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Gorilas y peluches

juan francisco ferré

Miércoles, 30 de septiembre 2015, 13:27

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Es obvio desde Hemingway que la pasión por la caza (también la tauromaquia) poseía un fuerte arraigo en la realización del macho blanco occidental hasta el punto de que su masculinidad maltrecha solo se regeneraba, recobrando su antiguo esplendor, tras emprender un safari de salvación y abatir tantos animales totémicos en la selva y la sabana africanas como fuera posible. Algo evidente para los lectores descreídos de Hemingway, cuyos traumas viriles condicionan toda su literatura, no es tan natural como parece para una eminencia científica y gran teórica como Donna Haraway.

La doctora Haraway, una de las pensadoras más originales en el vertiginoso carnaval de voces de la teoría contemporánea, es bien conocida, entre otras cosas, por haber acuñado el término ciborg para definir la subjetividad postmoderna más allá del género o la raza. Blancos y negros, asiáticos e indígenas americanos, mujeres, hombres, intersexuales o transexuales, todos acogidos a esa categoría múltiple que explica el modo en que las grandes diferencias culturales convergen en un rasgo común: la compleja inscripción del cuerpo y el cerebro de los sujetos en las sociedades de avanzada tecnología del siglo XX.

En todos sus libros, el discurso de Haraway sostiene una crítica solvente de la razón científica y su mirada distorsionada sobre el mundo, demostrando que la verdad objetiva es una ficción tan artificial como otras ficciones de la cultura que, al menos, reconocen su condición de tal. Para Haraway toda ciencia es ciencia-ficción en la medida en que sus especulaciones sobre la realidad se sustentan en tesis previas cuya primera causa es puramente ideológica (racial, sexual, religiosa o clasista).

En este ensayo, uno de los más influyentes de Haraway junto al Manifiesto ciborg, aborda la perversa relación de los mitos y valores del patriarcado declinante a principios del siglo XX con la explotación de la fascinante fauna africana (gorilas y elefantes, sobre todo) por parte de aquellos miembros masculinos (y alguno femenino) del mundo científico y el capitalismo monopolístico que fundaron el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York.

El pretexto de los agudos análisis de Haraway, nutridos de un feminismo sagaz, es la extraordinaria biografía de Carl Ethan Akeley, el taxidermista infatuado de naturalista, cazador y fotógrafo, cuya mayor creación fueron los impresionantes dioramas de ese museo popular y, muy especialmente, el célebre Salón africano: una instalación artística donde se proporciona al visitante, como en las novelas de Raymond Roussel, no solo información científica sino una reproducción realista de la exótica fauna y flora africanas recurriendo a las prodigiosas técnicas de la pintura, la escultura, la iluminación y la taxidermia.

La mayor parte de los especímenes allí expuestos (como el fabuloso gorila macho de El gigante de Karisimbi, precursor de King-Kong) fueron cazados en las expediciones que el propio Akeley organizaba periódicamente con el fin de abastecerse de animales espléndidos para ocupar esos escaparates espectaculares y mostrar a los visitantes la belleza de la naturaleza, esa madrastra aristotélica.

De las pinturas parietales de Altamira o Lascaux hasta los hábitats simulados del Museo de Historia Natural, la razón es idéntica: los humanos han sentido siempre una extraña atracción por el mundo animal al que pertenecieron un día en condiciones de igualdad y del que viven separados por una extraña pantalla de tabúes y mitos llamada cultura.

Cada vez que alguien mira con ternura un oso de peluche debería recordar el origen político de tan simpática criatura, cuya encarnación última, como colega del proletario blanco del nuevo siglo, es el gracioso Ted cinematográfico.

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