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Funcionarios de la prisión neoyorquina de Sing Sing preparan a un recluso para su ejecución en la silla eléctrica, hacia 1900.
Morir en la silla eléctrica

Morir en la silla eléctrica

Nueva York la estrenó hace 128 años con William Kemmler. Había asesinado a a su amante con un hacha. Su final, contaron los testigos, fue espantoso

icíar ochoade olano

Lunes, 20 de agosto 2018, 00:40

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La humanidad debe a un sacamuelas la sugerencia de emplear la electrocución para liquidar a malhechores. A Albert Southwick se le ocurrió después de ver morir «sin dolor» a un anciano ebrio tras tocar las terminales de un generador eléctrico. En aquella época, 1881, en materia de ejecuciones se llevaba el ahorcamiento, aunque se sabía que los condenados podían sobrevivir con el cuello roto hasta treinta agónicos minutos antes de sucumbir a la asfixia. Ocho años después de la propuesta del odontólogo, Nueva York alumbraba la Ley de Ejecución Eléctrica, inédita en el mundo, y Edwin R. Davis, electricista de la prisión de Auburn, en ese mismo Estado, recibía el encargo de diseñar una silla eléctrica. Su prototipo, bastante similar al de hoy, estaba equipado con dos electrodos confeccionados a base de unos discos de metal unidos con goma y cubiertos con una esponja húmeda que debían colocarse en la cabeza y en la espalda del criminal. Constatar la viabilidad del método costó la vida a unos 50 perros y gatos, una vaca y un caballo.

El estreno en un ser humano se dispuso para el 6 de agosto de 1890. El reo debutante sería William Kemmler, un vendedor ambulante de Filadelfia, de 30 años, acusado de haber asesinado con un hacha pequeña a su amante, Matilda Ziegler. Su abogado apeló argumentando que se trataba de un ajusticiamiento cruel e insólito. En plena guerra entre los partidarios de la corriente continua y la alterna como estándar en la distribución doméstica de electricidad, George Westinghouse, empresario pionero de la segunda, apoyó la petición. No sirvió de nada. El Estado rechazo la solicitud, en buena medida por la poderosa influencia de Thomas Edison, rival de Westinghouse en la contienda eléctrica, quien acabaría utilizando el homicidio en la monstruosa silla como publicidad para que la gente se convenciera de lo peligrosa que era la corriente alterna.

La madrugada de autos, a las seis en punto de la mañana, funcionarios del presidio de Auburn sentaron a Kemmler en el pavoroso ingenio, le ataron y le colocaron los electrodos. La violencia de las descargas y su desigual reparto permitieron a los técnicos y los periodistas presentes en la sala ver cómo el preso gemía y se movía de forma espasmódica mientras su cabeza humeaba. «Mejor si hubieran usado un hacha», comentaría después un impresionado Westinghouse. «Ha sido horrible, mucho peor que el ahorcamiento», opinó un reportero. Sin embargo, en poco tiempo se convirtió en el método más generalizado de aplicación de la pena capital. Lo fue hasta mediados de los cincuenta del pasado siglo, cuando la cámara de gas la desbancó.

Aun así, nueve estados permiten en la actualidad el uso de la silla eléctrica como forma secundaria de ejecución tras la inyección letal. La última descarga fatal se aplicó en Virginia, en 2013, contra Robert Gleason, de 42 años, convicto por asesinato, a petición propia. En Filipinas –el otro país aficionado con sadismo a los voltios– el interruptor se accionó por última vez en 2000.

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