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Es el director deportivo del Amivel, un señero equipo de baloncesto en silla de ruedas del que fue cofundador en el año 1979. El conjunto lleva más de una década en la División de Honor. Es la única formación andaluza en esta categoría. Se ha ganado también el derecho a jugar en Europa, aunque la logística es muy complicada y el coste de moverse por el Viejo Continente, muy elevado. El club, lleno de estrellas, como el medallista paralímpico finlandés Leo Pekka, entrena, además, en el pabellón que lleva su nombre, porque es profeta en su tierra y su pueblo, Vélez-Málaga, le ha dedicado ese espacio hace ya años. Francisco Aguilar Campos, puro nervio, puro carisma, una fuerza de la naturaleza, se ocupa ahora de los fichajes, de la planificación, de la organización de los viajes y del trato con la federación, porque hace unos años un accidente hizo que un médico lo jubilara de los entrenamientos que comandaba y también de la enseñanza de Educación Física.
Ese percance automovilístico fue muy complicado para él porque arrastraba una enfermedad y sus secuelas. Era un bebé de trece meses y parecía que se había resfriado. Pero había contraído la polio. Su familia, originaria de Comares, había emigrado a Madrid en busca de un futuro mejor. En la villa y corte, en el popular barrio de Carabanchel, sus padres regentaban una frutería. Cuando el pequeño enfermó lo trataron en el Hospital Infantil San Juan de Dios de la capital madrileña. Nació en 1959. Así que debía de estar transcurriendo el año 1960. «Al principio había mucho desconocimiento. A la polio la llamaban 'la enfermedad infantil', porque afectaba a los niños. Tuvo mucho impacto en la familia», rememora. Y recuerda también la casi media docena de operaciones a las que tuvo que someterse en su infancia y hasta los 18 años: «La más dura consistió en que me sacaron parte de las tibias para sostenerme el tronco, porque tenía escoliosis. Además, en Santander, como no me crecía el tendón que une la columna con las piernas y cada vez tenía la columna más cóncava, pues me lo cortaron. Aunque la operación más dolorosa fue cuando a los 17 o 18 años me quitaron todas las prótesis». Su niñez y adolescencia, por tanto, estuvieron marcadas por sus pasos por el hospital, por el trasiego entre Madrid y Málaga, adonde finalmente la familia terminó regresando porque al muchacho le venía mejor un clima en el que no bajaran mucho las temperaturas en invierno. Pero, aunque sobre ese niño, ese joven, pesaba la enfermedad, él dice que siempre fue muy vivaracho, muy activo: «Si no podía andar, iba a gatas, me colocaban unas rodilleras de trapo».
La rehabilitación y el ejercicio le llevaron a que durante la mayor parte de su vida pudiera andar con la ayuda de dos bastones. Fue el accidente de tráfico que tuvo en 2004 el que le dejó en la silla de ruedas sobre la que hoy se mueve por la pista de baloncesto.
Estudió, llegó a la Universidad y ahí hizo Magisterio. Con mucha voluntad. «No había ni centros ni aseos adaptados, aunque yo me manejaba. Pero hay momentos en la vida que te causan mucha impresión. Por ejemplo, que cuando yo no podía salir al patio, nos quedáramos todos en clase durante el recreo. Tenía una profesora que tomaba decisiones muy equilibradas. La verdad es que me he topado en la vida con personas que dominaban y defendían la igualdad», cuenta, emocionado.
Pero, dados su empuje y su determinación, él también fue obligando al sistema a ir improvisando sobre la marcha, porque no había aún muchas leyes que protegieran su inclusión y él y su familia la forzaban. Así que cuando su madre fue a matricularle a un colegio, el director le dijo que su grado de discapacidad era tan alto que había de acudir a un centro especial; a ella ese argumento no la convenció y apeló a instancias educativas superiores que concluyeron que ese colegio que había escogido la familia era aquél al que debía acudir el pequeño. También está orgulloso de otro de sus hitos vitales, de cuando se presentó a las oposiciones a maestro con la especialidad de Pedagogía Terapéutica. Cuenta que el caso práctico que le plantearon para resolver consistía en cómo explicar las figuras geométricas a una clase en la que hubiera niños con síndrome de down y él dijo que se bajaría a todos los alumnos a la pista de baloncesto y que aprovecharía los dibujos de la cancha para enseñárselas. «Se quedaron muy impresionados, nadie había planteado nada semejante y me preguntaron que cómo se me había ocurrido», presume. «Sólo trataba de poner en práctica la integración real, porque yo la había vivido», afirma. Es la muestra, defiende, de que el siguiente cambio constitucional habrá de ser el que pase de la denominación «personas con discapacidad» a hablar de «personas con diversidad funcional». Nadie mejor que él ilustra como cada cual puede enriquecer el mundo con su experiencia particular y las condiciones de su existencia. Y hubo una tercera gran anécdota en su vida: cuando se presentó a las pruebas para ser entrenador de fútbol y al principio le dijeron que una persona con un «defecto físico» no podía dedicarse a este oficio, él se quejó, y si bien no le concedieron el título, sí le dieron autorización para dirigir entrenamientos.
