
Acaba de cumplir 99 años y una palabra aparece una y otra vez en la conversación: «evolución». La constante de una vida que siempre se ... ha resistido a acomodarse. Aquel niño de Capuchinos que empezó reparando buques en Málaga se sacó plazas en los ministerios de Obras Públicas y Agricultura, creó su propio taller de arte y diseño de interiores en Madrid, se dedicó a la enseñanza artística en Almería, dirigió una escuela de artes aplicadas en la capital y fue profesor de geometría para los aspirantes a ingenieros de caminos. Pero, ante todo, Francisco González Romero es un pintor en continua formación, un creador que domina las bases del dibujo, las líneas y los volúmenes para después trascenderlos en cuadros que no responden a un único estilo, que no se adscriben a ningún movimiento. En perpetuo cambio: «Si yo me paro, estoy perdido».
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González Romero recibe en su taller del centro de Málaga un día después de cumplir 99 años y dos antes de recibir el homenaje de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo en el Palacio de la Aduana (28 de julio, 20.00 horas, entrada libre hasta completar aforo, con presentación de Rosario Camacho). «Llega cuando tenía que llegar», dice con diplomacia. Pero lo cierto es que el reconocimiento en su tierra se ha hecho esperar. Quizás sea porque buena parte de su carrera se desarrolló fuera de casa, a donde regresó tras su jubilación a finales de los 80; o quizás porque nunca quiso entrar en los circuitos oficiales del arte, con un espíritu libre e independiente. «Tú te tienes que acoger a tus sentimientos personales. Mientras que tu cabeza piense, no puedes frenarla».
Agradece disfrutar de este tributo «en un momento en el que todo el mundo piensa que la vida se ha terminado». Y apostilla entre risas: «Todo el mundo, menos Paco». Él se siente en su «cénit» intelectual. «Uno se tiene que dar cuenta de que aunque tenga mucha edad, hay que evolucionar. Eso es algo que yo he descubierto. Y es la naturaleza y la cultura la que te da eso». De hecho, el recorrido por su taller entre decenas de pinceles, pinturas apiladas y olor a óleo, acaba en su «tesoro»: una amplia biblioteca con títulos de todas las disciplinas, con más peso de la arquitectura y el diseño. «Sin libros, no hay nada», afirma.
Cuenta que ahora está escribiendo «algo temerario». Y de nuevo aparece la palabra estrella. «Jamás podía haber imaginado el cambio que yo he dado, que yo esté ahora discutiendo sobre la creación de la Tierra y el porqué de la evolución. Soy católico y creo en Dios, pero por encima está el universo», argumenta.
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Mientras profundiza en cuestiones filosóficas, Francisco González sigue pintando. «Me moriría si no lo hiciera. Yo no pinto y estoy pintando con la cabeza. Pinto más de lo que debía. Pero en esta etapa de mi vida estoy reconsiderando todo el círculo que yo he andado, cotejando y viendo muchas cosas», reflexiona.
Sus últimos lienzos de gran formato, pintados poco antes de la pandemia, cuelgan aún de la pared como testigos de esa transformación constante de su arte. Una rompedora visión de 'La crucifixión' y una colorida 'Alegoría de Mojácar' comparten espacio con cuadros de sus años de escuela y con un fragmento a tamaño real del mural que diseñó a mediados de los 70 para la restauración del Monasterio del Saliente en Almería, una iniciativa que finalmente no prosperó.
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Es una de las heridas que le deja una carrera que no ha sido fácil, que más de una vez le ha hecho empezar de cero, pero que ha estado salpicada de hitos. Como cuando en 1957 ganó el concurso organizado por Patrimonio Nacional para pintar un mural en el Palacio de Riofrío en Segovia, o cuando entró a formar parte del equipo del arquitecto Diego Méndez González, colaborando en proyectos como la restauración del Palacio de la Zarzuela o los jardines de la Moncloa. Ha trabajado en el diseño de multitud de edificios públicos y viviendas privadas, mientras viajaba por media Europa para seguir aprendiendo el oficio del arte. Una trayectoria en la que fue imprescindible el apoyo de su mujer, María Fernández Conejo, madre de sus cuatro hijos.
A sus 99 años, González Romero puede confundir algunas fechas en su mente, pero las ideas las tiene meridianamente claras. «Yo he desechado el qué dirán, eso me ha importado tres pepinos. Pienso en lo mío, en lo que realmente yo he vivido», dice echando la vista atrás. Si mira hacia adelante, sueña con crear una fundación que proteja su legado y potencie el conocimiento artístico. Sabe que es difícil, pero eso nunca le ha detenido: «Si lo pensara, estaría yo muerto». Y regala un consejo: «Me gustaría transmitir a los demás que no pueden perder el tiempo. Hay mucha gente que cuando llega la jubilación piensa que ya ha terminado todo, pero realmente es cuando empieza tu auténtica vida, porque ves qué has hecho y qué esencia puedes dar».
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