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Dionisio Ridruejo decidió alistarse en la División Azul de soldado raso, él, que había pasado la guerra en la retaguardia ocupando importantes puestos de responsabilidad. Pensaba que llegaría a Moscú en pocas semanas y que aquello iba a ser poco más que un paseo militar. Pero el general invierno y sus cuarenta grados bajo cero hicieron el resto. Iba perdiendo a sus amigos que caían muertos en la nieve mientras él sobrevivía de puro milagro. Acabó en un hospital en Riga. Pesaba sólo treinta y cinco kilos (medía 1,65). Volvió a España deshecho. Había aprendido la lección.
Se recuperó en el parador de Gredos leyendo a los grandes novelistas rusos. Viendo que el régimen franquista había triturado sus juveniles esperanzas, decidió abandonarlo y convertirse en un disidente. En julio de 1942 escribió una extensa carta a Franco. Nunca el caudillo recibió una misiva tan dura (y firmada). Entre otras perlas le exponía al caudillo que «todo había llegado a los peores extremos» y que vivir en «el estado actual de cosas me parece un acto de hipocresía». A continuación se atrevió a enumerar de manera clarividente la situación del Régimen. Terminaba la carta renunciando a todos sus cargos políticos y borrándose del partido.
Dionisio Ridruejo podía haber formado parte de la aristocracia del Régimen por su antigüedad en la Falange, su trabajo en la propaganda y su heroísmo en la División Azul, dejando de lado las veleidades revolucionarias de su época falangista, pero por integridad y coherencia moral se apartó del régimen de Franco. Podía haber hecho méritos, como los suyos, que luego se traducían en recompensas, desde estancos a embajadas. Su biógrafo tituló, con acierto, este episodio «el decoro de alistarse entre los vencidos». Defenestrado, Ridruejo pasó de ocupar las primeras planas de los periódicos a la oscuridad más absoluta.
En octubre de 1942 nuestro protagonista vivía en la madrileña calle de María de Molina. Pensó dedicarse a la abogacía para lo que tenía que aprobar una asignatura que le quedaba pendiente. No le dio tiempo a más. La noche del día 15, festividad de Santa Teresa, la policía llamó a su casa. El episodio de la detención lo cuenta magistralmente Ignacio Martínez de Pisón en su novela Castillos de fuego. Delante de su madre, sus hermanas y su cuñado, Dionisio Ridruejo hizo precipitadamente las maletas y a la mañana siguiente llegó a Ronda esposado, como si de un peligroso delincuente se tratara. En la ciudad del Tajo habría de vivir hasta nueva orden, bajo vigilancia permanente, por mandato expreso del ministro de la Gobernación. Una vez alojado, no podría salir solo. Dos agentes deberían acompañarle a todas partes. Tampoco podría abandonar el término municipal.
Llegó con tres mil pesetas en el bolsillo, pero la conciencia tranquila de que no había hecho nada malo. Sin pensárselo dos veces, se hospedó en el mejor hotel de Ronda, el Reina Victoria. Nada más abrir la ventana de su habitación, con vistas al Tajo, comprendió que el viaje y su polémica decisión habían valido la pena. La habitación no tenía calefacción por las restricciones de la posguerra, pero sí una buena chimenea. El hotel era bonito y cómodo y el servicio, bueno.
Su confinamiento en Ronda duró siete meses. Ridruejo lo vio como una oportunidad de llevar una vida en comunicación con la naturaleza, los libros y las gentes sencillas, a la que anhelan las almas sensibles. En la capital de la Serranía escribió Cancionero de Ronda. Pronto los policías se convirtieron en guías improvisados y le enseñaron la ciudad. Llegó a un acuerdo con sus vigilantes. ¿Cómo iba a poder huir? La vigilancia se acabó reduciendo a una visita vespertina, en la que el poeta les contaría lo que había hecho durante el día, y a observaciones discretas.
Algunos amigos dejaron de escribirle. No así Giménez Caballero. Una condesa alemana, espía del Eje, le regaló unos libros de Rilke y Blake. Ridruejo carecía de recursos, ya que le estaba vetado colaborar con la prensa. El hotel se lo pagaba su madre. Le concedieron el Premio Nacional de Literatura, pero el Régimen lo impidió y el galardón fue declarado desierto.
«Quien no conozca Ronda, que venga a verla», escribió el poeta. Daba largos paseos por la sierra, pero le recomendaron que no se alejara tanto por los maquis, que algunos de los viejos del lugar les recordaban a los antiguos bandoleros. También le llamó la atención el gran número de personas que vestían de luto: huellas de la reciente Guerra Civil.
Finalmente, su amigo Juan Ramón Masoliver convenció a las autoridades para que lo trasladasen a una casa junto al mar en Cataluña, donde el poeta disidente se sentiría menos aislado. El 19 de mayo de 1943 Dionisio Ridruejo, escoltado por el policía José Cervera, abandonó Ronda.
Nació en 1912, en el Burgo de Osma, provincia de Soria, donde su padre tenía un próspero comercio de tejidos. Estudió el bachillerato en Segovia –fue alumno de Antonio Machado– y Derecho con los agustinos en El Escorial. Tenía dieciocho años cuando se proclamó la República y un amigo le prestó un libro de Giménez Caballero, el profeta del fascismo español. Con veintiún años se afilió a la Falange y, al poco, conoció a José Antonio Primo de Rivera, del que llegó a hacer de cicerone por Segovia.Poeta en ciernes, fue de los que compuso, en 1935, el Cara al sol, en los bajos de un restaurante madrileño, con Primo de Rivera, Sánchez Mazas o Foxá. Fue Jefe Provincial de Falange en Valladolid y Director General de Propaganda durante la Guerra Civil (puesto equivalente al de Goebbels en la Alemania nazi). Cuenta su biógrafo Manuel Penella: «Admirador de Mussolini y de las realizaciones alemanas, Ridruejo -que aún no conocía el siniestro reverso de la moneda- debió de pensar que la fuerza misma de la Historia iba a favorecer la implantación en España de la utopía falangista, la variante española del fascismo».
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