Francisco Aguilar Campos (o Paco Aguilar, como todo el mundo lo conoce) siempre fue amante del deporte. Al principio, del fútbol. Y eso se lo debe, primero, a vivir de niño cerca del antiguo Vicente Calderón de los colchoneros (Atlético de Madrid), en la ribera del Manzanares, y después, a que el Hospital Infantil de San Juan de Dios, que tanto frecuentaba por su polio, estaba cerca del Santiago Bernabéu, y a que jugadores del Real Madrid como Velázquez o Del Bosque visitaran de vez en cuando a los niños. «Llevaba tan dentro el deporte que si no podía andar, daba patadas al balón yendo a gatas», recuerda.
Así que casi no había cumplido veinte años y pese a su discapacidad ya era monitor deportivo del Patronato de Deportes de Vélez-Málaga: era encargado de dar clases extraescolares de deportes a los pequeños de media docena de centros educativos de la localidad. Y luego, cuando se sacó la oposición, empezó a enseñar Educación Física. ¿Qué le decían los niños cuando entraba con sus bastones? Al principio, le miraban curiosos, les enseñaba los aparatos que llevaba, pero luego, «los niños no ven la discapacidad», dice, emocionado. En todo caso, en el pueblo ya todo el mundo lo conocía, era muy popular, así que no supuso mucha novedad su paso por las aulas y por los patios de los colegios.
Si su primera pasión fue el fútbol, ¿cómo es que pasó al baloncesto? «En el fútbol yo sentía que no tenía proyección. Los 'normales' parecían tener preferencia», comenta, haciendo ver que la integración de la diversidad en el balompié parece más complicado.
En su pluriempleo, en la actividad frenética que ha desarrollado toda la vida, enseñó baloncesto en cinco colegios de Vélez, aprendió en el club sobre silla de ruedas de la capital, logró el título de entrenador nacional y… llegó el momento en que se montó el Amivel. «Al principio tuvimos el rechazo de las propias personas con discapacidad; los trabajadores sociales de la comarca fueron explicando el proyecto por los municipios, pero la silla de ruedas tenía una carga muy peyorativa. Y eso que se trata de un deporte que tiene mucho más valor que el normalizado», expone. A la gente le daba mucho reparo salir a la palestra, mostrarse con su discapacidad y sobre su silla en una pista delante del público. Pero ésa, continúa, supone la verdadera superación: la exposición ante los demás como cada uno es. Cuenta también cómo a día de hoy poco a poco los deportistas van normalizando saltar a la cancha y comparten las experiencias con sus discapacidades, sus prótesis, sus tratamientos.
Sea como sea, el proyecto fue cuajando hasta que llegó a la categoría más alta. En estas más de cuatro décadas que Paco Aguilar lleva en el deporte, lo que más valora que ha sucedido es el incremento de la visibilidad de las actividades que desarrollan las personas con discapacidad. Aunque también observa que a las mujeres les ha costado más salir por el sobreprotecionismo familiar, si bien considera que esto también poco a poco se va superando. En todo caso, los equipos pueden ser mixtos, como lo es el Amivel: entre sus filas se cuenta una mujer, la mexicana Vicky Pérez.
Y es precisamente esta circunstancia la que invita a Paco Aguilar a explicar cómo funciona el deporte en el que participan personas con diversidad funcional y qué es lo que le hace verdaderamente inclusivo. Cuando un equipo de baloncesto en silla de ruedas salta al terreno de juego tiene que hacerlo con una puntuación de 14,5 puntos, lo que asegura una inserción de todo tipo de perfiles, porque a cada grado de discapacidad corresponde una cifra, desde 1 a 4,5, de menor a mayor. Esto supone que si son cinco jugadores, habrá de haber en la cancha siempre personas con calificaciones de 1 o de 2. Además, para favorecer que las mujeres jueguen, a su nivel de discapacidad se le resta 1,5 puntos. Se trata de una medida de discriminación positiva que Aguilar respalda.
Pero la iniciativa de Paco Aguilar no se ciñe a lo estrictamente deportivo. «Las personas con discapacidad no hacían más que decirme: 'Estamos hartas de hacer cursillos, pero nadie nos contrata'. Así que junto a Francisco Delgado Bonilla, que era inspector de trabajo y que también fue alcalde de Vélez, pusimos en marcha el Centro Especial de Empleo, que es una empresa que sólo ocupa a personas con discapacidad, que se dedican a muchas actividades, como la carpintería, la cerámica, el transporte, la eliminación de barreras arquitectónicas...».
Deportista, maestro, activista, emprendedor... entusiasta, locuaz y elocuente, salta de la teoría de la inclusión a su práctica. Un ejemplo, no de superación de las dificultades, sino de su normalización. Los seres humanos todos son distintos. Pero sólo hay unos pocos a quienes se puede calificar de singulares, imprescindibles para la comunidad.
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