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En 1960, los hermanos Manuel y Cristóbal Sánchez Fernández ayudaron a construir en Málaga la fábrica de un refresco yanqui que nunca habían probado. Todo era campo entonces en aquellos terrenos cercanos al aeropuerto, que por cierto fueron vendidos a la multinacional –por cuatro perras– por el padre de su tío. Cervezas San Miguel tardaría aún cuatro años en hacerle compañía a 'la Coca-Cola'. Una vez arrancó motores la flamante planta embotelladora, ambos jóvenes se quedaron allí en plantilla. Pasaron de poner ladrillos a envasar la chispa de la vida. De su mano fueron entrando también otros miembros de la familia, incluida su madre, que con más de 50 años tuvo que ponerse a trabajar porque enviudó y se vio atenazada por las deudas.
Inés, que así se llamaba, se dejó la piel (literalmente) lavando a mano los uniformes de los trabajadores que vendían Coca-Cola en el campo de fútbol y la plaza de toros. «Eran unos monos durísimos de color blanco. Mamá siempre tenía las manos en carne viva y los riñones fatal», recuerda hoy otro de sus hijos, Francisco, también extrabajador de la planta, que siendo un niño acompañaba a su madre andando desde la barriada de Zapata, en Alhaurín de la Torre, hasta la fábrica. Hora y media de caminata en plena madrugada era sólo el aperitivo de la dura jornada laboral. «Mientras ella trabajaba yo me quedaba en casa de una tía en la Loma de San Julián», recuerda mientras enseña una foto que le ha enviado su hermano por WhatsApp: la madre en la pila de lavar, de luto riguroso, las manos hundidas en aquellos monos blancos. La aguerrida Inés se convirtió en toda una institución en la fábrica; sus hijos atesoran con orgullo la placa que le regaló la empresa al jubilarse.
Diez miembros de la saga Sánchez Fernández, de tres generaciones diferentes, han estado en nómina de las sucesivas empresas que han gestionado la planta de Coca-Cola a lo largo de 60 años: Surbega, Rendelsur, Coca-Cola Iberian Partners y Coca-Cola European Partners. «Era lo habitual: había muchas familias enteras allí trabajando», afirma Francisco, conocido por sus compañeros como 'tito Paco'. Él trabajó en el almacén durante 37 años y en 2013 se jubiló anticipadamente por problemas de espalda. «Era un trabajo muy duro, sobre todo al principio, cuando no había carretillas y las cajas se cargaban a mano en los camiones», recuerda hoy a sus 67 años.
Paco tampoco se había bebido nunca una Coca-Cola hasta que entró en la fábrica. Dice que las de antes sabían mejor. «Nuestra preferida era 'la doble', que es como llamábamos a una botella de medio litro que se hacía con una máquina vieja que iba muy lenta… creo que por eso estaba tan buena», asegura. ¿Alguna pista sobre la famosa fórmula de la Coca-Cola? «Ni idea: llegaban unos bidones con el preparado y aquí se le añadía el agua, el azúcar y los químicos [conservantes y antioxidantes]. Cada bidón de 10 litros daba para 10.000 litros de agua. Y ya después en el momento del embotellado se introducía el gas. Una vez abrimos un bidón de aquellos y lo que había dentro era como el alquitrán, ¡qué malo estaba!», confiesa Paco, que también recuerda cuando alguien se equivocó al hacer la mezcla de la Coca-Cola Zero «y hubo que vaciar un tanque de 10.000 litros entero».
En los años 60, 70 y hasta bien entrados los 80, el ambiente en la fábrica era «el de una gran familia». «Todos nos conocíamos por el nombre. Ya después nos pusieron un número a cada uno y nos convertimos en eso, en un número», afirma. Paco recuerda con cariño al primer director que tuvo la planta, don Ramón Jover y Tripaldi, «una buena persona, que se portó muy bien con mi familia». Por aquella época, la Coca-Cola tenía hasta su propia carroza en la cabalgata de Reyes de Málaga. Los hijos de los empleados recibían regalos en Navidad, había un equipo de fútbol en la fábrica y cada vez que se lanzaba un nuevo producto, se organizaba una fiesta. La compañía incluso construyó pisos para sus trabajadores con un alquiler muy barato. «Se trabajaba duro, pero se ganaba bien y el ambiente era muy bueno», asegura.
Aun así, en los años 80 y 90 surgían vacantes a menudo porque muchos operarios se iban a trabajar a la obra, donde se ganaba más. «A los que aguantamos nos ha ido bastante mejor a la larga y nos ha quedado una buena jubilación», afirma Paco. Claro que las cosas cambiaron con el cambio de siglo. La tecnología irrumpió en la fábrica, mecanizando procesos y reduciendo la necesidad de mano de obra. Hubo cambios accionariales, los veteranos empezaron a jubilarse y el ambiente dejó de ser el de una empresa familiar. El último miembro de la saga Sánchez Fernández en dejar la fábrica fue un hijo de Paco, Borja, que trabajaba en verano como carretillero de refuerzo. «La planta perdió actividad y un año dejaron de llamarlo», concreta su padre.
Ni a Paco ni a sus excompañeros les sorprende el anuncio del cierre de la planta malagueña de Coca-Cola. «Nos lo olíamos desde hace tiempo. La empresa se iba llevando cada vez más trabajo a Sevilla. Antes aquí se embotellaban todos los productos: Fanta de naranja y limón, Sprite... Pero se lo fueron llevando todo», explica el antiguo carretillero, que no puede evitar la tristeza. «Era más que un trabajo: era mi familia», justifica. La nostalgia se mezcla con un enfado hacia los políticos que, dice, no han sido capaces de defender la industria malagueña. «Nos hemos quedado sin nada: Amoniaco, Intelhorce, Colema, Bacardi, Donuts... cualquier día se cargan también la San Miguel», alerta.
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