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MERCEDES GALLEGO CORRESPONSAL
Domingo, 4 de septiembre 2011, 03:57
Hay recuerdos de la infancia que se quedan grabados en la memoria con una nitidez cristalina casi inexplicable. Desde el punto de vista de adulto parece una selección caprichosa y tan absurda como la de los sueños, pero son lo más importante en el mundo infantil. Para Michael Massaroli es la imagen de un helado de limón totalmente derretido en el plato. Para su madre, el momento en que sentó a su hijo de 6 años en la cocina, le puso por delante su postre favorito y le contó que su padre había muerto en las Torres Gemelas.
«Mi madre dice que lloré tanto que cuando acabé se me había derretido, pero yo solo recuerdo la imagen del líquido en el plato», cuenta el chico, que ahora tiene 16 años. Michael es la viva imagen de su padre. Tanto que a veces su madre lo ve pasar por la cocina de refilón y se estremece cuando cree ver al marido que perdió hace diez años.
Del 11-S Michael recuerda la tensión y el pánico de los adultos en la escuela. «No entendíamos lo que pasaba pero sabíamos que algo iba mal. Sentíamos que algo terrible estaba pasando, aunque no nos dijeran el qué». Su madre desenchufó todos los televisores de la casa y convenció a los vecinos para que dijeran que el cable estaba estropeado en el barrio. Sin saberlo le ahorró a su hijo el impacto de esas imágenes que han envenenado de ira y venganza a toda una generación de adolescentes. Crecieron bajo la propaganda de la guerra contra el terrorismo con la que George W. Bush justificó la invasión de Irak y los atropellos a las libertades civiles, dentro y fuera de EEUU. Los más pequeños vieron a Osama bin Laden como el Lord Voldermort de Harry Potter y los que estaban en edad de rebelarse y sentirse hombres lo convirtieron en el blanco obsesivo de todo su odio. Su única razón de ser.
«El día en que vi la imagen de Bin Laden en la tele es cuando le puse cara al enemigo», contó a este periódico Karim Delgado mientras celebraba con fanatismo el asesinato del líder de Al-Qaida en la Zona Cero. «Desde entonces supe que mi vida no tendría sentido hasta que lo matáramos». Tenía entonces 15 años, casi la edad que tiene Michael ahora, y pronto ingresó en los marines para cumplir la promesa que se había hecho frente al televisor. Nunca imaginó que al Ejército más poderoso de la tierra le fuera a llevar tanto tiempo darle caza a un solo hombre, pero «el Departamento de Defensa siempre nos recordaba la causa por la que estábamos allí». Esa noche de mayo en que el mundo pasó de la boda real inglesa al operativo para matar a Bin Laden, Delgado se desgañitaba con gritos de ¡U-S-A! y cánticos patrióticos, como mucho otros jóvenes de su edad. «Ahora puedo decir que mis hermanos en el frente no murieron en vano», respiró aliviado. «Mi misión se ha completado».
Para él los acontecimientos del 11-S marcaron a toda su generación, «pero todavía no sé si para bien o para mal», admite. Su esperanza es que las imágenes de júbilo en las que participó el 2 de mayo se quedaran grabadas en la siguiente generación con una carga muy distinta a la que dejó en la suya. «Los niños que las vieran sabrán que podemos hacer todo lo que nos propongamos, que nadie puede atacar a EE UU y salir con vida, seguimos siendo la mayor superpotencia del planeta».
Michael fue uno de los que se quedó esa noche pegado a la televisión hasta las 3 de la mañana, a pesar de que tenía que ir a colegio al día siguiente, pero se negó a acompañar a su madre a la Zona Cero para participar en la celebración. Eso sí, nunca deja de acompañarla a la cita del aniversario y juntos se traen cada uno una piedra en el bolsillo con lo único que quedó de su padre, el polvo.
Borrachera de júbilo
La edad entre los 5 y los 25 años es la más vulnerable de cualquier ser humano. Con el asesinato del millonario saudí se había redimido a todos los niños asustados a los que el Gobierno y sus padres hicieron un flaco favor al simplificarles la historia del atentado terrorista más violento que haya sufrido EE UU. Muchos de ellos han descubierto este verano que tras la borrachera de júbilo el mundo sigue igual, Al-Qaida sigue existiendo con otros líderes y los soldados estadounidenses siguen muriendo cada día en Afganistán.
Michael es uno de esos seres excepcionales a los que la inteligencia le ha dado para superar cualquier tópico infantil. Su calle de Staten Island llena de banderas y la rabia de su madre contra la mal llamada mezquita de la Zona Cero dan una idea de que no puede haber sido fácil para él superar la propaganda que le rodea, pero lo ha hecho. «Te dicen que han venido hombres malos de otro país a atacarnos porque les molesta nuestra libertad y nuestra democracia, pero cuando empiezas a crecer te das cuenta de que ésa es una explicación muy simplista, que tiene que haber algo más», reconoce. Así es como un día se pasó dos horas viendo por internet las imágenes de la muerte de su padre que le ahorrase su madre, e incontables buscando con avidez una explicación más profunda.
Mientras los impresionables adolescentes como Delgado han nutrido las filas de un Ejército que empezaba a tener problemas con el cuerpo de voluntarios, otros como Michael quieren se políticos para acabar con la guerra de Irak y dar seguro médico a toda la población. «Si mi padre se hubiera muerto de un paro cardiaco nos hubiéramos quedado tirados y no es justo que yo tenga más privilegios que otros huérfanos», explica.
Como él, muchos de los jóvenes que componen la generación del 11-S han elegido carreras de servicio público con distintas variantes. Unos quieren servir a su país en el Ejército, otros en los Cuerpos de Paz y algunos como Michael, casi tan marcados por Obama como por el 11-S, quieren llegar a presidente.
La psicóloga de la Universidad de Texas, Patricia Somers, ha pasado esta última década analizando el impacto del 11-S en los estudiantes de cinco universidades. Sus conclusiones coinciden con la encuesta de 'Newsweek', donde un 57% tenía más interés en una relación seria y el 67% se tomaba más a pecho los estudios, pero en dos escuelas de elite socioeconómica e intelectual encontró una gran diferencia con respecto a los campus más mediocres: la fiebre de patriotismo que invadía a la sociedad desagradaba al 80% de estos estudiantes. «El patriotismo ciega a la gente de lo que realmente está pasando», opinó uno. Y mientras el americano medio se enfrascó en su coraza, el 65% de estos estudiantes mejor dotados dijo que buscaba más información sobre lo que pasa en el mundo, lo que se reflejó en los cursos en que se matricularon. La sociedad que el 11-S deje el día de mañana en Estados Unidos dependerá de cuántos Michael Massaroli o Karim Delgado haya frente a la televisión. El niño que se ha propuesto no dejar que nadie use la muerte de su padre o el que vive para vengar la de quienes ni siquiera conocía.
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