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La 'dieta' del plástico

La 'dieta' del plástico

No nos damos cuenta, pero comemos a diario numerosas y pequeñas fibras sintéticas que se hallan en los alimentos

GERARDO ELORRIAGA

Lunes, 14 de septiembre 2020, 00:25

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Las apariencias suelen engañar, también gastronómicamente, y ni siquiera el paladar de un 'gourmet' es capaz de distinguir todo aquello que deglute. Sí, puede parecer un plato de merluza en salsa verde, pero es mucho más, y no mejor. El comensal consume apetitosas lascas de pescado, almejas, hebras de microplásticos, espárragos, plastificantes, guisantes, retardantes de llama, estabilizantes, filtros solares y antibacteriales... En realidad, nos alimentamos con la carne del animal y con buena parte de su peripecia a través de mares contaminados por un amplio abanico de residuos industriales. «El problema es tanto ecológico como de salud pública», explica Ethel Eljarrat, doctora en Ciencias Químicas y, actualmente, investigadora en el Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua (IDAEA) en Barcelona.

Una plato cualquiera de comida aporta de media unas 600 calorías... y un centenar de microplásticos que se convierten en 120.000 al cabo de un año. El hombre ocupa la cumbre de la cadena trófica y, teóricamente, nuestro organismo asume todas las sustancias generadas por el animal. «Aparentemente, el riesgo no es tan grave para el individuo porque el pez acumula estos elementos en su tracto digestivo, que no comemos. Nos quedamos solamente con el músculo, libre de esas aportaciones tan poco deseables», apunta.

Pero hay numerosas excepciones a esta regla, y es que devoramos con fruición moluscos y crustáceos, incluida su aportación artificial, al igual que los boquerones o anchoas, el espeto de sardinas y demás manjares de origen marino y pequeño tamaño que no evisceramos y de los que nos comemos partes que en otros alimentos sí desechamos, precisamente esas partes que más absorben los microplásticos.

Tres conceptos

  • Microplásticos: Se refieren a todas las partículas de dimensiones inferiores a los 5 milímetros.

  • Microgránulos: Son esferas con dimensiones por debajo del 1 milímetro.

  • Microfibras: Con este nombre se identifica a los hilos sintéticos de un tamaño diez veces más fino que un cabello.

Un dato para la preocupación: tan sólo el 9% de los desechos plásticos que se generan en el planeta se recicla. El 79% se abandona en vertederos o en el propio entorno, y el 80% de los hallados en el mar procede de tierra, según cálculos de Greenpeace. El mayor peligro para nuestra salud se deriva de esos compuestos que acompañan al polímero para mejorar su vida útil y que también acaban en la basura. No somos conscientes de que nos zampamos sustancias que flexibilizan el plástico, impiden su flamabilidad o lo protegen de la radiación solar. «Se adhieren a la parte grasa de los animales y es imposible retirarlos», señala la científica.

Los efectos tóxicos no suelen ser agudos, sino que se revelan a través de complicaciones de carácter crónico con diversa gravedad. Existen no menos de 3.000 aditivos y algunos están relacionados con algunas formas de cáncer y la disrupción endocrina, aunque también pueden manifestarse como neurotóxicos. La aportación química del plástico se incrementa por su facultad para absorber los contaminantes orgánicos presentes en el medio acuático. En cualquier caso, sin aditamentos de ningún tipo, estas partículas constituyen un fenómeno nocivo, aunque sus consecuencias aún resultan desconocidas. «La repercusión depende del tipo, forma y textura», señala la investigadora.

Lo que el ojo no ve

El ojo no los discrimina, pero los plásticos minúsculos se dividen en varias categorías. En función d sus dimensiones, hablamos de microgránulos, microfilms y microfibras, empeñadas en colonizar los océanos. Estos hilos sintéticos, formados por poliéster y poliamida, son diez veces más finos que un cabello y se desprenden de la ropa durante el proceso de lavado o de prendas y objetos desechados. Aunque parezca delirante, resulta muy probable que llevemos al estómago una porción de aquellos jerseys pasados de moda, las bayetas y fregonas gastadas, las mopas ajadas e, incluso, las sábanas que perdieron su color tras innumerables coladas.

