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FERNANDO MIÑANA
Jueves, 10 de diciembre 2015, 00:21
Octavio Sempere tuvo que frotarse los ojos la noche que, sentado en el sofá de casa, vio por primer vez el anuncio de la Lotería de Navidad. Él no tenía un Justino en su fábrica de maniquíes, pero sí que reconocía muchos rincones, muchas situaciones que le resultaban familiares, guiños que creía propios. Al día siguiente, al llegar a Maniquíes Sempere una empresa de Castalla, 36 kilómetros al norte de Alicante los trabajadores le iban saliendo al paso. «Este año tenemos que comprar lotería», le decían todos.
En Sempere no había tradición de jugar el mismo décimo. Pero una coincidencia como esa, que el anuncio de la Lotería discurriera en una factoría de maniquíes como la suya, no podían dejarla pasar. Todos creyeron ver una señal. La lotería y sus mil fetiches. Si hasta hay quien ve otro indicio de buena suerte en que el número (el 11140) se parece, o eso dicen, a la terminación del teléfono de las oficinas (0114).
La fábrica no tiene un vigilante. Lo más parecido es un guardia jurado que custodia las naves del polígono industrial de Castalla, a los pies de un castillo rehabilitado imponente, durante las frías noches de invierno. Pero sí que hay en la empresa una persona sin décimo. La única. Se trata de un italiano que, a pesar de la insistencia de sus compañeros, se resiste. «Yo creo que confía en que si toca, hagamos como con Justino y le dejemos un décimo cogido en la mano de un maniquí, pero lo lleva claro», se ríe Loli Coll en las oficinas.
Un estupendo sol mediterráneo lame el polígono con una inesperada y cálida lengua al mismo tiempo que la luna, juguetona, aún resiste al mediodía encima del castillo, componiendo una imagen de postal. Octavio la contempla mientras pasea de una de sus dos naves a la otra. Un incendio en 2013 estuvo a punto de causar una catástrofe, pero cada zona está compartimentada y cerrada. Las puertas impidieron que se expandiera el fuego. La suerte siempre les ha sonreído. El susto dejó aquella nave como almacén y empujó a adquirir otra para la producción. En ambas abundan los maniquíes. Figuras por aquí y por allá. Unas con rostro. Otras sin expresión. De colores chillones y tapizados más neutros y elegantes, la última moda. Los más realistas, con cabellera y pestañas, casi nadie los quiere porque hay que mantenerlos, cuidarlos. Y eso solo se lo permiten las grandes firmas en sus tiendas de referencia en la Quinta Avenida, de Nueva York, en la londinense Oxford Street o en la Milla de Oro de Serrano. Allí hacen de todo. En un rincón hay unos perritos. En una pared, como en la mansión de un millonario extravagante, cuelgan unas cabezas de rinoceronte. Un caballo parece relinchar y, apartado, un pequeño elefante arlequinado le recuerda a Octavio Sempere aquel pedido de Louis Vuitton en el que debían mandar mil ejemplares por todo el mundo. Pero tenían que llegar perfectos y sin un rasguño. Y así llegaron.
La suerte siempre de cara. Como en el pasado, a mediados de los 70, cuando Octavio Sempere padre, en vista de que su empresa de muñecas no iba demasiado bien, lo apostó todo a un modelo del tamaño de una niña de seis años. Fue un fracaso. Un ejemplar tan grande asustaba a los pequeños. El empresario estaba desesperado, pero un día, tomando un café con su amigo Antonio, éste le dijo que se lo dejara para su tienda de confección. El enorme cuerpo llamó la atención de los representantes de las marcas de ropa y comenzaron a hacerle encargos para revenderlos después por los pueblos. En esos años 70 de trayectos interminables y carreteras infames no era habitual que hubiera maniquíes en aquellas localidades perdidas.
