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La regeneración moral de las universidades

La regeneración moral de las universidades

La Tribuna ·

Cuando un profesor escoge la dedicación a tiempo completo, debe dedicar todo su tiempo y energía a la docencia y a la investigación, pues para eso justamente le paga el Erario público

diego nÚñez

Lunes, 18 de junio 2018, 01:02

Los casos de Errejón o Monedero, hace unos años, o los más recientes de Cifuentes y otros políticos que inflan sin pudor sus curricula, han hecho saltar a la palestra mediática el tema de la Universidad, y muy especialmente el asunto de las incompatibilidades del profesorado universitario. Como le gustaba decir a Eugenio D'Ors, «menos fárrago y más quintaesencia». La expresión dorsiana es oportuno recordarla, porque a menudo nos perdemos en interpretaciones farragosas de las leyes –que desde luego se prestan a ello–, y olvidamos lo esencial, que no es otra cosa que la Universidad española, al igual que otras instituciones, requiere una urgente regeneración moral.

Desde el punto de vista legal, tenemos en este campo un punto de partida concreto: La Ley de Incompatibilidades del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas de 1984. Esta ley era bastante clara al respecto, por más que no faltaran nunca los virtuosos a la hora de interpretar el artículo 19 acerca de la compatibilidad de las actividades privadas con las exigencias de la función pública. Pero hete aquí que en 2001, siendo Ministra de Educación Pilar del Castillo, el Ministerio saca la Ley Orgánica de Universidades. La LOU permite a las Universidades sortear las normas básicas de la ley anterior a través del mecanismo establecido en el artículo 83, conocido en el medio académico como 'ancha es Castilla y arreando que es gerundio'. Este precepto posibilita a los profesores compatibilizar sus tareas académicas con el ejercicio de actividades profesionales privadas siempre y cuando se hagan en el marco de un convenio entre empleador o pagador con la Universidad, convenio en el que tales trabajos se visten de actividad de interés académico, por muy remoto que éste sea. Por esta vía tan peculiar, el profesorado a tiempo completo puede dedicarse a quehaceres lucrativos privados, y además puede vender este tipo de actividades como 'transferencia de conocimiento' y engordar así su curriculum; a su vez, la Universidad se lleva una parte de los ingresos de la actividad privada del profesor, aunque a veces no sean más que puras migajas.

La aplicación del citado artículo 83 está sin duda justificada en el ámbito de la Medicina o de las Ciencias experimentales. Pero otros sectores profesionales (abogados, arquitectos, ingenieros, etc..) tienen razón al decir que el artículo 83 propicia con dinero público una competencia desleal. En el caso, por ejemplo, de la abogacía se pueden dar situaciones verdaderamente paradójicas y chocantes. No es infrecuente que el profesor que ejerce de abogado en un juicio defienda los intereses de una parte frente a otra parte, que con sus impuestos está contribuyendo a pagarle su sueldo mensual fijo. Esto, moralmente, no hay por donde cogerlo. Cuando un profesor escoge la dedicación a tiempo completo, debe dedicar todo su tiempo y energía a la docencia y a la investigación, pues para eso justamente es para lo que le paga el Erario público.

Es un hecho que a partir de finales de los años 60 del pasado siglo se ha producido en España un gran desarrollo económico e institucional, pero este desarrollo no ha ido acompañado de una adecuada y eficaz moral social. Esta orfandad moral se puede constatar de manera muy gráfica en novelas tales como Crematorio y En la orilla, del escritor Rafael Chirbes. Dos obras maestras de la literatura española contemporánea, que convierten a Chirbes en 'el Galdós' de nuestro tiempo. Y este vacío moral se explica en gran medida porque la Iglesia española, salvo honrosas excepciones, sigue anclada en una moral de tipo precapitalista. Me viene ahora a la mente en este sentido una anécdota muy curiosa: tras la guerra civil, mi padre, junto a otros socios, fundó en un pueblo de la Axarquía malagueña, Periana, una fábrica de aceite. Pues bien, mi madre, cuando iba a confesarse, se veía obligada, a instancias del párroco, a incluir en su lista de 'pecados' las ganancias generadas por la almazara, y el sacerdote solo le daba la absolución si ofrecía a la iglesia del pueblo, a modo de diezmo medieval, una donación anual del 10% de los beneficios engendrados por la fábrica.

Por todo ello, conviene recordar que en 1877 se fundó en Madrid la Institución Libre de Enseñanza, una especie de Universidad privada, pues la oficial dejaba mucho que desear. Sus creadores preconizaban la renovación de nuestro país a través de dos factores básicos: la enseñanza y la moral. Y precisamente en Málaga tenemos dos referencias muy ilustrativas de esta corriente reformista: María Zambrano bebió en las fuentes institucionistas, y Francisco Giner de los Ríos, nacido en Ronda, fue el principal promotor de la Institución. El legado institucionista fue interrumpido por la guerra civil y por el franquismo, y luego en la democracia ha sido totalmente olvidado. Creo que en los tiempos que corren vale la pena rescatarlo.

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