Otro dato: el 68% de los alimentos extraídos del mar contiene microplásticos, y el Mediterráneo es uno de los mares más afectados. «A la contaminación de las riberas se suma la falta de intercambio de aguas en esta cuenca tan cerrada», indica Eljarrat.

Pero no se trata de una cuestión que afecte tan sólo a crustáceos y moluscos. El 90% de las marcas de sal de mesa los contienen. La expansión geográfica ha llegado a los preciados cristales rosas del Himalaya y, curiosamente, su porcentaje es mayor en la flor de sal, una variedad de extraordinaria calidad que se forma en las superficies de las salinas marinas.

El consumidor se encuentra solo ante el peligro que contiene su plato. Las buenas prácticas recomiendan, entre otras sugerencias, reducir drásticamente la adquisición de textiles sintéticos o decantarse por jabones ecológicos, habida cuenta del uso masivo de microesferas en el ámbito de la cosmética, pero no es suficiente. «No podemos criminalizar al plástico y pretender erradicarlo porque presenta numerosas utilidades y, por ejemplo, ahora se ha puesto de manifiesto con las mascarillas y otros dispositivos médicos», aduce la investigadora. ¿Entonces?

El usar y tirar constituye el principal enemigo de quienes pretenden cambiar esta situación de creciente contaminación. «Hay que disminuir el uso del plástico, pero no únicamente por la voluntad del ciudadano, sino acompañándolo de medidas legislativas», defiende. Pero el círculo del plástico es sumamente vicioso. «Se había aprobado que el próximo año dejarían de producirse platos, cubiertos y pajitas de este material, pero, paralelamente, han aparecido nuevas aplicaciones», lamenta.

La lucha contra el microplástico sigue, pero los frentes se multiplican. Nuestra dieta no es la única fuente de problemas. No hace falta salir de casa ni ayunar para ser víctimas de la implacable polución. El aire contiene estos elementos e, incluso, la tapicería del mobiliario y las alfombras emiten ese tipo de residuos. El resultado de esta amenaza también supone un cambio de valores. En 1941, cuando la investigación estadounidense luchaba por el progreso y contra el Eje, surgió un superhéroe denominado Plastic Man que gozaba de la ductilidad del material. Tan sólo ochenta años después, la posibilidad de que nuestro organismo se plastifique se antoja toda una pesadilla sintética.

Un millón de botellas cada minuto

Las grandes superficies son otro campo de batalla, según Ethel Eljarrat. La proliferación de todo tipo de envasados ha supuesto otra sibilina forma de incrementar desmesuradamente la producción de plástico. Sí, podemos llevar con nosotros la preceptiva bolsa de tela, pero los aparadores del centro comercial se muestran desbordantes de piezas de verdura, fruta, carne o pescado, envuelto con film terso y transparente. «La contaminación se produce durante el procesamiento y envasado», alerta la doctora. «El microplástico se transfiere desde el propio envoltorio».

No podemos beber para olvidar ni endulzar este drama cotidiano. La cerveza y la miel se encuentran entre los alimentos también donde se hallan polietilenos. La polución presente en la primera se debe al procesado y la existencia de plásticos en las latas. En el segundo caso la causa resulta aún más inquietante ya que se achaca a las propias abejas la introducción de las partículas en el néctar.

El agua tampoco es inofensiva. Algunos cálculos hablan de 10.000 partículas por litro del líquido, y la polución se extiende tanto a la comercializada en recipientes como a la que surge del grifo, afectada por la contaminación en la planta potabilizadora y su posterior conducción. Su aparente inocuidad esconde un problema de enormes dimensiones. Cada minuto se vende un millón de botellas que acabará su vida útil en escasos minutos. Algunas se degradarán en un plazo cercano a los 150 años, pero muchas otras permanecerán sepultadas entre basura y estarán presentes, como agente potencialmente contaminante, durante el siguiente milenio.

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