la intromisión de la pandemia en la vida de los malagueños. Aunque la puesta en escena recuerde por momentos al pasado, los testimonios de hosteleros y comerciantes dibujan un abismo
Ver a Jorge Oliver en directo es una experiencia facultada para despertar el interés por el producto que está vendiendo. «Almendras, almendras fritas, almendras», emite a viva voz. Málaga, calle Granada, a las una del mediodía. Un hombre de pelo canoso y ligeras entradas está detrás del puesto que decidió montar en 2009, cuando la crisis del ladrillo lo expulsó por primera vez del mercado laboral. Jorge tiene 39 años y cuatro hijos. El mayor con 16 y el más pequeño con cuatro. «Intento poner todo de mi parte, pero ahora mismo esto no es rentable», señala.
Todavía se acuerda cuando a estas horas ya había hecho una caja que sobrepasaba los 100 euros. «Los días de crucero vendía mucho. También colocaba los pistachos. Tengo clientes que son de aquí, pero compran un euro, dos euros. Yo vivía principalmente de los extranjeros, Málaga necesita a los extranjeros», dice.
El cielo está gris, aunque no rompe a llover. Gris está también la facturación de Jorge. «Estoy vendiendo un 70% menos. Llego a las diez de la mañana y me voy cuando cierran los comercios. A las seis de la tarde ya no queda nadie. Después de once años me resisto a tirar la toalla, pero si esto sigue así no aguantaré más allá de diciembre». Jorge ha dejado de comprar pistachos porque ya no se lo puede permitir.
Es sábado, el primero después de que la Junta de Andalucía diera otra vuelta de tuerca a las restricciones. Los comercios, bares y restaurantes tienen que cerrar a las seis de la tarde. La ventana para hacer caja se ha convertido en una hendidura. Que el tiempo no acompaña no ayudará a sacar a la gente de sus casas. Llovizna sobre el asfalto de la calle Larios y nunca ha sido tan fácil encontrar un hueco para aparcar la moto. Huecos, en realidad, ahora hay en todas partes.
¿Qué tipo de ciudad es Málaga en un sábado de la segunda ola pandémica? No es tan ruidosa como antes ni tan alegre. Es como una ciudad después de una pérdida repentina del oído. También es una ciudad con menos sonrisas o con sonrisas que se amoldan a las circunstancias. Sonrisas que tapan las preocupaciones. Llena de paseantes locales que aprovechan la luz del día para salir de casa, pero no necesariamente para consumir. Las tiendas de ropa de una conocida multinacional española están vacías. La parte del cerebro que almacena los recuerdos indica que esto es una anomalía.
En la Plaza de las Flores se encuentra Francisco Moreno, el dueño del Gallo Ronco. Tripadvisor le da cuatro estrellas. Una taberna rústica con cocina andaluza y un tablado de flamenco en el local de al lado para cuando la noche entra en su fase álgida. Entraba. Francisco es un hombre con una sonrisa suave, que apura el cigarro hasta el final y con poco pelo. Que tenga tanto tiempo libre para analizar la situación no le gusta. Antes de la pandemia tenía contratado a 19 camareros y ahora le quedan siete, contando a la cocinera. «Esto tiene que parar pronto», apela a las autoridades para que levanten otra vez el toque de queda.
Noticia Relacionada
La llama del comercio se apaga en la provincia
«¿El virus a las seis de la tarde ya no contagia?», se pregunta y pide más mano dura para las fiestas privadas. «El otro día se metieron 35 personas ahí arriba y la policía no tuvo el valor de entrar», señala al ático del mismo edificio en el que está su taberna. Con taberna y tablado paga un alquiler de cinco cifras. La facturación, señala, ha bajado en un 70%. «Esto nos está costando el dinero».