Aquel error fue el gran acierto que permitió salvar el negocio. Los Sempere cambiaban de producto por primera vez en décadas. Castalla forma junto a Ibi y Onil el valle español de los juguetes. Y el bisabuelo del actual gerente de Maniquíes Sempere ya tenía una fábrica de muñecas. Si hasta hubo un momento en el que su abuelo, su padre y su tío tenían una cada uno. «Se llevaban bien y se pasaban los clientes, pero nunca quisieron formar una sociedad».
Octavio trabajaba en un banco, pero un día decidió, junto a su hermano Juan de Dios, entrar en el negocio. Era 1984 y tenía 28 años. «Nos gustaba y, además, lo habíamos mamado desde pequeños». No tardaría en hacerse con el mando. Su padre murió en 1989, con solo 62 años, de un ataque al corazón.
Era el momento de modernizar la empresa y ampliar el foco. Octavio Sempere jamás olvidará su primera incursión en Estados Unidos. Con 38 años voló a Nueva York con un inglés «básico, o menos que básico». Sobrevolando la Gran Manzana vio la inmensidad de la ciudad y pensó: «¿Y yo qué hago aquí?». Pero el ICEX (el instituto español de ayuda a las exportaciones) le dio una mesa en sus oficinas situadas en una de las plantas más altas del edificio Chrysler y desde allí, «en un lugar privilegiado», comenzó a picar piedra. Ahora sirven sus perchas a Harrods o Victorias Secret, uno de sus principales clientes.
Octavio cuenta su historia mientras recorre todos los departamentos. Allí, como había dicho, aparecen lugares que parecen casi idénticos a los de la animación del spot. Las fotografías en los tablones, el corcho donde colgaba la lista de los décimos... el lugar, eso sí, tiene un toque más castizo con figuras de hombres y mujeres despampanantes en casi todas las dependencias. En el área de diseño, un profesional esculpe en la pantalla del ordenador un atlético cuerpo femenino para una tienda de deportes. Al lado, pegada con celo a la pared, hay una foto donde no falta ni una curva de Naomi Campbell. «Eso no es nada, en el ordenador tengo muchas más. Si ya existen cuerpo perfectos, para qué inventarlos».
Los tapaban por pudor
Los 40 empleados, menos uno, ya tienen sus décimos. Se los quitan de las manos. Octavio tiene una lista con decenas de amigos que le han pedido uno. Cada vez que alguien ve el anuncio, le manda un mensaje. Se han llevado 200 décimos del único número que la administración de Castalla tenía en abundancia. «El 11140 también se vende en Sort», se arranca la fetichista.
A su lado, con su bata blanca de Sempere y unos mitones raídos, Mati García, la jefa de almacén, se muestra entusiasmada. «La primera vez que ves el anuncio te quedas de piedra y dices ¿qué?, ¿maniquíes? ¡Qué casualidad! La verdad es que a nosotros nos choca y yo, que no compro nunca lotería de Navidad, este año voy a comprar».
Octavio pide que en las fotos no salgan los viejos maniquíes pasados de moda. «Parece un bazar chino», se disculpa. Y conduce al fotógrafo a la zona de exposición más reciente. De repente baja la voz y, en un susurro, cuenta que, hace años, cuando casi todos los trabajadores eran mujeres, les gustaba tapar las figuras con sábanas, como en el anuncio. «En aquellos tiempos eran muy pudorosas». Se le nota orgulloso de este proyecto familiar. «Todo lo fabricamos con productos cien por cien españoles», explica con ese bigote, y perilla, bajo las gafas que, por un momento, parecen recordar a Justino, el vigilante nocturno de la publicidad del Gordo. Sale hasta la puerta, dode el sol da brillo al busto de su padre, aquel hombre de Castalla que de un error, en un golpe de suerte, logró el mayor acierto de su vida. Se marcha caminando y, de fondo, casi imperceptible, uno se imagina que suena el piano Ludovico Einaudi con la partitura de Nuvole Bianche, la música del anuncio.
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