Si se prosigue por las calles del Centro se aprecian sillas y mesas vacías por todas partes. Ser relaciones públicas es como vender agua en Loja. Ana María Marinescu ofrece altas dosis de simpatía, pero «no sirve de nada porque la cosa está muy mal». Acusa especialmente la ausencia de cruceros, estas ciudades ambulantes de 7.000 personas. Ana María asegura que son para su trabajo lo que la gasolina al motor de combustión. El dueño de una conocida marisquería, con varios locales en el Centro, no quiere salir en la foto. Sintetiza la situación señalando el interior vacío de su local: «Estamos perdiendo dinero, mucho dinero».
La Plaza de la Constitución sigue siendo un estandarte de la ciudad, pero ahora también se escucha como chapotea el agua sin estar cerca de la fuente. Uncibay es como si le inyectaran a uno algo de adrenalina. No es un lleno hasta la bandera, pero es un lleno. En una mesa está Maricruz Casado con sus amigas. No todas son de Huelin, pero van a la misma peluquería. «Hay que vivir», contesta cuando se le pregunta por si siente que el almuerzo le está poniendo en una situación de peligro. «Ya es por cuestión de salud mental, el virus no va a desaparecer», apuntilla. A estas alturas, admite, ignora el sentido de las restricciones.
Germán Portolesi es el gerente de Baires Coffee, junto a su hermano Leo. Aquí se viene cuando se quiere tomar una copa bien servida y disfrutar de una de las cachimbas con mejor fama de Málaga. En la última semana, Germán siente que le han retirado el suelo bajo los pies. «¿Qué nos queda si la gente viene a tomar café y a las dos horas se tiene que ir?». Su cabreo va dirigido a los políticos, a los que culpa de no ser conscientes del daño que están haciendo a la economía local. «Al principio nos dijeron que las cachimbas solo las podíamos servir ya de forma individual. Mi hermano y yo gastamos un pastizal para comprar nuevos tubos. A la semana nos dicen que no podemos servir cachimbas. Es tremendo».
Preguntado sobre las nuevas restricciones horarias contesta con otra pregunta: «¿Crees que los chavales van a su casa cuando aquí se han tomado una copa o dos y se les ha calentado el pico?». Los políticos estarían dando palos de ciego, llevándose por delante las existencias de muchas personas. «El autobús, que yo sepa, va lleno», lanza como reflexión final.
El virus de quedarse en casa también se expande a otros puntos de la ciudad. En el paseo marítimo de Pedregalejo hay mesas libres en cualquiera de los locales que se estiran de una punta hasta la otra. Paula Campos y Andrea Muñoz estudian música y danza en Málaga. Ahora que lo piensan, coinciden las dos, parece mentira que ya llevemos nueve meses de pandemia. «Hemos venido a almorzar porque necesitamos desconectar», señala la primera. Demasiado manda ya la pandemia en sus rutinas: «Las clases son telemáticas y las prácticas, imagina, los problemas que hay para bailar».
Un sábado cualquiera por Pedregalejo era como respirar parte de la esencia de Málaga, un agradecimiento por el lugar y el sitio al que el destino colocado a uno. No es miedo lo que flota en el ambiente ahora. Pánico tampoco. Más bien lasitud y agotamiento por las mismas preguntas de siempre a las que nadie tiene respuesta. El ser humano es un animal de costumbre, pero nadie quiere acostumbrarse a vivir con distancias. Todos los consultados señalan que intentan no pensar.
Si es por la voluntad de las administraciones, los malagueños deberían permanecer entre sus cuatro paredes. Sin embargo, para la mayoría de los malagueños no dejan de ser justo eso: cuatro paredes. La vida real burbujea en otros sitios y lugares. En la calle, en las oficinas, en el aperitivo, jugando la partida, en el restaurante, el café con vistas al mar, la charla en el mercado. ¿Quién necesita un piso de lujo si puede perderse por las calles del Centro? La transfiguración del sofá es una costumbre más nórdica, más alemana, pero no de latitudes mediterráneas.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.